Hace tres años, en el McLean, a Helen Quincy se le diagnosticó un trastorno de identidad disociativo.
Puede que no tenga quince o veinte personalidades distintas y autónomas, sino sólo tres o cuatro u ocho. Benton continúa explicando un desorden que se debe al hecho de que una persona se aparta de su personalidad primaria.
—Es una reacción de adaptación a un trauma terrible —dice Benton mientras él y Scarpetta viajan en coche en dirección oeste, hacia el Everglades—. El noventa y siete por ciento de las personas diagnosticadas han sufrido abusos sexuales o físicos, y las mujeres tienen nueve veces más posibilidades que los hombres de padecer dicho trastorno.
El sol se refleja en el parabrisas y Scarpetta guiña los ojos deslumbrada, a pesar de las gafas de sol.
Muy por delante de ellos va el helicóptero de Lucy, suspendido en el aire por encima de un huerto de cítricos abandonado, una parcela que todavía es propiedad de la familia Quincy, concretamente del tío de Helen. Adger Quincy. La cancrosis atacó el huerto hará cosa de veinte años y todos los pomelos fueron talados y quemados. Desde entonces la parcela ha quedado tal como estaba, invadida por la maleza, con la casa en ruinas; una inversión, un posible proyecto de urbanización. Adger Quincy aún vive. Es un hombre menudo, de aspecto físico poco impresionante y sumamente religioso: un forofo de la Biblia, como lo llama Marino.
Adger niega que ocurriera nada fuera de lo normal cuando Helen tenía doce años y se fue a vivir con él y su esposa mientras Florrie estaba hospitalizada en el McLean. De hecho, afirma que fue bastante atento con aquella jovencita descarriada e incontrolable «que necesitaba ser salvada».
—Yo hice lo que pude, todo lo que pude —dijo cuando Marino grabó la conversación mantenida con él ayer.
—¿Cómo se enteró ella de la existencia de su viejo huerto y su casa? —Fue una de las preguntas que le formuló Marino.
Adger no se sentía inclinado a hablar mucho de eso, pero dijo que de vez en cuando llevaba a la pequeña Helen al huerto viejo y abandonado para comprobar las cosas.
—¿Qué cosas?
—Para cerciorarme de que no lo habían destrozado o algo así.
—¿Qué había allí que se pudiera destrozar? ¿Cuatro hectáreas de árboles quemados y de maleza y una casa semiderruida?
—No hay nada de malo en comprobar las cosas. Y además me ponía a rezar con ella. Le hablaba del Señor.
—El hecho de que lo dijera de esa forma —comenta ahora Benton al volante mientras el helicóptero de Lucy parece descender flotando igual que una pluma, a punto de tomar tierra a bastante distancia del huerto abandonado que aún pertenece a Adger— indica que sabe que hizo algo malo.
—Es un monstruo —dice Scarpetta.
—Probablemente no llegaremos a saber nunca exactamente qué le hicieron él y otras personas a esa niña —comenta Benton con gesto deprimido y la mandíbula en tensión. Está enfadado. Está muy molesto por lo que sospecha—. Pero hay una cosa evidente —continúa—. Las diferentes identidades de Helen, sus otras personalidades, fueron su reacción adaptativa a un trauma insoportable que sufrió cuando no tenía nadie a quien recurrir, lo mismo que se aprecia en algunos supervivientes de campos de concentración.
—Es un monstruo.
—Es un hombre muy enfermo. Y ahora tenemos a una mujer muy enferma.
—No debería irse de rositas.
—Me temo que ya lo ha conseguido.
—Pues espero que se vaya al infierno —dice Scarpetta.
—Probablemente ya vive en él.
—¿Por qué te empeñas en defenderlo? —Scarpetta se vuelve hacia Benton y se frota el cuello con aire ausente.
Lo tiene dolorido. Aún lo nota sensible, y cada vez que se lo toca se acuerda de que Basil se lo lastimó con una ligadura casera de tela blanca que obstruyó brevemente los vasos que suministran sangre, y por lo tanto oxígeno, al cerebro. Se desmayó. Ahora se encuentra bien. No sería así si los guardias no le hubieran quitado de encima a Basil con tanta rapidez.
El y Helen se encuentran a buen recaudo en Butler. Basil ya no es el perfecto sujeto del estudio PREDATOR para Benton. Basil ya no visitará nunca más el hospital McLean.
—No estoy defendiéndolo. Estoy intentando explicarlo —responde Benton.
Va frenando para tomar una salida de la Sur 27 que lleva hasta una parada de camioneros CITGO. Gira a la derecha por una carretera sin asfaltar y detiene el coche. La carretera está bloqueada por una cadena gruesa y oxidada y se ven muchas rodadas de neumáticos. Benton se apea y desengancha la cadena, que cae a un lado produciendo un ruido metálico. Pasa con el coche, se detiene otra vez, se apea y vuelve a enganchar la cadena tal como estaba. La prensa, los curiosos, no saben aún lo que pasa aquí. No es que una cadena oxidada vaya a frenar a los intrusos, pero no puede hacer daño a nadie.
—Hay quien dice que una vez que se ha visto un caso de personalidad disociativa ya se han visto todos —dice Benton—. Ocurre que yo discrepo, pero para tratarse de un trastorno tan increíblemente complicado y raro, los síntomas son notablemente constantes. Se produce una transformación espectacular cuando una personalidad da paso a otra, a otra conducta dominante, determinante. Cambios faciales, cambios en la postura, en la manera de andar, los gestos, incluso alteraciones llamativas en el timbre de voz, en el tono, en el habla. Es un desorden a menudo asociado con la posesión demoníaca.
—¿Tú crees que las otras personalidades de Helen, Jan, Stevie, la persona que se paseó fingiendo ser un inspector de cítricos y matando a la gente a tiros y Dios sabe quién más, se conocen entre sí?
—Cuando estuvo en el McLean, negó tener personalidad múltiple, incluso cuando varios miembros importantes del personal fueron testigos varias veces de cómo se transformó en otras personas delante de ellos. Sufría alucinaciones auditivas y visuales. En alguna ocasión una personalidad hablaba con otra delante mismo del médico. Y luego volvía a ser de nuevo Helen Quincy, sentada en su silla en actitud afable y cortés, actuando como si el loco fuera el psiquiatra por creer que ella tenía personalidad múltiple.
—Me pregunto si alguna vez volverá a emerger Helen —dice Scarpetta.
—Cuando Basil y ella mataron a su madre, cambió su identidad por la de Jan Hamilton. Eso fue una maniobra práctica, no una personalidad alternativa, Kay. Ni siquiera te plantees a Jan como una personalidad, si entiendes lo que estoy diciendo. No era más que una identidad falsa detrás de la que se escondían Helen, Stevie, Puerco y quién sabe quién más.
Avanzan dando tumbos por la carretera sin asfaltar, levantando una nube de polvo. A lo lejos se divisa una casa desvencijada, rodeada de maleza y matorrales.
—Sospecho que, hablando en sentido figurado, Helen Quincy dejó de existir a los doce años —dice Scarpetta.
El helicóptero de Lucy ha aterrizado en un pequeño claro y las aspas siguen girando mientras ella apaga el motor. Estacionados cerca de la casa hay una camioneta de un servicio de mudanzas, tres coches patrulla con distintivos, dos SUV de la Academia y el Ford LTD de Reba.
El Complejo Turístico Brisa Marina se encuentra demasiado tierra adentro para que llegue a él la brisa del mar y no es un complejo turístico. Ni siquiera tiene piscina. Según el individuo del mostrador de la lóbrega oficina de recepción, provista de un ruidoso acondicionador de aire y adornada con varias plantas de plástico, los huéspedes de larga estancia obtienen descuentos especiales.
Afirma que Jan Hamilton tenía horarios extraños, desaparecía durante varios días, sobre todo últimamente, y a veces se vestía de forma muy rara. Podía ir de lo más sensual y de repente aparecía vestida con andrajos. «¿Mi lema? Vive y deja vivir», ha dicho el tipo cuando Marino le ha seguido la pista a Jan hasta este lugar.
No ha sido difícil. Después de escabullirse del imán y de que los guardias tuvieran a Basil inmovilizado en el suelo y todo hubiera terminado, se acurrucó en un rincón y rompió a llorar. Ya no era Kenny Jumper, jamás había oído hablar de él, negó tener la menor idea de qué le hablaba todo el mundo, incluido el hecho de conocer a Basil, incluido el motivo por el que estaba en el suelo del laboratorio de IRM del hospital McLean en Belmont, Massachusetts. Estuvo muy educada y colaboradora con Benton, le dio su dirección, le dijo que trabajaba de camarera a media jornada en South Beach, en un restaurante llamado Rumores, propiedad de un hombre encantador llamado Laurel Swift.
Marino se pone en cuclillas delante del armario abierto, sin puerta. No tiene más que una barra para colgar la ropa. Sobre la mugrienta moqueta hay montones de prendas cuidadosamente dobladas. Las examina con los guantes puestos. Le pican los ojos por el sudor, porque el sencillo aparato de aire acondicionado no funciona demasiado bien.
—Un abrigo negro con capucha —le dice a Gus, uno de los agentes de Operaciones Especiales de Lucy—. Me resulta familiar.
Le entrega el abrigo plegado a Gus, que lo mete en una bolsa de papel marrón y seguidamente anota la fecha, el artículo y el lugar donde ha sido encontrado. A estas alturas ya tienen decenas de bolsas de papel marrón, todas precintadas con cinta adhesiva que las identifica como muestras. Ocupan toda la habitación de Jan. Marino redactó la orden: «Mételo todo dentro, la casa entera si hace falta», fueron sus palabras.
Sus grandes manos enguantadas examinan más prendas de vestir, la ropa holgada de hombre, un par de botas con los tacones desgastados, una gorra de los Miami Dolphins, un polo blanco con el rótulo «Departamento de Agricultura» en la espalda, sin más, no Departamento de Agricultura y Servicio al Consumidor de Florida, sino Departamento de Agricultura a secas, con letras impresas a mano con ayuda de alguna plantilla.
—¿Cómo pudiste no darte cuenta de que en realidad era una chica? —le pregunta Gus mientras precinta otra bolsa.
—Tú no estabas allí.
—Tendré que fiarme de ti —dice Gus tendiendo la mano, esperando el siguiente objeto, un par de medias negras.
Gus va armado y vestido con un mono de trabajo, porque así es como visten siempre los agentes de Operaciones Especiales de Lucy, aun cuando no sea necesario, y hoy, con treinta grados en la calle y estando el sospechoso, una muchacha de veinte años, bien a salvo en un hospital estatal de Massachusetts, probablemente no era necesario mandar a cuatro agentes de Operaciones Especiales al Complejo Turístico Brisa Marina. Pero eso quería Lucy y eso han hecho sus agentes. Por detallada que haya sido la explicación de Marino acerca de lo que le ha contado Benton de las diferentes personalidades, o álter ego, como las llama él, los agentes no acaban de creerse que no haya otras personas peligrosas rondando por ahí, y además es posible que Helen tuviera cómplices (como Basil, señalan) reales.
Dos de los hombres examinan un ordenador situado en una mesa junto a una ventana que da al aparcamiento. Hay también un escáner, una impresora en color, varios paquetes de papel satinado y media docena de revistas de pesca.
Los tablones del suelo del porche delantero están combados, algunos de ellos podridos, otros han desaparecido y ha quedado al descubierto el suelo arenoso sobre el que se eleva la casa de madera, de una sola planta y con la pintura desconchada. El lugar no está muy lejos de Everglades.
Reina el silencio, roto apenas por el sonido del tráfico lejano que recuerda el viento racheado y por el roce y el golpeteo de las palas. El aire está infestado de muerte que en el calor de la tarde parece resplandecer flotando suavemente en oleadas más penetrantes conforme uno va acercándose a las fosas. Los agentes, la policía y los científicos han encontrado cuatro. A juzgar por lo accidentado del terreno y la coloración del suelo, habrá más.
Scarpetta y Benton se encuentran en el vestíbulo que hay justo al otro lado de la puerta delantera, donde descubren en un acuario una araña grande muerta, encogida sobre una piedra. Apoyada contra la pared hay una escopeta Mossberg del calibre doce y cinco cajas de cartuchos. Scarpetta y Benton observan cómo dos hombres, sudando dentro de sus trajes encorbatados y provistos de guantes de nitrilo azules empujan una camilla que transporta los restos hinchados de Ev Christian. Al llegar a la puerta abierta de par en par, se detienen un momento.
—Cuando la dejen en el depósito —les dice Scarpetta—, necesito que vuelvan inmediatamente.
—Ya nos lo imaginábamos. Creo que es lo peor que he visto en mi vida —le dice uno de los hombres.
—No estás hecho para este trabajo —dice el otro.
A continuación pliegan las patas de la camilla con un sonoro chasquido y se llevan a Ev Christian a la camioneta azul marino.
—¿Cómo va a terminar esto en los tribunales? —pregunta uno de los ayudantes desde el pie de las escaleras—. Quiero decir, si esta mujer se ha suicidado, ¿cómo se puede acusar a alguien de su asesinato?
—Hasta dentro de un rato —los despide Scarpetta.
Los hombres dudan un instante, pero luego continúan. Scarpetta ve que en ese momento aparece Lucy por detrás de la casa. Lleva ropa protectora y gafas oscuras, pero se ha quitado la mascarilla y los guantes. Va corriendo hacia el helicóptero, el mismo en el que se dejó el Treo no mucho después de que Joe Amos iniciara su etapa como becario.
—En realidad, no se puede afirmar que ella no es la autora de esta muerte —comenta Scarpetta a Benton abriendo unos paquetes de ropa protectora desechable, uno para ella y otro para él. Está refiriéndose a Helen Quincy.
—Y tampoco se puede afirmar que lo es. Tienen razón. —Benton contempla la camilla y su triste carga mientras los ayudantes despliegan de nuevo las patas de aluminio para tener las manos libres y poder abrir la parte posterior de la camioneta—. Un suicidio que es un homicidio y un criminal que sufre personalidad múltiple. El abogado lo va a tener peliagudo.
La camilla se bambolea sobre el suelo arenoso y asfixiado por la maleza, y Scarpetta teme que vaya a volcar. Ya ha sucedido otras veces que un cadáver hinchado caiga al suelo; resulta muy inapropiado, muy poco respetuoso. A cada momento que pasa está más nerviosa.
—Probablemente la autopsia revelará que ha sido una muerte por ahorcamiento —dice, contemplando la tarde luminosa y calurosa y la actividad que la rodea, observando cómo Lucy saca algo de la parte posterior del helicóptero, una neverita.
El mismo helicóptero en el que se dejó olvidado el Treo, un despiste que en muchos sentidos fue el inicio de todo y ha conducido a todo el mundo hasta este siniestro agujero, esta fosa apestosa.
—Seguramente ésa será en apariencia la única causa de la muerte —está diciendo Scarpetta—. Lo demás es otra historia.
Lo demás es el dolor y el sufrimiento de Ev, su cuerpo desnudo, atado con cuerdas a una viga del techo, una de ellas alrededor de su cuello, cubierta de picaduras de insectos y de ronchas, con las muñecas y los tobillos invadidos por fulminantes infecciones. Cuando Scarpetta le ha palpado la cabeza ha notado fragmentos de huesos rotos bajo los dedos, el rostro machacado, el cuero cabelludo lacerado, contusiones por todo el cuerpo, zonas erosionadas y enrojecidas por abrasiones producidas en el momento de la muerte o muy cerca del mismo. Scarpetta sospecha que Jan o Stevie o Puerco, o quienquiera que fuera cuando torturó a Ev en esta casa, pateó con furia y repetidamente el cuerpo de Ev al descubrir que ésta se había ahorcado. En la parte baja de la espalda, en el vientre y en las nalgas se aprecian ligeras impresiones en forma de zapato o de bota.
En ese momento aparece Reba por un lado de la casa y sube con cuidado los escalones podridos del porche mirando con cuidado dónde pisa. Va toda de blanco con su ropa protectora. Se aparta la mascarilla de la cara. Lleva una bolsa de papel marrón cuidadosamente doblada por la parte de arriba.
—Hemos encontrado varias bolsas de basura, de plástico negro —dice—. En una tumba aparte, a poca profundidad. Y dentro un par de adornos de Navidad. Están rotos, pero parece que son un Snoopy con gorro de Papá Noel y tal vez una Caperucita Roja.
—¿Cuántos cadáveres hay? —inquiere Benton, que ha adoptado su actitud habitual.
Cuando tiene la muerte en el semblante, incluso la muerte más vil de todas, no se inmuta lo más mínimo. Se muestra calmado y racional, casi impasible, como si Snoopy y Caperucita Roja fueran simplemente más información que archivar.
Es posible que se muestre racional, pero no está calmado. Scarpetta ha visto cómo estaba en el coche hace apenas unas horas, y también más recientemente, en la casa, cuando han empezado a comprender con mucha más claridad la naturaleza del crimen original, el que se cometió cuando Helen Quincy tenía doce años. En la cocina hay un frigorífico oxidado lleno de batidos de chocolate, refrescos de naranja y de uva y un cartón de leche con cacao, todo caducado hace ocho años, cuando Helen tenía doce años y la obligaron a vivir con sus tíos. Hay decenas de revistas pornográficas de esa misma época, lo que sugiere que el devoto y religioso maestro de catequesis Adger seguramente no trajo aquí a su joven sobrina en una única ocasión sino con cierta frecuencia.
—Bueno, los dos niños —está diciendo Reba moviendo la mascarilla apoyada en la barbilla al hablar—. A mí me parece que tienen la cabeza destrozada. Pero ése no es mi departamento —le dice a Scarpetta—. También han aparecido unos restos mezclados. Parecen estar desnudos, pero también hay ropa, no sobre los cadáveres sino en la fosa, como si hubieran arrojado dentro a las víctimas y después se hubieran limitado a echar también la ropa que llevaban.
—Resulta evidente que ha matado a más personas de las que afirma —dice Benton mientras Reba abre la bolsa de papel—. A unas las dejó al aire libre y a otras las enterró.
Reba sostiene la bolsa abierta para que Scarpetta y Benton vean el tubo de buceo y la zapatilla deportiva rosa, de talla infantil, que contiene.
—Hace juego con la zapatilla que había sobre el colchón —informa Reba—. Ésta estaba en un hoyo en el que suponíamos que iba a haber más cadáveres. Pero no hemos encontrado nada más que esto. —Indica el tubo y la zapatilla rosa—. Lo ha encontrado Lucy. Yo no tenía ni idea.
—Me temo que seguramente yo sí-contesta Scarpetta tomando el tubo y la zapatilla con las manos enguantadas, imaginando a la pequeña Helen encerrada en ese hoyo mientras le echan tierra encima y con el tubo de buceo como único medio para respirar, mientras la tortura su tío.
—Meter a los niños en baúles, encadenarlos en sótanos, enterrarlos sin otra cosa que un tubo que llega hasta la superficie —dice Scarpetta a Reba, que la mira fijamente.
—No me extraña que Helen tenga personalidad múltiple —comenta Benton, ya no tan estoico—. El muy hijo de puta.
Reba se da la vuelta para mirar a otra parte y traga saliva. Consigue dominarse y se pone a doblar de nuevo la bolsa de papel, con movimientos lentos y esmerados.
—En fin —dice por fin, aclarándose la garganta—. Tenemos bebidas frías. No hemos tocado nada. Tampoco hemos abierto las bolsas de basura que hay dentro de la fosa con el adorno en forma de Snoopy, pero a juzgar por el olor y por el tacto, contienen restos humanos. Una de las bolsas tiene una rasgadura por la que se ve algo que parece pelo rojo mate, de ese color que da la henna. Un brazo y una manga. Creo que ese cadáver está vestido, los demás seguro que no. Hay Coca-Cola light, Gatorade y agua. Estoy tomando pedidos. O si quieren alguna otra cosa, podemos enviar a alguien a buscarla. Bueno, tal vez no.
Se vuelve hacia la parte posterior de la casa, hacia las fosas. Sigue tragando saliva y parpadeando y le tiembla el labio inferior.
—Aunque no creo que ninguno de nosotros esté muy presentable en este momento —añade, aclarándose de nuevo la garganta—. No deberíamos entrar en un Seven Eleven oliendo así. No sé cómo… Si esto lo ha hecho ese tipo, debemos atraparlo. ¡Deberían hacerle a él lo mismo que le ha hecho a esa mujer! ¡Enterrarlo vivo y no dejarle ningún tubo de buceo para que respire! ¡Cortarle las putas pelotas!
—Vamos a vestirnos —le dice Scarpetta en voz baja a Benton.
Despliegan los trajes desechables y empiezan a ponérselos.
—No hay manera de probarlo —dice Reba—. Ninguna manera.
—No esté tan segura de eso —responde Scarpetta tendiendo a Benton protectores para los zapatos—. Ese tipo ha dejado muchas cosas ahí dentro, en ningún momento pensó que fuéramos avenir nosotros.
Se cubren el cabello con unos gorros y, a continuación, bajan los abombados peldaños, se ponen los guantes y se protegen el rostro con las mascarillas.