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En la sala de ordenadores de la Academia, Lucy, sentada frente a tres grandes pantallas de vídeo, lee correos que recupera del servidor.

Lo que han descubierto Marino y ella hasta el momento es que, antes de iniciar su período como becario, Joe Amos mantenía contactos con un productor de televisión que afirmaba estar interesado en crear otra serie forense para una de las cadenas por cable. A cambio de su aportación, a Joe le prometieron cinco mil dólares por episodio, suponiendo que la serie llegara a emitirse. Por lo visto, Joe empezó a tener ideas brillantes a finales de enero, más o menos cuando Lucy se sintió indispuesta mientras probaba uno de sus helicópteros, se fue corriendo al aseo de señoras y se dejó olvidado el Treo. Al principio actuó de manera sutil, plagiando reconstrucciones de crímenes; pero después se volvió descarado y empezó a robarlas abiertamente, entrando en las bases de datos y hurgando en su contenido.

Lucy recupera otro correo, éste fechado el diez de febrero, hace un año. Es de una alumna del verano pasado, Jan Hamilton, la que se pinchó con la aguja y amenazó con demandar a la Academia.

Estimado doctor Amos:

La otra noche lo oí en el programa de radio de la doctora Self y me quedé fascinada por lo que dijo usted sobre la Academia Nacional Forense. Parece un lugar asombroso y, a propósito, le felicito por haber obtenido esa beca. Es impresionante. Tal vez pudiera ayudarme a conseguir que me admitan como alumna en prácticas este verano. Estoy estudiando biología nuclear y genética en Harvard y quiero ser forense especialista en ADN. Le adjunto un archivo con mi fotografía e información personal.

Jan Hamilton

P. D.: La mejor manera de contactar conmigo es en esta dirección. Mi cuenta en Harvard está protegida por un cortafuegos y no puedo utilizarla si no estoy en el campus.

—Mierda —dice Marino—. Qué puta mierda.

Lucy recupera más mensajes, abre docenas de ellos, mensajes entre Joe y Jan, cada vez más personales, luego románticos y al final lascivos. Dichos mensajes continuaron a lo largo del período de prácticas de ella en la Academia, hasta culminar en uno que le envió él a primeros de julio en el que le sugería que probase a aportar un poco de creatividad en una reconstrucción programada para ser llevada a cabo en la Granja de Cuerpos. Joe lo organizó todo de manera que la chica pasara por el despacho de él a recoger agujas hipodérmicas y «cualquier otra cosa que te apetezca clavarte».

Lucy no ha visto nunca la filmación de aquella desafortunada reconstrucción. Nunca ha visto filmaciones de ninguna. Hasta ahora, no le interesaban.

—¿Cómo se llama ese lugar? —pregunta, ya un poco frenética.

—La Granja de Cuerpos —responde Marino.

Encuentra el vídeo y lo pone.

Ven a los alumnos caminando alrededor del cadáver de uno de los individuos más obesos que Lucy haya visto en su vida. Se encuentra en el suelo, completamente vestido con un traje barato de color gris, probablemente el que llevaba cuando se desplomó a causa de un repentino infarto. Está empezando a descomponerse. Tiene la cara invadida de gusanos.

La cámara enfoca a una bonita joven que rebusca en el bolsillo de la chaqueta del muerto, se vuelve hacia el objetivo y aparta la mano con un chillido… porque acaba de pincharse con algo a través del guante.

Es Stevie.

Lucy intenta localizar a Benton. No contesta. Prueba con su tía y tampoco. Entonces llama al Laboratorio de Imágenes Neuronales y la doctora Susan Lane se pone al teléfono. Le dice a Lucy que Benton y Scarpetta están a punto de llegar porque tienen cita con un paciente, Basil Jenrette.

—Voy a enviarte un vídeo —dice Lucy—. Hará unos tres años practicaste un escáner a una joven paciente llamada Helen Quincy. Y quisiera saber si podría ser la misma persona que aparece en el vídeo.

—Lucy, se supone que no debo hacer eso.

—Lo sé, lo sé. Por favor. Es muy importante.

BONG… BONG… BONG… BONG…

La doctora Lane tiene a Kenny Jumper dentro del imán. Está a mitad del barrido estructural del sujeto y en el laboratorio reina el estruendo de costumbre.

—¿Podrías entrar en la base de datos? —le pregunta la doctora Lane a su ayudante de investigación—. Mira a ver si hemos explorado a una paciente llamada Helen Quincy, posiblemente hace tres años. Josh, no te pares —le dice al técnico—. ¿Puedes seguir sin mí un momento?

—Lo intentaré —sonríe él.

Beth, la ayudante de investigación, teclea en un ordenador situado al fondo. No tarda mucho en dar con Helen Quincy. La doctora Lane tiene a Lucy al teléfono.

—¿Tienes una foto suya? —pide Lucy.

WOP. WOP. WOP. WOP. El ruido de los gradientes adquiriendo imágenes le recuerda a la doctora Lane el sonar de los submarinos.

—Sólo de su cerebro. No tomamos fotografías de los pacientes.

—¿Has visto el vídeo que acabo de enviarte? Puede que te aclare algo.

Por la voz, Lucy parece frustrada, desilusionada.

TAP-TAP-TAP-TAP-TAP…

—No cuelgues. Pero no sé qué crees que puedo hacer yo con eso —replica la doctora Lane.

—A lo mejor recuerdas cuándo estuvo ahí. Hace tres años trabajabas ahí. La escaneaste tú o alguien. Por esa fecha también estaba Johnny Swift de becario, y puede que él también la viera, que revisara su escáner.

La doctora Lane no está muy segura de haber entendido.

—A lo mejor la exploraste tú —insiste Lucy—. Puede que la vieras en aquel entonces y te acuerdes de ella si vieras una foto…

La doctora Lane no se acordará. Ha visto muchísimos pacientes, y tres años es mucho tiempo.

—No cuelgues —repite.

BAUN… BAUN… BAUN… BAUN…

Se traslada a un terminal de ordenador y entra en su correo electrónico sin sentarse. Abre el archivo del vídeo y lo reproduce varias veces. Ve a una joven bonita de cabello rubio oscuro y ojos castaños que levanta la vista del cadáver de un individuo enorme con el rostro lleno de gusanos.

—Cielo santo —dice la doctora Lane.

La joven bonita del vídeo vuelve la cabeza, directamente hacia la cámara, y mira de frente a la doctora Lane. Acto seguido mete la mano en el bolsillo de la chaqueta gris del muerto. Al llegar a ese punto se interrumpe el vídeo, pero la doctora Lane lo reproduce una vez más porque ha reparado en algo.

Mira más allá del plexiglás, donde se encuentra Kenny Jumper, cuya cabeza, que queda en el otro extremo del imán, apenas alcanza a ver. Es un hombre menudo y delgado, con ropa holgada oscura, botas que no son de su talla y un aspecto como de vagabundo. Pero en cambio posee un rostro de facciones delicadas y lleva el cabello rubio oscuro recogido en una coleta. Tiene los ojos oscuros y la revelación que ha tenido la doctora Lane cobra intensidad. Kenny se parece tanto a la joven del vídeo que podrían ser hermanos, tal vez gemelos.

—Josh —dice la doctora Lane—. ¿Podrías hacer tu truco favorito con la opción SSD?

—¿Con él?

—Sí. Ahora mismo —ordena la doctora tajante—. Beth, dale el CD del caso de Helen Quincy. Ahora mismo.