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Veinticuatro horas al día los guardias de la sala de control vigilan a los internos considerados suicidas potenciales.

Vigilan a Basil Jenrette. Observan cómo duerme, cómo se ducha, cómo come. Observan cómo utiliza el retrete de acero. Observan cómo se vuelve de espaldas a la cámara del circuito cerrado y alivia su tensión sexual debajo de las sábanas de su estrecha cama de acero.

Basil se los imagina riéndose de él. Se imagina lo que dicen en la sala de control observándolo en los monitores. Se burlan de él frente a los otros guardias, lo adivina por la sonrisita satisfecha que ponen cuando le traen la comida o cuando lo sacan de la celda para que haga ejercicio o realice una llamada telefónica. A veces hacen comentarios. A veces se plantan en la puerta de su celda justo cuando se está masturbando e imitan el ruido que hace, y lanzan risotadas y golpean la puerta.

Basil, sentado en la cama, mira hacia la cámara montada en la parte de arriba de la pared de enfrente. Hojea el número de este mes de Campo y Río mientras piensa en la primera vez que conversó con Benton Wesley y cometió el error de responder con sinceridad a una de sus preguntas.

—¿Alguna vez piensa en hacerse daño a sí mismo o a los demás?

—Ya he hecho daño a los demás, así que supongo que eso quiere decir que sí que pienso en ello —respondió Basil.

—¿Qué clase de pensamientos tiene, Basil? ¿Podría describir lo que imagina cuando piensa en hacer daño a otras personas o a usted mismo?

—Pienso en hacer lo de siempre. Ver a una mujer y sentir la necesidad urgente. Meterla en mi coche patrulla, sacar la pistola y tal vez mi placa y decirle que voy a detenerla, y que si se resiste a que la detenga, si toca la puerta siquiera, no me quedará más remedio que dispararle. Todas colaboraron.

—Ninguna se le resistió.

—Sólo las dos últimas. Por culpa de una avería en el coche. Qué idiotez.

—Las otras, antes de esas dos, ¿se creyeron que era usted policía y que iba a detenerlas?

—Se creyeron que era poli. Pero sabían lo que estaba pasando. Yo quería que lo supieran. Se me ponía dura. Les demostraba que se me había puesto dura, las obligaba a tocarme con la mano. Iban a morir. Qué idiotez.

—¿Qué es una idiotez, Basil?

—Una idiotez. Lo he dicho mil veces. Usted me ha oído decirlo, ¿no? ¿No preferiría que le pegase un tiro ahí mismo, en el coche, a que lo llevara a otro sitio para hacer lo que se me antojara con usted? ¿Para qué iba a permitirme llevarlo a un lugar oculto y atarlo allí?

—Cuénteme cómo las ataba, Basil. ¿Siempre de la misma forma?

—Sí. Tengo un método realmente genial. Es absolutamente singular. Lo inventé cuando empecé con las detenciones.

—Por detenciones se refiere a secuestrar y agredir a mujeres.

—Cuando empecé a hacerlo, sí.

Basil sonríe sentado en la cama, recordando la emoción de amarrar los tobillos y las muñecas de sus víctimas con perchas metálicas y luego pasar por ellas una cuerda para poder colgarlas del techo.

—Eran mis marionetas —explicó al doctor Wesley durante aquella primera entrevista, preguntándose qué haría falta para provocar en él una reacción.

Dijera lo que dijera, el doctor Wesley mantenía la mirada serena y escuchaba sin dejar que se revelara en su semblante nada de lo que pudiera estar sintiendo. A lo mejor es que no siente nada. A lo mejor es igual que Basil.

—Verá, en ese sitio que tenía yo había unas vigas a la vista en una parte en que había cedido el techo, sobre todo en el dormitorio del fondo. Yo pasaba las cuerdas por encima de las vigas y así podía tensarlas o aflojarlas a voluntad, dejándolas largas o cortas.

—¿Y ellas nunca se resistían, ni siquiera cuando se daban cuenta de lo que iba a sucederles cuando usted las llevaba a aquel edificio? ¿Qué clase de edificio era? ¿Una casa?

—No me acuerdo.

—¿Se resistieron, Basil? Me da la impresión de que debía de resultar difícil sujetarlas de una manera tan complicada sin dejar de apuntarlas con el arma.

—Siempre he tenido la fantasía de que alguien me esté mirando. —Basil no respondió a la pregunta—. Y después follar una vez que ha terminado todo. Follar durante horas con el cuerpo, allí mismo, sobre el mismo colchón.

—¿Follar con el cadáver o con otra persona?

—Eso no me ha gustado nunca. No es para mí. Me gusta oírlas, quiero decir, tenía que dolerles mucho. A veces se les dislocaba un hombro. Yo les daba suficiente cuerda para que usaran el baño. Ésa es la parte que no me gustaba. La de vaciar el cubo.

—¿Y qué me dice de los ojos, Basil?

—Pues… veamos. No es mi intención hacer un juego de palabras.

El doctor Wesley no se rió y eso molestó un poco a Basil.

—Yo las dejaba bailar atadas a la cuerda, tampoco es un juego de palabras. ¿Es que usted no sonríe nunca? Venga, hombre, esto tiene su gracia.

—Estoy escuchándolo, Basil. Estoy escuchando todo lo que dice.

Eso estaba bien, por lo menos. Y así era. El doctor Wesley escuchaba y pensaba que cada palabra era importante y fascinante, pensaba que Basil era la persona más interesante y más original que había entrevistado en toda su vida.

—Justo cuando iba a follar con ellas —prosiguió—, entonces era cuando les hacía lo de los ojos. Verá, si yo hubiera nacido con una polla de un tamaño decente, no habría hecho falta nada de esto.

—Estaban conscientes cuando las dejó ciegas.

—Si hubiera podido darles un poco de gas y haberlas dejado inconscientes mientras les hacía la cirugía, lo habría hecho. No me gustaba demasiado que gritaran y se agitaran como locas. Pero es que no podía follármelas hasta que estuvieran ciegas. Ya se lo he explicado. Les decía: siento mucho tener que hacerte esto, ¿vale? Me daré toda la prisa que pueda. Va a dolerte un poco.

»¿A que tiene gracia? “Va a dolerte un poco”. Cada vez que alguien me dice eso ya sé que va a hacerme un daño de cojones. Después les decía que iba a desatarlas para que pudiéramos follar. Les decía que si intentaban escapar o hacer alguna tontería les haría cosas peores que las que ya les había hecho. Y ya está. Luego follábamos.

—¿Cuánto tiempo duraba eso?

—¿Se refiere a lo de follar?

—¿Cuánto tiempo las mantenía vivas y se acostaba con ellas?

—Depende. Si me gustaba follar con ellas a veces las mantenía allí varios días. Creo que lo máximo fueron diez días. Pero no salió bien porque la chica pilló una infección grave de verdad y fue repugnante.

—¿Les hacía alguna cosa más? ¿Aparte de dejarlas ciegas y acostarse con ellas?

—Experimentaba. Un poco.

—¿Alguna vez practicó la tortura?

—Yo diría que sacarle los ojos a alguien… en fin —contestó Basil, y ahora desearía no haber dicho eso.

Porque abrió toda una nueva línea de interrogatorio. El doctor Wesley se empeñó en distinguir lo bueno de lo malo y en comprender el sufrimiento que estaba causando Basil a otro ser humano, que si sabía que determinada cosa era tortura, entonces era consciente de lo que estaba haciendo en el momento en que lo hacía y también al reflexionar. No fue exactamente así como lo dijo, pero eso era lo que pretendía decir. El mismo soniquete que oía siempre en Gainesville cuando los loqueros intentaban averiguar si era competente para afrontar un juicio. No debería haber permitido que supieran cómo era. Aquello también fue una idiotez. Un hospital psiquiátrico forense es un hotel de cinco estrellas comparado con la cárcel, sobre todo si uno está en el corredor de la muerte y se pasa el día sentado en una celda minúscula y claustrofóbica sintiéndose como un payaso con un pantalón a rayas azules y blancas y una camiseta naranja.

Basil se levanta de su cama de acero y se estira. Finge no tener el menor interés por la cámara de la pared. No debería haber reconocido que a veces ha fantaseado con la idea de matarse, que su método favorito sería cortarse las venas y verlas sangrar, gota a gota, contemplar el charco que se iría formando en el suelo, porque eso le recordaría sus anteriores ocupaciones placenteras con… ¿cuántas mujeres? Al doctor Wesley le ha dicho que han sido ocho. ¿O habrán sido diez?

Se estira un poco más. Utiliza el inodoro de acero y regresa a la cama. Abre el número más reciente de Campo y Río y busca la página 52. En ella hay una supuesta columna acerca del primer rifle del calibre 22 de un cazador y los felices recuerdos que tiene éste de cuando cazaba conejos y zarigüeyas y pescaba en Misuri.

Esta página 52 no es la auténtica. La página 52 original ha sido arrancada, escaneada y copiada en un ordenador. Seguidamente, empleando un tipo de letra y un formato idénticos, se ha insertado una carta en el texto de la revista. La página 52 escaneada ha sido incorporada de nuevo a la revista con ayuda de un poco de pegamento. Lo que parece una columna de comentarios sobre caza y pesca es una comunicación clandestina dirigida a Basil.

A los guardias no les importa que los internos reciban revistas de pesca. No es probable que las hojeen siquiera porque son aburridas, sin pizca de sexo ni de violencia.

Basil se mete bajo las mantas y se tiende sobre el costado izquierdo en el eje diagonal de la cama, tal como hace cuando necesita aliviar su tensión sexual. A continuación mete una mano bajo el delgado colchón y saca unas tiras de algodón de dos pares de calzoncillos blancos que lleva toda la semana haciendo jirones.

Bajo las sábanas desgarra la tela con los dientes y va tirando de ella. Luego anuda las tiras a lo que se ha convertido en una cuerda de nudos de casi dos metros. Le queda tela suficiente para dos tiras más. Desgarra con los dientes y tira. Respira con fuerza y se mueve un poco, como si estuviera masturbándose, y va tirando y anudando, hasta que por fin anuda la última tira.