Marino llama a Joe. Reba está sentada en silencio no muy lejos de él, enfrascada en reconstrucciones de crímenes.
—Tengo unas cuantas cosas que comentarte —le dice Marino a Joe—. Hay un problema.
—¿Qué problema? —dice el otro con cautela.
—Tienes que enterarte de ello por mí. Tengo que devolver unas cuantas llamadas en mi despacho y hacer unos cuantos recados. ¿Dónde vas a estar durante la próxima hora?
—En la ciento doce.
—¿Estás ahí ahora?
—Voy para allá.
—A ver si lo adivino —dice Marino—. ¿No estarás preparando otra reconstrucción que me hayas robado a mí?
—Si es de eso de lo que quieres hablar conmigo…
—No es de eso —lo corta Marino—. Es de algo mucho peor.
—Eres increíble —le dice Reba a Marino volviendo a dejar en la mesa el expediente de las reconstrucciones—. Son muy buenas. Son extraordinarias, Pete.
—Vamos a hacer esto en cinco minutos, para darle tiempo a que llegue a su despacho. —Ahora tiene a Lucy al teléfono—. Confía en mí. ¿Qué hago?
—Vas a colgar y yo también. Después, pulsa el botón de conferencia de tu teléfono fijo y marca mi número de móvil. Cuando te conteste, pulsa otra vez conferencia y marca el número de tu móvil. Luego puedes poner en espera tu teléfono fijo para mantener la línea abierta o, simplemente, dejarlo descolgado. Si hay alguien controlando tu llamada, supondrá que estás en el despacho.
Marino aguarda varios minutos y seguidamente hace lo que le ha indicado Lucy. Reba y él salen del edificio mientras Marino y Lucy mantienen una conversación por el móvil, una conversación auténtica. Marino espera fervientemente que Joe esté escuchando. Hasta el momento están teniendo suerte, la recepción es buena; la voz de Lucy suena como si ella estuviera en la habitación de al lado.
Charlan sobre las nuevas motocicletas. Charlan sobre toda clase de cosas mientras Marino y Reba caminan.
El motel Última Parada es una autocaravana de doble ancho modificada: se ha dividido en tres habitaciones que se utilizan para representar escenas de crímenes. Cada sección consta de una puerta individual con un número. La habitación 112 es la del centro. Marino advierte que la ventana delantera tiene la cortina echada y oye el zumbido del aire acondicionado. Prueba la puerta, que está cerrada con llave, y la abre de un puntapié con su enorme bota Harley. La puerta barata choca contra la pared. Joe está sentado a la mesa con el receptor en la oreja y una grabadora conectada al teléfono. En su rostro se dibuja una expresión primero de sorpresa y luego de terror. Marino y Reba se lo quedan mirando.
—¿Sabes por qué este motel se llama Última Parada? —pregunta Marino acercándosele. Lo agarra y lo levanta de la silla como si no pesara nada—. Porque estás más muerto que el coronel Custer.
—¡Suéltame! —vocifera Joe.
No consigue apoyar los pies en el suelo porque Marino lo sostiene por las axilas, con la cara a escasos centímetros de la suya. Por fin lo empuja contra una pared.
—¡Suéltame! ¡Me haces daño!
Marino lo deja caer. Joe se golpea el trasero contra el suelo.
—¿Sabes por qué viene ella conmigo? —Indica a Reba—. Para detenerte, capullo.
—¡Yo no he hecho nada!
—Falsificación de datos, hurto mayor, quizás homicidio, ya que obviamente has robado una escopeta que se ha usado para volarle la cabeza a una anciana. Ah, y también fraude —agrega Marino a la lista sin preocuparse de que todo ello sea válido o no.
—¡No es cierto! ¡No sé de qué me estás hablando!
—Deja de chillar. No estoy sordo. Verás, la detective Wagner es una testigo.
La aludida asiente con una expresión dura en el semblante. Marino no la ha visto nunca tan impresionante.
—¿Me ha visto ponerle un dedo encima? —le pregunta Marino.
—Desde luego que no —responde ella.
Joe está tan asustado que bien podría mearse en los pantalones.
—¿Quieres contarnos por qué robaste esa escopeta y a quién se la regalaste o se la vendiste? —Marino acerca la silla del escritorio, le da la vuelta y se sienta en ella a horcajadas, apoyando sus enormes brazos sobre el respaldo—. O a lo mejor fuiste tú el que le voló la cabeza a esa anciana. A lo mejor estás llevando a la práctica reconstrucciones de crímenes, sólo que ésa no la he escrito yo. Has debido de robársela a otro.
—¿Qué anciana? Yo no he matado a nadie. Ni he robado una escopeta. ¿Qué escopeta?
—La que registraste el pasado veintiocho de junio a las tres y cuarto de la tarde. La que pertenece al registro informático que acabas de actualizar, falsificando ese dato también.
Joe tiene la boca abierta y los ojos como platos.
Marino se lleva una mano al bolsillo de atrás, saca un papel, lo desdobla y se lo da a Joe. Es una fotocopia de una página del libro de registro que demuestra el momento en que Joe firmó al llevarse la escopeta Mossberg que supuestamente devolvió más tarde.
Joe mira fijamente la fotocopia. Le tiemblan las manos.
—Juro por Dios que no me la llevé —dice—. Me acuerdo de lo que pasó. Estaba haciendo más investigaciones con gelatina reglamentaria y quizá la disparé una vez a modo de prueba. Luego me marché para hacer algo en la cocina del laboratorio, creo que para comprobar unos cuantos bloques que acababa de hacer, los estábamos utilizando para simular pasajeros en un accidente de avión. ¿Recuerdas cuando Lucy se sirvió de aquel helicóptero tan grande para dejar caer desde el cielo un pedazo de fuselaje de avión, para que los alumnos…?
—¡Ve al grano!
—Cuando volví, la escopeta ya no estaba. Supuse que Vince había vuelto a guardarla en la cámara. Ya era muy tarde, probablemente la guardó porque estaba a punto de irse a casa. Recuerdo que me fastidió mucho porque quería dispararla un par de veces más.
—No me extraña que tengas que robarme las reconstrucciones —dice Marino—. No tienes ni pizca de imaginación. Prueba otra vez.
—Estoy diciendo la verdad.
—¿Quieres salir de aquí esposado? —exclama Marino señalando con el pulgar a Reba.
—No puedes probar que lo haya hecho yo.
—Puedo probar que has cometido un fraude —replica Marino—. ¿Quieres que hablemos de todas esas cartas de recomendación que falsificaste para que la doctora te admitiera como becario?
Joe se queda un instante sin habla. Luego recobra la compostura y, una vez más, adopta su habitual expresión de sabelotodo.
—Demuéstralo —le desafía.
—Todas y cada una de esas cartas están escritas en el mismo papel con la misma marca al agua.
—Eso no prueba nada. —Joe se incorpora y se frota los riñones—. Voy a demandarte —amenaza.
—Bien. En ese caso, da igual que te haga un poco más de daño —contesta Marino acariciándose el puño—. Podría romperte el cuello. No me ha visto tocarlo, ¿verdad, detective Wagner?
—Ni un pelo —responde Reba, y añade—: Si usted no se llevó la escopeta, ¿quién fue? ¿Había alguien con usted aquella tarde en el laboratorio de armas de fuego?
Joe recapacita unos segundos y al fin se lee algo en sus ojos.
—No —contesta.