Scarpetta mira por la ventana la calle fría y blanca. Son casi las tres y lleva casi todo el día al teléfono.
—¿Qué tipo de filtrado tiene? Debe de contar con un sistema para controlar qué personas salen por antena —dice.
—Naturalmente. Uno de los productores habla con la persona y se asegura de que no es un loco. —Palabras muy fuertes en boca de una psiquiatra—. En este caso yo ya había tenido una conversación con ese hombre, el del servicio de jardinería. Es una historia muy larga. —La doctora Self habla deprisa.
—Cuando habló usted con él la primera vez, ¿dijo que se llamaba Puerco?
—No le di importancia. Mucha gente tiene apodos estrambóticos. Pero es que tengo que saberlo. ¿Ha aparecido muerta de repente alguna anciana, en un suicidio? Usted lo sabría, ¿no es así? Ese tipo me ha amenazado con matarme.
—Me temo que son muchas las ancianas que aparecen muertas —contesta Scarpetta evasiva—. ¿Podría darme algún otro detalle? ¿Qué dijo exactamente?
Acto seguido, la doctora Self relata la historia de los cítricos infectados que tenía la anciana en el jardín, su pena por la pérdida del marido, la amenaza de suicidarse si el tipo del servicio de jardinería, el tal Puerco, talaba sus árboles. En esto entra Benton en el salón con dos cafés y Scarpetta pasa la llamada a la posición de manos libres.
—Y entonces ha amenazado con matarme —repite la doctora Self—. O me ha dicho que iba a hacerlo pero que había cambiado de idea.
—Hay una persona aquí conmigo que necesita oír esto —dice Scarpetta, y a continuación presenta a Benton—. Dígale lo que acaba de contarme a mí.
Benton toma asiento en el sofá mientras la doctora Self responde que no comprende por qué a un psicólogo forense de Massachusetts le interesa un suicidio que puede haber tenido o no lugar en Florida. En cambio puede que tenga una opinión válida sobre el hecho de que alguien la haya amenazado de muerte y le encantaría tenerlo en su programa de televisión. ¿Qué clase de persona sería capaz de amenazarla de esa forma? ¿Se encuentra en peligro?
—¿Su estudio de televisión lleva un registro de las personas que llaman al programa mediante un sistema de identificación de llamadas? —pregunta Benton—. ¿Se guardan los números, aunque sea durante un tiempo?
—Creo que sí.
—Quisiera que averiguase eso inmediatamente —le pide Benton—. A ver si podemos determinar desde dónde hicieron esa llamada.
—Lo que sí sé es que no aceptamos llamadas de personas que no se identifican, porque en cierta ocasión me llamó una loca que me amenazó estando en antena. No es la primera vez que sucede. Esa llamada entró como no identificada. Nunca más.
—Entonces está claro que ustedes ven el número de la persona que llama —razona Benton—. Lo que quisiera es una lista de los números de todas las personas que han llamado al programa de hoy. ¿Qué me dice de esa primera conversación que tuvo con el jardinero? Acaba de decir que tuvo una conversación con él. ¿Quedó anotado su número en algún registro?
—Fue el martes por la tarde. Yo no tengo identificador de llamadas. Tengo un número que no figura en la guía, por eso no lo necesito.
—¿Ese hombre se identificó?
—Como Puerco.
—¿La llamó a casa?
—A mi consulta. Atiendo a los pacientes en la consulta que tengo detrás de la casa. En realidad es un pabellón para invitados con una piscinita.
—¿Cómo pudo haber obtenido su número?
—No tengo ni idea, ahora que lo dice. Naturalmente lo tienen mis colegas, todas las personas con las que trabajo, mis pacientes.
—¿Cabe alguna posibilidad de que ese hombre fuera uno de sus pacientes?
—No reconocí su voz. No se me ocurre nadie que pueda ser él. Aquí está pasando algo. —Adopta una actitud más agresiva—. Creo que tengo derecho a saber si hay algo más de lo que parece a simple vista. En primer lugar, usted no me ha confirmado si hay alguna anciana que se haya suicidado con una escopeta porque tuviera los árboles enfermos.
—No sabemos de nada parecido. —Es Scarpetta quien habla—. Pero un caso muy reciente se parece mucho a lo que usted acaba de describir: una anciana cuyos frutales habían sido marcados para su eliminación muerta de un disparo de escopeta.
—Dios mío. ¿Y eso ocurrió después de las seis de la tarde del martes pasado?
—Probablemente antes —responde Scarpetta, bastante segura de saber por qué lo pregunta la doctora Self.
—Eso es un alivio. O sea que ya estaba muerta cuando me llamó ese jardinero, el tal Puerco. Llamó aproximadamente cinco o diez minutos pasadas las seis y pidió salir en mi programa, me contó la historia de la anciana que amenazó con suicidarse. De modo que ya debía de haberse suicidado. No quisiera pensar que la muerte de esa anciana tuvo algo que ver con el hecho de que ese hombre quisiera salir en mi programa.
Benton le dirige a Scarpetta una mirada que dice «vaya una tía narcisista e insensible» y a continuación le habla al manos libres:
—En este momento intentamos averiguar otras muchas cosas, doctora Self. Y nos sería de gran ayuda que nos proporcionara información acerca de David Fortuna. Usted le recetó Ritalin.
—¿Va a decirme ahora que también le ha ocurrido a él algo espantoso? Ya estoy enterada de su desaparición. ¿Ha habido alguna novedad?
—Existen sobrados motivos de preocupación. —Scarpetta repite lo que ya le dijo—. Tenemos razones para estar muy inquietos por él, por su hermano y por las dos mujeres que vivían con ellos. ¿Cuánto tiempo hace que David es paciente suyo?
—Desde el verano pasado. Creo que la primera vez que vino a verme fue en julio, aunque también podría haber sido a finales de junio. Sus padres habían fallecido en un accidente y él estaba acusándolo profundamente, fracaso escolar. Su hermano y él recibían las clases en casa.
—¿Con qué frecuencia lo veía usted? —inquiere Benton.
—Normalmente una vez por semana.
—¿Quién lo llevaba a las sesiones?
—A veces Kristin, otras veces Ev. De vez en cuando lo traían las dos, y en más de una ocasión me reuní con los tres juntos.
—¿Quién envió a David a su consulta? —Es Scarpetta la que pregunta—. ¿Cómo terminó acudiendo a usted?
—Bueno, resulta bastante conmovedor. Kristin llamó a mi programa. Por lo visto, lo escucha a menudo y decidió que a lo mejor así podía hacer que me interesara por el caso. Me llamó a la radio y me dijo que estaba cuidando de un niño surafricano que acababa de perder a sus padres y que necesitaba ayuda, etcétera, etcétera. Fue una historia bastante emotiva y acepté en antena verlo. Se sorprendería usted de la cantidad de cartas que recibí de mis oyentes después de aquello. Y aún sigo recibiéndolas de gente que quiere saber cómo le va al pequeño huérfano surafricano.
—¿Tiene una grabación del programa al que se está refiriendo? —pregunta Benton—. ¿Un corte de audio?
—Tenemos grabaciones de todo.
—¿Cuánto tardaría en hacerme llegar esa grabación y una del programa de televisión de hoy? Me temo que aquí estamos bloqueados por la nieve, por lo menos de momento. Hacemos lo que podemos a distancia, pero nos limita mucho.
—Sí, ya me he enterado de que ahí tienen un buen temporal. Espero que no se corte el suministro eléctrico —comenta la doctora Self, como si llevaran media hora de placentera conversación—. Puedo llamar inmediatamente a mi productor para que les envíe las grabaciones por correo electrónico. Estoy segura de que querrá hablar con ustedes de la posibilidad de traerlos a mi programa.
—Y los números de teléfono de los que llamaron —le recuerda Benton.
—Doctora Self —interviene Scarpetta, mirando por la ventana con desaliento, porque está empezando a nevar otra vez—. ¿Qué me dice de Tony, el hermano de David?
—Se peleaban mucho.
—¿También trataba a Tony usted?
—No llegué a conocerlo —responde la doctora.
—Ha dicho que conoce a Ev y a Kristin. ¿Alguna de ellas sufría un desorden alimentario?
—Yo no trataba a ninguna de las dos. No eran pacientes mías.
—Imagino que sabría distinguirlo con sólo mirarlas. Una de ellas seguía una dieta a base de zanahorias.
—A juzgar por su aspecto físico, sería Kristin —responde la doctora Self.
Scarpetta mira a Benton. Nada más descubrir el color amarillento de la duramadre ha pedido al laboratorio de ADN de la Academia que se pusiera en contacto con el detective Thrush. El ADN de la mujer que han encontrado muerta aquí coincide con el encontrado en unas manchas amarillentas de una blusa que Scarpetta encontró en la casa de Ev y Kristin. El cadáver que hay en el depósito de Boston es muy probablemente el de Kristin, y Scarpetta no tiene intención de darle dicha información a la doctora Self, dado que sería muy capaz de contarlo en antena.
Benton se levanta del sofá para echar otro leño al fuego y Scarpetta cuelga el teléfono. Observa la nieve; cae con rapidez a la luz de las farolas de la verja de la casa.
—Se acabó el café —dice Benton—. Tengo los nervios destrozados.
—¿Aquí no hace otra cosa que nevar?
—Lo más seguro es que las calles principales ya estén limpias. Se dan una prisa increíble. No creo que los niños tengan nada que ver con esto.
—Sí que tienen algo que ver —dice Scarpetta acercándose a la chimenea para sentarse frente al fuego—. Han desaparecido. Y parece ser que Kristin está muerta. Probablemente lo estén todos.