El doctor Bronson está en su despacho, dando la vuelta a una muestra en el portaobjetos de su complejo microscopio, cuando Marino da unos golpecitos en la puerta abierta.
El doctor Bronson es inteligente, competente y va siempre impecable, con su bata de laboratorio blanca y almidonada. Es un jefe decente, pero no es capaz de dejar atrás el pasado. Sigue haciendo las cosas tal como se hacían antes, incluso tiene el mismo modo de evaluar a las personas. Marino duda que se tome la molestia de estudiar la formación de alguien o de realizar cualquier otro tipo de escrutinio intenso que debería ser la práctica habitual en el mundo de hoy.
Llama de nuevo, esta vez más fuerte, y el doctor Bronson levanta la vista del microscopio.
—Pase, pase —dice sonriente—. ¿A qué debo este placer?
Es un hombre de otro mundo, educado y encantador, con una cabeza completamente calva y unos ojos grises y vagos. En el cenicero que hay sobre su ordenada mesa descansa una pipa de brezo ya fría, pero el débil aroma del tabaco aromático permanece flotando en el aire.
—Por lo menos aquí, en el soleado Sur, aún permiten fumar en el interior de los edificios —dice Marino acercando una silla.
—Bueno, en realidad no debería fumar —contesta el doctor Bronson—. Mi mujer no deja de repetirme que voy a pillar un cáncer de garganta o de lengua. Y yo le digo que si lo pillo, por lo menos no me quejaré mucho cuando me vaya.
En ese momento Marino recuerda que no ha cerrado la puerta. Se levanta, la cierra y vuelve a sentarse.
—Si me extirpan la lengua o las cuerdas vocales, me parece que no me va a quedar mucho con lo que quejarme —dice el doctor Bronson, por si Marino no ha captado el chiste.
—Necesito un par de cosas —empieza Marino—. En primer lugar, quisiera que se analizara una muestra del ADN de Johnny Swift. La doctora Scarpetta dice que tiene que haber varias tarjetas de ADN en su expediente.
—La doctora debería ocupar mi puesto, ¿sabe? No me importaría que fuera ella la que ocupase mi puesto —dice el médico, y por la forma de decirlo Marino se da cuenta de que probablemente sabe de sobra lo que opina la gente. Todo el mundo quiere que se jubile. Hace años que quieren que lo haga.
—Este lugar lo construí yo, ¿sabe? —prosigue—. Y no puedo permitir que venga cualquier Tom, Dick o Harry a echarlo todo a perder. No sería justo para la gente ni, desde luego, para mí. —Levanta el teléfono y pulsa un botón—. Polly, ¿te importa ir a buscar el caso de Johnny Swift y traérmelo a mi despacho? Habrá que hacer todo el papeleo necesario. —Escucha unos instantes—. Porque nos hace falta un recibo de una tarjeta de ADN para Pete. Van a trabajar con ella en los laboratorios.
Cuelga, se quita las gafas y se pone a limpiarlas con un pañuelo.
—Y bien, ¿debo suponer que ha habido algún progreso? —pregunta.
—Empieza a parecer que sí —contesta Marino—. Cuando tengamos alguna certeza, usted será el primero en saberlo. Pero se puede decir que se han descubierto algunos detalles que apuntan mucho a la posibilidad de que Johnny Swift fuera asesinado.
—Con mucho gusto cambiaré mi postura si puedes demostrar eso. Nunca he estado convencido de este caso. Pero, claro, no puedo negar lo evidente, y es que no ha habido nada significativo en la investigación que me permita estar seguro de nada. Yo creo más que nada en la hipótesis del suicidio.
—A no ser por el detalle de que la escopeta no se encontró en el lugar del crimen… —Marino no puede evitar recordárselo.
—Verás, ocurren muchas cosas extrañas, Pete. No te imaginas cuántas veces me he presentado en el lugar donde se ha cometido un delito y me he encontrado con que la familia ha echado a perder completamente las pruebas en su afán de proteger la dignidad de su ser querido. Sobre todo en casos de asfixia autoerótica. Llego allí y no hay a la vista ni una sola revista pornográfica ni parafernalia sadomasoquista. Y lo mismo ocurre con los suicidios. Las familias no quieren que nadie se entere o pretenden cobrar el dinero del seguro, así que esconden el arma o el cuchillo. Hacen de todo.
—Tenemos que hablar de Joe Amos —dice Marino.
—Una decepción —dice el doctor, y su expresión, normalmente afable, se desvanece—. Lo cierto es que lamento haberlo recomendado para vuestra valiosa institución. Lo lamento sobre todo porque Kay se merece algo mucho mejor que un sinvergüenza tan arrogante como ése.
—A eso iba. ¿En qué se basó? ¿En qué se basó usted para recomendarlo?
—En su impresionante preparación y en sus referencias. Posee un currículum apabullante.
—¿Dónde está su expediente? ¿Aún conserva el original?
—Claro que sí. El original me lo quedé yo. A Kay le envié una copia.
—Cuando leyó esa impresionante preparación y esas referencias, ¿las comprobó para cerciorarse de que fueran auténticas? —Marino odia hacerle esta pregunta—. Actualmente la gente sabe falsificar un montón de cosas. Sobre todo gracias a los ordenadores, a Internet, a lo que sea. Ése es uno de los motivos por los que el robo de identidad se ha convertido en un problema.
El doctor Bronson gira en su sillón para alcanzar un armario y abre un cajón. Pasa los dedos por los expedientes pulcramente etiquetados y extrae uno que lleva el nombre de Joe Amos. Se lo entrega a Marino.
—Míralo tú mismo.
—¿Le importa que me siente un minuto?
—No sé por qué tarda tanto Polly —comenta el doctor Bronson girando de nuevo su sillón hacia el microscopio—. Tómate todo el tiempo que quieras, Pete. Yo voy a volver a mis muestras. Un caso muy triste, una pobre mujer hallada en la piscina. —Inclina la cabeza hacia el ocular y ajusta el foco—. La encontró su hija de diez años. La cuestión es si se ahogó o si sufrió algún otro accidente fatal, como un infarto de miocardio. Era bulímica.
Marino examina las cartas de recomendación de varios jefes de departamento de la Facultad de Medicina y otros patólogos para Joe Amos, y después lee someramente un curriculum de cinco páginas.
—Doctor Bronson, ¿llamó usted a alguna de estas personas? —le pregunta Marino.
—¿Para qué? —No levanta la vista—. No hay cicatrices antiguas en el corazón. Claro que si sufrió un infarto y sobrevivió unas horas no voy a ver nada. He preguntado si podría ser que le hubieran hecho un lavado de estómago; eso destruye los electrolitos.
—Para informarse acerca de Joe —responde Marino—. Para asegurarse de que todos esos importantes doctores efectivamente lo conocían.
—Por supuesto que lo conocían. Me escribieron todas esas cartas.
Marino alza una carta hacia la luz. Observa una marca al agua: una corona con una espada que la atraviesa. Examina las demás cartas, una por una; todas tienen la misma marca al agua. Los encabezados de las cartas resultan convincentes, pero como no están en relieve ni en bajorrelieve, podrían haber sido escaneados o reproducidos con ayuda de alguna herramienta de infografía. Toma una carta, supuestamente del jefe de Patología del Johns Hopkins y llama al número que figura en ella. Contesta una recepcionista.
—Está de viaje —le informa.
—Llamo para preguntar por el doctor Amos —dice Marino.
—¿Quién?
Se lo explica. Y le pide que por favor mire en el archivo.
—Escribió una carta de recomendación para Joe Amos hace poco más de un año, el siete de diciembre —le dice Marino—. Aquí, al pie de la carta, dice que la persona que la escribió responde a las iniciales L. F. C.
—Aquí no hay nadie que responda a esas iniciales. Además, la persona que podría haber escrito algo así soy yo, y desde luego no son mis iniciales. ¿De qué asunto se trata?
—De un simple caso de fraude —responde Marino.