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En la planta baja del espacioso edificio central de estuco de la Academia, los laboratorios tienen encendida por fuera la luz roja. Desde el pasillo le llega a Marino el sordo impacto de unos disparos. Entra sin preocuparse de que haya una galería de tiro en uso siempre que sea Vince el que dispara.

Vince toma una pistola pequeña de la boca del tanque horizontal de acero inoxidable para recuperar las balas, que, cuando está lleno de agua, pesa cinco toneladas, lo cual explica por qué el laboratorio está situado donde está situado.

—¿Ya has estado volando? —le pregunta Marino al tiempo que sube los peldaños de aluminio que conducen a la plataforma de tiro.

Vince lleva un traje de vuelo negro y botines negros. Cuando no está absorto en su mundo de marcas de herramientas y armas de fuego, es uno de los pilotos de helicóptero de Lucy. Tal como sucede con varios de los contratados por Lucy, su aspecto no guarda relación alguna con la actividad a la que se dedica. Vince tiene sesenta y cinco años, pilotó un Black Hawk en Vietnam y más tarde trabajó para el ATE Tiene las piernas cortas y el pecho ancho, y lleva el pelo recogido en una coleta que afirma no haberse cortado en diez años.

—¿Has dicho algo? —pregunta Vince quitándose el protector de oídos y las gafas de disparar.

—Es un milagro que todavía puedas oír algo.

—Ya no tengo tan buen oído como antes. Cuando llego a mi casa estoy más sordo que una tapia, según mi mujer.

Marino reconoce la pistola que está probando Vince: es la Black Widow con culata de palo de rosa que se encontró debajo de la cama de Daggie Simister.

—Una monada del calibre veintidós —dice Vince—. He pensado que no pasaría nada por añadirla a la base de datos.

—A mí me da la impresión de que no se había disparado nunca.

—No me sorprendería. No te imaginas cuánta gente tiene una pistola para protegerse y no se acuerda de que la tiene, o de dónde la ha puesto, o ni siquiera se entera si le desaparece.

—Tenemos un problema con una cosa que ha desaparecido —dice Marino.

Vince abre una caja de munición y empieza a introducir balas del calibre veintidós en el cilindro.

—¿Quieres probar? —ofrece—. Es raro que tuviera esto una anciana para protegerse. Seguro que se la regalaron. Yo suelo recomendar algo más sencillo, como una Lady Smith del treinta y ocho o un perro pit bull. Tengo entendido que la encontraron debajo de la cama, fuera del alcance de la mano.

—¿Quién te ha dicho eso? —inquiere Marino; tiene la misma sensación que últimamente viene experimentando.

—El doctor Amos.

—No estuvo en el lugar del crimen. ¿Qué diablos puede saber él?

—Ni la mitad de lo que cree. Ronda por aquí constantemente, me pone furioso. Espero que la doctora Scarpetta no tenga la intención de contratarlo cuando se le acabe la beca. Si lo contrata, soy capaz de meterme a trabajar en un Wal-Mart. Toma.

Ofrece la pistola a Marino.

—No, gracias. A lo único que me apetece disparar en este momento es a él.

—¿A qué te refieres con eso de que ha desaparecido una cosa?

—Nos ha desaparecido una escopeta de la colección de referencia, Vince.

—No es posible —contesta él sacudiendo la cabeza.

Bajan de la plataforma y Vince deja la pistola en una mesa de pruebas atestada de otras armas de fuego con etiquetas, cajas de munición, una serie de blancos con diversos dibujos de la pólvora para determinar la distancia y el cristal destrozado de una ventanilla de coche.

—Una Mossberg 835 Ulti-Mag —dice Marino—. Se utilizó hace dos años en un robo con homicidio perpetrado aquí. El caso se aclaró de manera excepcional cuando el tipo que estaba detrás del mostrador se cargó de un tiro al sospechoso.

—Es curioso que menciones eso —dice Vince, perplejo—. No hará ni cinco minutos que me ha llamado el doctor Amos para preguntarme si podía venir a comprobar una cosa en el ordenador. —Va hasta un mostrador ocupado por varios microscopios de comparación, un medidor digital del recorrido de un gatillo y un ordenador. Teclea algo en el teclado con el índice, aparece un menú y selecciona de él la colección de referencia. Seguidamente, introduce la escopeta en cuestión—. Le he dicho que no, que en realidad no podía. Yo estaba efectuando unas pruebas de tiro y no podía dejarle venir. Le he preguntado qué era lo que quería comprobar y me ha dicho que no tenía importancia.

—No sé cómo puede haberse metido aquí —dice Marino—. ¿Cómo está enterado de esto? Un colega mío del Departamento de Policía de Hollywood lo sabe pero es una tumba. Y las otras dos personas a las que se lo he dicho son la doctora y, ahora, tú.

—Culata Camo, cañón de sesenta y un centímetros, mira anular de tritio —lee Vince—. Tienes razón, se utilizó en un homicidio. El sospechoso murió. Es una donación de la policía de Hollywood, marzo del año pasado. —Se vuelve hacia Marino—. Que yo recuerde, fue una de las diez o doce armas de fuego que eliminaron de su inventario, con la generosidad que les caracteriza. Siempre que nosotros les proporcionemos formación y asesoramiento gratuitos, cerveza y algún que otro detalle. Vamos a ver. —Va bajando por la pantalla—. Según dice aquí, desde que la recibimos sólo ha sido comprobada dos veces. La primera por mí, el ocho del abril, en la plataforma de tiro de larga distancia, para cerciorarme de que no le pasaba nada raro.

—Hijo de puta —dice Marino leyendo por encima de su hombro.

—Y la segunda por el doctor Amos el pasado veintiocho de junio, a las tres y cuarto de la tarde.

—¿Para qué?

—Quizá para hacer una prueba de tiro en gelatina reglamentaria. El verano pasado fue cuando la doctora Scarpetta empezó a darle clases de cocina. Entra y sale con tanta frecuencia, por desgracia, que me cuesta trabajo acordarme. Aquí dice que la utilizó el veintiocho de junio y la devolvió a la colección ese mismo día, a las cinco y cuarto. Y si busco esa fecha en el ordenador, aparece la entrada. Lo que quiere decir que yo efectivamente la saqué de la cámara y luego volví a meterla en ella.

—Entonces, ¿cómo salió la escopeta a la calle a matar gente?

—A no ser que este registro esté mal… —reflexiona Vince con el ceño fruncido.

—A lo mejor es para eso para lo que Amos quería mirar una cosa en el ordenador. Qué hijo de puta. ¿Quién se encarga del mantenimiento de los registros? ¿Tú o el usuario? ¿Alguien más toca este ordenador, aparte de ti?

—Electrónicamente, yo. Se hace una solicitud por escrito en ese libro de ahí. —Vince indica un libro de registro que hay junto al teléfono— y después el solicitante firma cuando se lleva el arma y otra vez cuando la devuelve, todo de puño y letra y con nombre y apellidos. Después yo introduzco la información en el ordenador para verificar que se ha utilizado el arma y que ha sido devuelta a la cámara. Veo que tú nunca has jugado con armas aquí arriba.

—No soy un forense especializado en armas de fuego. Eso te lo dejo a ti. Maldito hijo de puta…

—En la solicitud hay que anotar qué clase de arma de fuego se solicita y para cuándo se desea reservar la galería de tiro o el tanque de agua. Voy a enseñártelo.

Vince abre el libro de registro por la última página escrita.

—Aquí está otra vez el doctor Amos —dice—. Pruebas de tiro con gelatina reglamentaria con una Taurus PT—145, hace dos semanas. Por lo menos esta vez se molestó en anotarlo. El otro día estuvo aquí y no anotó nada.

—¿Y cómo entró en la cámara?

—Se trajo su propia pistola. Colecciona armas, es un auténtico cazurro.

—¿Te importa decirme cuándo se introdujo en el ordenador la anotación de la Mossberg? —pide Marino—. Ya sabes, como cuando se mira un archivo para saber la fecha y la hora en que se guardó por última vez. Lo que quisiera saber es si existe alguna manera de que Joe pueda haber alterado los datos posteriormente, registrado la escopeta para que pareciera que tú se la entregaste y después la devolviste a la cámara.

—Esto no es más que un programa de tratamiento de textos llamado Log. Así que voy a cerrarlo ahora sin guardarlo, para ver la última fecha registrada. —Se la queda mirando fijamente, asombrado—. Aquí dice que se guardó por última vez hace veintitrés minutos. ¡No puedo creerlo!

—¿Este bicho no está protegido por una contraseña?

—Naturalmente que sí. Yo soy la única persona que puede entrar. Excepto, por supuesto, Lucy. Pues ahora no entiendo por qué me ha llamado el doctor Amos para decirme que quería bajar a mirar en el ordenador. Si ha modificado el archivo, ¿para qué se molesta en llamarme?

—Muy sencillo. Si tú le abrieras el archivo y tú mismo volvieras a guardarlo al cerrarlo, eso explicaría el cambio de fecha y hora.

—Entonces es que es más listo que el hambre.

—Ya veremos si es tan listo.

—Esto es alarmante. Si ha hecho eso, es que sabe mi contraseña.

—¿La tienes escrita en alguna parte?

—No. Tengo mucho cuidado.

—Aparte de ti, ¿quién más tiene acceso a la combinación de la cámara? Esta vez voy a pillarlo. De un modo o de otro.

—Lucy. Ella puede entrar en todas partes. Venga, vamos a mirar.

La cámara es una sala a prueba de incendios dotada de una puerta de acero para cuya apertura se requiere un código. Dentro hay cajones archivadores que contienen miles de muestras de casquillos de bala y cartuchos conocidos, y también soportes y colgadores en la pared con cientos de rifles, escopetas y pistolas, todos etiquetados con un número de entrada.

—Una verdadera tienda de golosinas —comenta Marino mirando alrededor.

—¿No habías estado aquí nunca?

—No soy un pirado de las armas. He tenido alguna que otra experiencia desagradable con ellas.

—¿Como cuál?

—Como haber tenido que usarlas.

Vince recorre con la vista las filas de rifles, va sacando las escopetas, de una en una, y comprueba dos veces la etiqueta. Marino y él pasan fila por fila buscando la Mossberg. Pero no está en la cámara.

Scarpetta señala el dibujo en el livor mortis, el amoratamiento debido a una acumulación de sangre estancada por efecto de la gravedad. Las áreas claras o blanquecinas que se aprecian en la mejilla derecha de la víctima, en los pechos, el vientre, los muslos y la cara interior de los antebrazos se deben a que esas partes del cuerpo han estado contra una superficie dura, tal vez un suelo.

—Estuvo un tiempo tumbada boca abajo —dice Scarpetta—. Por lo menos horas, con la cabeza vuelta hacia la izquierda, por eso tiene pálida la mejilla derecha. Seguramente la tuvo aplastada contra el suelo o la superficie plana que fuera.

Pone otra fotografía en la pantalla, esta vez una en la que se ve a la víctima boca abajo en la mesa de autopsias después de haber sido lavada, con el cuerpo y el cabello mojados, las huellas de manos nítidas e intactas, evidentemente impermeables. Regresa a otra fotografía que acaba de ver y va alternando entre unas y otras, intentando enlazar todos los datos de la muerte de esta mujer.

—Así que quizá, después de matarla —dice Benton—, el asesino la tumbó boca abajo para pintarle las huellas de manos en la espalda y se pasó varias horas trabajando. La sangre de la muerta fue estancándose y comenzó a formarse la lividez, y por eso tenemos este dibujo.

—A mí se me ocurre otra hipótesis —responde Scarpetta—. El asesino la pintó primero boca arriba, después le dio la vuelta y le pintó la espalda, y ésa fue la posición en que la dejó. Desde luego no hizo todo eso al aire libre, a oscuras, sino en algún lugar en el que no corría el riesgo de que alguien oyera el disparo de la escopeta o lo viera intentando meter el cadáver en un vehículo. De hecho, puede que hiciera todo eso dentro del vehículo en el que la transportó, una camioneta, un todoterreno. Le disparó, la pintó y la transportó.

—Todo en el mismo sitio.

—Bueno, con eso disminuiría el riesgo, ¿no? La secuestra, la lleva a un lugar apartado y la mata dentro del vehículo, siempre que sea un vehículo con suficiente espacio en la parte trasera y, seguidamente, se deshace del cadáver —dice Scarpetta pasando más fotografías, hasta que se detiene en una que ya ha visto.

Esta vez la ve de forma diferente. Es la fotografía del cerebro de la víctima, lo que queda de él, colocado sobre una mesa de disección. La membrana rígida y fibrosa que reviste el interior del cráneo, la duramadre, tendría que ser de un color blanquecino. Pero en la fotografía tiene un tono amarillento. Entonces se acuerda de la instantánea de las dos hermanas, Ev y Kristin, con sus bastones de caminar, guiñando los ojos al sol, en la foto del tocador de su dormitorio. Recuerda el cutis más bien macilento de una de ellas y vuelve al informe de la autopsia para ver qué dice acerca de la esclerótica de la muerta, el blanco del ojo. Es normal.

Recuerda las verduras de la nevera de la casa de Ev y Kristin, las diecinueve bolsas de zanahorias, y piensa en las bragas de lino blanco que llevaba la muerta enrolladas como un pañal, una prenda propia de un clima cálido.

Benton la está mirando con curiosidad.

—Xantocromia cutánea —anuncia Scarpetta—. Una coloración amarilla que no afecta a la esclerótica. Posiblemente causada por una carotenemia. Es posible que sepamos quién es la víctima.