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La extensión 243 es el Laboratorio de Huellas Dactilares. También es el foro preferido de los altos mandos de la Academia, un lugar en el que reunirse para hablar de pruebas que requieren más de un tipo de análisis forense.

Las huellas dactilares ya no son sólo huellas dactilares. Pueden constituir una fuente de ADN, y no sólo del ADN de quien las ha dejado sino también del de la víctima tocada por el criminal. Pueden ser una fuente de residuos de drogas o del material que se encontraba en las manos de la persona, tal vez tinta o pintura. Hay que analizarlas con instrumentos tan rimbombantes como el cromatógrafo de gases, o el espectrofotómetro de infrarrojos, o por espectrofotometría infrarroja con «transformada de Fourier». En los viejos tiempos una prueba era una sola prueba; en la actualidad, gracias a la sofisticación y la sensibilidad de los instrumentos y de los procesos científicos, una sola se convierte en un cuarteto de cuerda o en una sinfonía. El problema radica en qué recoger primero, porque el análisis de una cosa puede eliminar otra. De modo que los científicos se juntan, normalmente en el laboratorio de Matthew, y allí debaten y deciden lo que se debe hacer y en qué orden.

Cuando Matthew recibió los guantes de látex del lugar del asesinato de Daggie Simister, se enfrentó a todo un abanico de posibilidades, ninguna de ellas sencilla. Podía ponerse unos guantes de algodón para examinar bajo los de látex vueltos del revés. Al servirse de sus propias manos para rellenar el látex, le resulta más fácil levantar y fotografiar las huellas latentes. Pero al hacerlo corre el riesgo de echar a perder cualquier posibilidad de rociar las huellas con cianocrilato o de buscarlas con una fuente de luz alternativa y polvos luminiscentes o de tratarlas con productos químicos tales como la ninhidrina o el diazofluoreno. Un tratamiento puede hacer inútil otro, y una vez hecho el daño no hay vuelta atrás.

Son las ocho y media, y en este momento en este pequeño laboratorio parece que se esté celebrando una miniconferencia del alto mando militar, con la presencia de Matthew, Marino, Joe Amos y tres científicos, todos congregados alrededor de una gran caja de plástico transparente, el tanque de cianocrilato. Dentro hay dos guantes de látex vueltos del revés, uno de ellos con manchas de sangre, que cuelgan de unas sujeciones. En el guante ensangrentado se han practicado unos pequeños orificios. A otras partes del látex, por dentro y por fuera, se les ha pasado un algodón para recoger el ADN de modo que no altere las posibles huellas. A continuación Matthew ha tenido que decidir la puerta número uno, la puerta número dos, la puerta número tres, que es como le gusta describir una deliberación que requiere tanto instinto, experiencia y suerte como saber científico. Ha decidido meter los guantes dentro del tanque con papel de aluminio, cianocrilato y un plato de agua templada.

Ha obtenido como resultado una huella dactilar visible, la de un pulgar izquierdo, conservada en cianocrilato duro blanquecino. La ha levantado con gel negro y la ha fotografiado.

—Está reunida toda la banda —le dice a Scarpetta por el manos libres—. ¿Quién quiere empezar? —les pregunta a los congregados alrededor de la mesa de exploración—. ¿Randy?

Randy, especialista en ADN, es un hombrecito peculiar de nariz grande y con un ojo vago. A Matthew nunca le ha caído demasiado bien y recuerda por qué justo cuando empieza a hablar.

—Bien. Me han sido entregadas tres potenciales fuentes de ADN —dice Randy con su típica pedantería—. Dos guantes y dos huellas de oreja.

—Eso son cuatro cosas —replica la voz de Scarpetta.

—Sí, señor, quería decir cuatro. Por supuesto, cabía la esperanza de hallar ADN en el exterior de uno de los guantes, el que tiene sangre seca, y tal vez ADN de la parte interior de ambos. Ya he obtenido ADN de las huellas de oreja —le recuerda a todo el mundo—. He conseguido tomarlo de forma no destructiva, evitando lo que podrían considerarse variaciones individuales de rasgos potencialmente característicos como la extensión inferior de la antihélice. Como saben, después de pasar ese perfil por la CODIS seguíamos con las manos vacías, pero lo que acabamos de descubrir es que el ADN de la huella de oreja coincide con el del interior de uno de los guantes.

—¿Sólo de uno? —pregunta la voz de Scarpetta.

—El que está manchado de sangre. Del otro no he obtenido nada. No estoy seguro de que haya sido usado siquiera.

—Eso es muy curioso —comenta la voz desconcertada de Scarpetta.

—Por supuesto, he contado con la ayuda de Matthew, dado que yo no estoy muy versado en anatomía de la oreja, y las huellas de todo tipo corresponden más a su departamento que al mío —agrega Randy, como si eso tuviera importancia—. Como acabo de señalar, hemos obtenido el ADN de la huella de oreja, específicamente de las zonas de la hélice y el lóbulo. Y no hay duda de que pertenece a la misma persona que se puso uno de los guantes, de manera que supongo que se podría conjeturar que quien apoyó la oreja contra el cristal de la casa de la que desapareció esa familia era la misma que llevaba al menos uno de los guantes de látex en el lugar del crimen.

—¿Cuántas veces has afilado tu puto lápiz mientras hacías todo eso? —susurra Marino.

—¿Cómo dice?

—No quisiera que omitieras ni uno solo de esos fascinantes detalles —dice Marino en voz baja para que no lo oiga Scarpetta—. Apuesto a que vas por la acera contando las grietas del suelo y a que pones el temporizador cada vez que te acuestas con alguien.

—Randy, continúa, por favor —lo insta Scarpetta—. Dices que no has encontrado nada en la CODIS. Eso es una lástima.

Randy prosigue hablando con su estilo cargado y farragoso, y confirma una vez más que la búsqueda que se ha realizado en la base de datos del Sistema de índice de ADN Combinado, conocida como CODIS, ha resultado infructuosa. La persona que dejó el ADN no figura en la base de datos, lo cual posiblemente sugiere que dicha persona no ha sido detenida nunca.

—También hemos salido con las manos vacías en el caso de la sangre encontrada en la tienda de playa de Las Olas. Pero hay varias de esas muestras que no son de sangre —dice Randy dirigiéndose al teléfono negro—. No sé de qué son. De algo que ha dado un falso positivo. Lucy ha mencionado la posibilidad de que sea cobre; ella opina que lo que ha reaccionado al Luminol puede que haya sido el fungicida utilizado para prevenir la cancrosis. Ya sabe, fumigación con cobre.

—¿Basándose en qué? —pregunta Joe, otro miembro de la plantilla al que Matthew tampoco soporta.

—En el lugar del asesinato de la señora Simister había gran cantidad de cobre, dentro y fuera de la casa.

—¿Concretamente qué muestras de la tienda Chulos de Playa eran sangre humana? —pregunta la voz de Scarpetta.

—Las del cuarto de baño. Las muestras del suelo del almacén no son de sangre. Otro falso positivo. También en este caso podría tratarse de cobre.

—¿Phil? ¿Estás por ahí?

—Aquí mismo —contesta Phil, el examinador de pruebas.

—Lo lamento de verdad —dice entonces la voz de Scarpetta, y parece sincera—. Pero quiero que los laboratorios trabajen a todo lo que den de sí.

—Creía que ya estábamos haciéndolo. De hecho, estamos a punto de pasarnos de rosca. —Joe no sería capaz de mantener la boca cerrada ni debajo del agua.

—Todas las muestras biológicas que aún no hayan sido analizadas, quiero que se analicen lo antes posible. —La voz de Scarpetta suena más inflexible—. Incluidas todas las fuentes potenciales de ADN tomadas en la casa de Hollywood de la que desaparecieron los dos niños y las dos mujeres. Está todo en la CODIS. Vamos a tratarlos a todos como si estuvieran muertos.

Los científicos, Joe y Marino se miran. Nunca habían oído a Scarpetta decir nada parecido.

—Eso sí que es optimismo por tu parte —señala Joe.

—Phil, por qué no pasas por el SEM-EDS los barridos de la alfombra, los residuos del caso Simister y los del monovolumen, todos los residuos —dice la voz de Scarpetta—. Veamos si de verdad es cobre.

—Tiene que haberlo por todas partes.

—No, nada de eso —replica la voz de Scarpetta—. No lo utiliza todo el mundo. No todo el mundo tiene cítricos. Pero hasta ahora, en los casos que tenemos entre manos, es un denominador común.

—¿Y la tienda de la playa? No creo que haya cítricos por allí cerca.

—Tienes razón. Buena observación.

—En ese caso, digamos que algunos de esos residuos dan positivo en cobre…

—Eso será significativo —responde la voz de Scarpetta—. Tendremos que preguntarnos por qué. Quién lo metió en el almacén. Quién lo puso en el monovolumen. Y vamos a tener que volver a la casa de la familia desaparecida y buscar cobre en su interior, también. ¿Hay algo interesante acerca de la sustancia similar a pintura roja que encontramos en el suelo, de los trozos de hormigón que nos trajimos?

—Se trata de un pigmento de henna con base de alcohol, desde luego no es como el tinte de los abrigos y la pintura de las paredes —responde Phil.

—¿Y qué me decís de tatuajes de los que se van o de los dibujos corporales?

—En efecto, podría ser, pero si tienen una base de alcohol no lo detectaríamos. A estas alturas ya se habrían evaporado el etanol o el isopropanol.

—Resulta interesante que aparezca allí, donde por lo visto llevaba ya tiempo. Que alguien ponga al corriente a Lucy acerca de lo que estamos hablando. ¿Dónde está?

—No sé —contesta Marino.

—Necesitamos el ADN de Florrie Quincy y de su hija Helen —dice a continuación la voz de Scarpetta—. Para ver si la sangre que hay en la tienda de la playa es la suya.

—La del baño es de un solo donante —interviene Randy—. Desde luego no hay sangre de dos personas y, si la hubiera, sin duda alguna podríamos saber si entre ambas existía algún parentesco. Por ejemplo, si eran madre e hija.

—Me pondré a ello —dice Phil—. Me refiero a la parte del SEM.

—¿Cuántos casos hay? —inquiere Joe—. ¿Y das por hecho que todos están relacionados? ¿Es por eso por lo que debemos tratarlos a todos como si estuvieran muertos?

—No estoy dando por hecho que todos estén relacionados —responde la voz de Scarpetta—. Pero me preocupa que puedan estarlo.

—Como iba diciendo respecto del caso Simister, no hemos tenido suerte con la CODIS —prosigue Randy—, pero el ADN del interior del guante de látex no coincide con el de la sangre que hay por fuera. Lo cual no es de extrañar. Dentro del guante había células cutáneas descamadas de la persona que lo llevaba. La sangre del exterior será de otro individuo, al menos eso cabe suponer —explica.

Matthew se maravilla de que este tipo esté casado. ¿Quién es capaz de vivir con él? ¿Quién es capaz de soportarlo?

—¿La sangre pertenece a Daggie Simister? —pregunta directamente Scarpetta.

Al igual que los demás, es lógico que sospeche que el guante ensangrentado que se halló en casa de Daggie Simister está manchado de sangre de la anciana.

—Bueno, en realidad, la suya es la sangre de la alfombra.

—Se refiere a la alfombra que hay junto a la ventana, donde pensamos que tal vez la golpearon en la cabeza —aclara Joe.

—Yo estoy hablando de la sangre del guante. ¿Pertenece a Daggie Simister? —pregunta la voz de Scarpetta, que ya empieza a parecer un poco tensa.

—No, señor.

Randy le responde «no, señor» a todo el mundo, independientemente de su sexo.

—La sangre de ese guante no es de ella, definitivamente, lo cual no deja de ser curioso —explica el pesado de Randy—. Dado que cabría esperar que fuera suya.

«Oh, Dios, ya empieza otra vez», piensa Matthew.

—Tenemos unos guantes de látex hallados en la escena del crimen, y sangre en el exterior de uno de ellos, no en el interior.

—¿Y por qué iba a haber sangre en el interior? —Marino lo mira ceñudo.

—No la hay.

—Ya sé que no la hay, pero ¿por qué iba a haberla?

—Pues, por ejemplo, si el agresor se hirió de alguna forma y sangró dentro del guante. O si se cortó con los guantes puestos. Ya lo he visto en casos de acuchillamiento. El agresor lleva guantes, se hace una herida y sangra dentro del guante, y está claro que eso no sucedió en este caso. Lo cual hace que me plantee una pregunta importante. Si en el caso Simister la sangre es del asesino, ¿por qué se halla presente en toda la parte exterior de un guante? ¿Y por qué el ADN de esa sangre es distinto del que he encontrado dentro de ese mismo guante?

—Creo que la pregunta está clara —tercia Matthew, porque sólo le queda paciencia para aguantar el altanero y machacón monólogo tal vez un minuto, transcurrido el cual tendrá que salir del laboratorio fingiendo una visita al lavabo, ir y beberse un veneno.

—En el exterior del guante es donde cabría esperar encontrar sangre si el agresor tocó algo o a alguien ensangrentado —dice Randy.

Todos saben la respuesta, pero Scarpetta no. El discurso de Randy es ya toda una representación y nadie puede robarle el éxito: el departamento de ADN es suyo.

—¿Randy? —suena la voz de Scarpetta.

Es el tono de voz que emplea cuando Randy está confundiendo y fastidiando a todo el mundo, incluida ella misma.

—¿Sabemos de quién es la sangre de ese guante? —le pregunta.

—Sí, señor, lo sabemos. Bueno, casi. Pertenece a Johnny Swift o bien su hermano Laurel. Son gemelos. —Por fin lo ha dicho—. De modo que tienen el mismo ADN.

—¿Sigues ahí? —le pregunta Matthew a Scarpetta al final de un largo silencio.

Entonces Marino comenta:

—No termino de entender cómo puede ser la sangre de Laurel. No era su sangre la que quedó esparcida por todo el salón cuando le volaron la cabeza a su hermano.

—Bueno, yo, por mi parte, estoy completamente desconcertada —interviene Mary, la toxicóloga—. Johnny Swift fue asesinado en el mes de noviembre; entonces, ¿cómo puede ser que su sangre aparezca de pronto, al cabo de diez semanas, en un caso que no parece guardar ninguna relación con el suyo?

—Y ya que vamos a eso, ¿cómo es que su sangre ha aparecido en el lugar donde mataron a Daggie Simister? —La voz de Scarpetta llena la sala.

—Efectivamente, cabe dentro de lo posible que los guantes fueran dejados allí a propósito —apunta Joe.

—A lo mejor deberías afirmar lo que resulta de lo más obvio —salta Marino—. Y lo que resulta obvio es que quienquiera que le voló la cabeza a esa pobre anciana está diciéndonos que tuvo algo que ver con la muerte de Johnny Swift. Está jugando con nosotros.

—Acababan de operarlo…

—Chorradas —lo corta Marino—. No es posible que esos jodidos guantes procedieran de una operación del túnel carpiano. Por Dios. Qué manera de complicarse la vida. Le estáis buscando tres pies al gato.

—¿Qué?

—A mí me parece que el jodido mensaje está bien clarito —repite Marino caminando por el laboratorio, hablando a voces, con el rostro enrojecido—. El que mató a esa anciana está diciendo que también mató a Johnny Swift. Y los guantes son para jodernos.

—No podemos asegurar que esa sangre no sea de Laurel —dice la voz de Scarpetta.

—Si lo es, desde luego explicaría algunas cosas —dice Randy.

—No explicaría una mierda. Si Laurel mató a la señora Simister, ¿para qué diablos iba a dejar su ADN en el lavabo? —replica Marino.

—Entonces puede que sea la sangre de Johnny Swift.

—Cállate, Randy, o voy a empezar a tirarme de los pelos.

—Eres calvo, Pete —le contesta Randy muy serio.

—¿Quieres decirme cómo cono vamos a averiguar si la sangre es de Laurel o de Johnny, dado que supuestamente tienen el mismo ADN? —exclama Marino—. Esto es una cagada tan grande que ni siquiera resulta divertida.

Lanza una mirada acusadora a Randy, después a Matthew y luego a Randy otra vez.

—¿Estás seguro de no haberla mezclado con otra cosa cuando hiciste las pruebas? —Jamás se preocupa por quién lo está oyendo cuando pone en entredicho la credibilidad de una persona o cuando, simplemente, está siendo desagradable—. O puede que alguno de vosotros haya confundido los algodones o lo que sea —dice Marino.

—No, señor. De ninguna manera —replica Randy—. Matthew recibió las muestras y yo hice las extracciones y los análisis y los pasé por la CODIS. No hubo ninguna interrupción de la cadena, y el ADN de Johnny Swift se encuentra en la base de datos porque actualmente todo cadáver al que se practica una autopsia entra en la base de datos, y eso quiere decir que el ADN de Johnny Swift entró en la CODIS en noviembre pasado, si no me equivoco. ¿Sigue ahí? —le pregunta a Scarpetta.

—Aquí sigo… —empieza a decir ella.

—Desde el año pasado, la política que se aplica es la de registrar todos los casos, ya sean suicidios, accidentes, homicidios o incluso muertes naturales —pontifica Joe, interrumpiéndola como de costumbre—. El mero hecho de que alguien sea una víctima o de que su muerte no guarde relación alguna con un delito no significa que no pueda haberse visto involucrado en alguna actividad delictiva en algún momento de su vida. Y supongo que estamos seguros de que los hermanos Swift eran gemelos.

—Son iguales, hablan igual, visten igual, folian igual —le susurra Marino.

—Marino. —La voz de Scarpetta da fe de su presencia—. ¿Tomó la policía una muestra del ADN de Laurel Swift cuando tuvo lugar la muerte de su hermano?

—No. No había motivo para ello.

—¿Ni siquiera para excluir otras hipótesis? —pregunta Joe.

—¿Qué es lo que había que excluir? El ADN no venía al caso —le contesta Marino—. Habría ADN de Laurel por toda la casa. Él vive allí.

—Convendría que pudiéramos someter a análisis el ADN de Laurel —dice la voz de Scarpetta—. Matthew, ¿has aplicado productos químicos al guante ensangrentado, el de casa de Daggie Simister? ¿Has usado algo que pueda crearnos problemas si le hacemos unas cuantas pruebas más?

—He usado cianocrilato —contesta Matthew—. Y a propósito, también he analizado la única huella que encontré, pero nada. No hay nada en AFIS. No he podido emparejarlo con la muestra del cinturón del asiento del monovolumen. No había suficientes detalles.

—Mary, quiero que saques muestras de la sangre de ese guante.

—El cianocrilato no tiene por qué alterar nada, dado que reacciona a los aminoácidos presentes en la grasa de la piel y en el sudor, y no a los de la sangre —se siente obligado a explicar Joe—. No tiene por qué pasar nada.

—Con gusto proporcionaré yo una muestra —dice Matthew dirigiéndose al teléfono negro—. Ha quedado látex ensangrentado de sobra.

—Marino —llama la voz de Scarpetta—. Quiero que vayas a la Oficina del Forense y te traigas el expediente del caso de Johnny Swift.

—Eso puedo hacerlo yo —se apresura a decir Joe.

—Marino —insiste ella—, dentro del expediente deben estar sus tarjetas de ADN. Siempre hacemos más de una.

—Si tocas ese expediente, terminarás con la dentadura entera en la nuca —le susurra Marino a Joe.

—Puedes meter una de las tarjetas en un sobre de pruebas y enviárselo a Mary —está diciendo la voz de Scarpetta—. Mary, toma una muestra de la sangre de esa tarjeta y una muestra del guante.

—Me parece que me he perdido —dice Mary, y Matthew no se lo reprocha.

No se imagina qué va a poder hacer una toxicóloga con una gota de sangre seca de una tarjeta de ADN y una cantidad igualmente minúscula de sangre seca de un guante.

—Tal vez has querido decir Randy —sugiere Mary—. ¿Estás hablando de realizar más pruebas de ADN?

—No —contesta Scarpetta—. Quiero que busques la presencia de litio.

Scarpetta está lavando un pollo entero en el fregadero. Lleva el Treo en el bolsillo y el auricular en el oído.

—Porque en su momento no debieron de buscar ese componente en su sangre —le está diciendo a Marino por teléfono—. Si todavía estaba tomando litio, por lo visto su hermano no se molestó en decírselo a la policía.

—Deberían haber encontrado un frasco del medicamento en el lugar del delito —contesta Marino—. ¿Qué es ese ruido?

—Estoy abriendo unas latas de caldo de pollo. Es una lástima que no estés aquí. No sé por qué no encontraron litio —dice Scarpetta, vaciando las latas en una cazuela de cobre—. Pero es posible que su hermano recogiera todos los frascos de medicamentos que hubiera para que la policía no los encontrase.

—¿Y por qué? No es cocaína, ni nada parecido.

—Johnny Swift era un destacado neurólogo. Tal vez no quería que la gente supiera que sufría un trastorno psiquiátrico.

—Desde luego, yo no querría que me hurgara en el cerebro alguien que tuviera cambios de humor, ya que lo mencionas.

Scarpetta se pone a picar cebolla.

—En realidad, su trastorno bipolar probablemente no tenía ningún efecto sobre su capacidad como médico, pero el mundo está lleno de gente ignorante. Y, como digo, es posible que Laurel no quisiera que la policía ni nadie se enterase del problema que tenía su hermano.

—Eso no tiene sentido. Si lo que dijo es verdad, salió corriendo de la casa nada más encontrar el cadáver. No me parece a mí que anduviera por ahí recogiendo frascos de pastillas.

—Creo que vas a tener que preguntárselo.

—En cuento tengamos los resultados del litio. Prefiero entrar en materia sabiendo a qué atenerme. Además, en este momento tenemos un problema más grave.

—No estoy segura de que nuestros problemas puedan agravarse aún más —dice Scarpetta troceando el pollo.

—Se trata del casquillo de escopeta —dice Marino—. El que localizaron los de Balística ahí, en el caso de la laguna de Walden.

—No he querido decir nada al respecto delante de los demás —le explica Marino por teléfono—. Tiene que ser alguien de dentro. No hay otra explicación.

Está sentado a la mesa de su despacho, con la puerta cerrada con llave.

—Esto es lo que ha ocurrido —continúa diciendo—. No he querido decirlo delante de los otros, pero esta mañana he mantenido una breve charla con un colega mío del Departamento de Policía de Hollywood que es el responsable de la sala de pruebas. Se puso al ordenador y tardó cinco minutos enteros en acceder a la información sobre la escopeta que se utilizó en el homicidio de esa tienda abierta las veinticuatro horas de hace dos años. Y adivina dónde se supone que tendría que estar la escopeta, doctora. ¿Estás sentada?

—Nunca me ha servido de nada sentarme —responde ella—. Dime.

—En nuestra puta colección de referencia.

—¿En la Academia? ¿En nuestra colección de armas de referencia de la Academia?

—El Departamento de Policía de Hollywood nos la donó hará cosa de un año, al mismo tiempo que otra colección de armas que ya no necesitaban, ¿no te acuerdas?

—¿Has entrado personalmente en el Laboratorio de Armas para cerciorarte de que no esté allí?

—No va a estar. Sabemos que acaba de ser utilizada para matar a una mujer, ahí, donde estás tú ahora.

—Ve a comprobarlo ahora mismo —ordena Scarpetta—. Y luego me llamas otra vez.