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Otra tormenta invernal se abate sobre Cambridge y Benton a duras penas distingue las casas de la acera de enfrente. La nieve cae copiosamente en copos cortantes y el mundo que lo rodea se va tiñendo de blanco.

—Puedo hacer más café, si quieres —le dice Scarpetta cuando él entra en el salón.

—Ya he tomado bastante —contesta él, de espaldas.

—Yo también.

Benton la oye sentarse frente a la chimenea con una taza de café, siente sus ojos posados en él y se da la vuelta para mirarla, sin estar muy seguro de qué decir. Scarpetta tiene el pelo húmedo y se ha puesto una bata de seda negra. Debajo no lleva nada y la tela satinada le acaricia el cuerpo y deja ver la profunda hendidura que le separa los pechos debido a la postura en que está sentada, de lado, inclinada sobre sí misma, rodeándose las rodillas con sus fuertes brazos, mostrando una piel sin imperfecciones y muy tersa para su edad. El resplandor del fuego toca su cabello corto y rubio y su bellísimo rostro; el fuego y el sol aman su cabello y su rostro tanto como los ama él. Benton la ama, toda entera, pero en este preciso instante no sabe qué decir. No sabe cómo arreglar las cosas.

Anoche ella le dijo que pensaba abandonarlo. Habría hecho la maleta si hubiera tenido una, pero es que ella nunca trae maleta. Tiene cosas aquí. Éste también es su hogar y, toda la mañana, Benton ha escuchado el ruido de los cajones y las puertas del armario, por si la oía marcharse para no volver.

—No puedes conducir —le dice—. Supongo que te has quedado atrapada.

Los árboles desnudos semejan delicados trazos de pincel en contraste con la blancura luminosa, y no hay un solo coche circulando a la vista.

—Sé cómo te sientes y lo que quieres hacer —le dice—, pero hoy no vas a irte a ninguna parte. Nadie se moverá. En Cambridge hay algunas calles por las que no pasan las máquinas quitanieves enseguida. Y ésta es una de ellas.

—Tú tienes un coche con tracción a las cuatro ruedas —responde Scarpetta mirándose las manos apoyadas en el regazo.

—Se espera que caigan sesenta centímetros de nieve. Aunque pudiera llevarte hasta el aeropuerto, tu avión no va a ir a ninguna parte. Hoy no.

—Deberías comer algo.

—No tengo hambre.

—¿Qué tal una tortilla de queso cheddar de Vermont? Necesitas comer. Te sentirás mejor.

Scarpetta lo observa desde la chimenea, con la barbilla apoyada en una mano. Tiene la bata anudada firmemente a la cintura, de modo que su cuerpo parece esculpido en seda negra y brillante, y Benton la desea igual que siempre. La deseó la primera vez que se vieron, hará unos quince años. Los dos eran jefes. El feudo de Benton era la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI, el de ella el sistema forense de Virginia. Trabajaban en un caso especialmente atroz y ella entró en la sala de juntas. Todavía recuerda cómo iba vestida la primera vez que la vio, con una bata de laboratorio larga y blanca y varios bolígrafos en los bolsillos encima de un traje a rayas gris perla. Llevaba un montón de expedientes de casos en los brazos. Le llamaron la atención sus manos, fuertes y capaces pero elegantes.

Cae en la cuenta de que ella lo está mirando fijamente.

—¿Con quién hablabas por teléfono hace un rato? —le pregunta Benton—. Te he oído hablar con alguien.

Ha llamado a su abogado, supone. Ha llamado a Lucy. Ha llamado a alguien para decirle que va a dejarlo y esta vez va en serio.

—He llamado a la doctora Self —responde Scarpetta—. No estaba y le he dejado un mensaje.

Benton se queda perplejo y se le nota.

—Seguro que te acuerdas de ella —dice Scarpetta—. O a lo mejor la has oído por la radio —añade con ironía.

—Por favor…

—La escuchan millones de personas.

—¿Y para qué la has llamado? —inquiere Benton.

Scarpetta le habla de David Fortuna y de su medicación. Le dice que la doctora Self no la ayudó en absoluto la primera vez que la llamó.

—No me sorprende. Es una chiflada, una egomaníaca. Hace justicia a su apellido, Self.[3]

—En realidad, estaba en su perfecto derecho. Yo no tengo jurisdicción. Y que nosotros sepamos, no ha muerto nadie. De momento la doctora no está obligada a responder a ningún forense, y no estoy segura de que sea una chiflada.

—¿Qué tal furcia psiquiátrica? ¿La has escuchado últimamente?

—De modo que sí que sigues su programa.

—La próxima vez invita a hablar en la Academia a un psiquiatra de verdad, no a un fantoche de la televisión.

—No fue idea mía y dejé bien claro que estaba en contra. Pero la responsable es Lucy.

—Eso es ridículo. Lucy no soporta a las personas como ella.

—Creo que fue Joe el que sugirió que se trajese a la doctora Self como conferenciante invitada, fue su primer gran golpe cuando empezó como becario, fichar a una celebridad para la sesión de verano. Eso y salir en su programa como invitado fijo. De hecho, han hablado de la Academia por la radio, lo cual no me alegra en absoluto.

—Qué idiota. Se merecen el uno al otro.

—Lucy no estaba atenta. Por supuesto, jamás asistió a las conferencias. Le importaba un comino lo que hiciera Joe. Últimamente parece haber muchas cosas que han dejado de interesarle. No sé qué vamos a hacer.

Ahora no está hablando de Lucy.

—No lo sé.

—Tú eres psicólogo. Deberías saberlo. Tú tratas todos los días con disfunciones y desgracias.

—Esta mañana me siento desgraciado yo —responde Benton—. En eso tienes razón. Supongo que si yo fuera tu psicólogo te sugeriría que desahogaras tu dolor y tu rabia conmigo porque no puedes desahogarlos con Lucy. No puedes enfadarte con una persona que tiene un tumor cerebral.

Scarpetta echa otro tronco al fuego que levanta una nube de pavesas y hace crepitar la leña.

—Lleva casi toda la vida poniéndome furiosa —confiesa—. Nunca ha habido una persona que ponga tan a prueba mi paciencia como ella.

—Lucy es hija única, criada por una madre que sufre un desorden de personalidad límite —dice Benton—. Una narcisista hipersexual. Tu hermana. Y a eso hay que añadirle que Lucy es superdotada. No piensa como el resto de la gente. Es lesbiana. Y todo eso da como resultado una persona que aprendió hace mucho tiempo a bastarse a sí misma.

—Una persona profundamente egoísta, quieres decir.

—Los insultos a nuestra psique pueden volvernos egoístas. Lucy tenía miedo de que si te enterabas de que tenía un tumor fueras a tratarla de manera distinta, y eso afectaría de lleno a su miedo secreto. Si lo sabes, de algún modo se convierte en algo real.

Scarpetta se queda mirando fijamente la ventana que hay detrás de Benton como si estuviera hipnotizada por la nieve. Ésta ya ha alcanzado al menos veinte centímetros de espesor y los coches aparcados en la calle empiezan a parecer ventisqueros; hasta los niños del vecindario se han quedado en casa.

—Gracias a Dios que fui a la compra —comenta Benton.

—Hablando de ese tema, déjame ver qué puedo preparar para almorzar. Deberíamos prepararnos un buen almuerzo. Deberíamos intentar pasar un buen día.

—¿Alguna vez has tenido un cuerpo pintado? —pregunta Benton.

—¿El mío o el de otro?

Benton esboza una sonrisa.

—Decididamente, el tuyo no. Tu cuerpo no tiene nada de muerto. Me refiero al caso que tenemos sobre la mesa, al cadáver de esa mujer pintado con unas huellas de manos. Me gustaría saber si se las pintaron cuando aún estaba viva o después de matarla. Ojalá hubiera una manera de distinguirlo.

Scarpetta lo mira un buen rato con el fuego de la chimenea a la espalda, siseando igual que el viento.

—Si el asesino se las pintó estando viva, nos enfrentamos a una clase de depredador muy distinta. Eso sería tremendamente humillante y aterrador —dice Benton—. Estar maniatada…

—¿Sabemos que estaba maniatada?

—Tiene marcas en las muñecas y en los tobillos. Zonas enrojecidas que el forense define como posibles contusiones.

—¿Posibles?

—Otra posibilidad sería un accidente post mortem —explica Benton—. Sobre todo teniendo en cuenta que el cadáver ha estado expuesto al frío. Eso dice ella.

—¿Ella?

—La jefa de aquí.

—Un resto del no muy glorioso pasado de la Oficina del Forense de Boston —dice Scarpetta—. Lástima. Ella sólita ha echado a perder ese lugar.

—Te agradecería que le echaras un vistazo al informe. Lo tengo en disco. Quiero saber qué opinas de las pinturas del cadáver, de todo. Es realmente importante para mí saber si el asesino pintó a la víctima cuando estaba viva o cuando estaba muerta. Es una lástima que no hayamos podido hacerle un escáner cerebral para reconstruir lo sucedido.

Scarpetta se lo toma como un comentario en serio.

—Eso es una pesadilla por la que no estoy segura de que quieras pasar. Ni siquiera tú querrías ver algo semejante. Suponiendo que fuera posible.

—A Basil le gustaría que lo viera.

—Sí, el querido Basil —contesta Scarpetta, que no está nada contenta con la intrusión de Basil en la vida de Benton.

—Teóricamente —dice él—, ¿tú querrías verlo? ¿Querrías ver la reconstrucción, si fuera posible?

—Aun cuando hubiera un modo de reproducir los últimos momentos de una persona —responde ella desde la chimenea—, no estoy segura de que fuera muy fiable. Sospecho que el cerebro posee la notable capacidad de procesar los acontecimientos para garantizar la menor cantidad de dolor y trauma.

—Algunas personas disocian, sospecho —dice Benton, y en ese momento suena su teléfono móvil.

Es Marino.

—Llama a la extensión dos cuarenta y tres —ordena—. Ahora mismo.