48

Marino detesta los restaurantes de moda de South Beach y nunca aparca su Harley cerca de esas motos inferiores, en su mayoría juguetitos japoneses que no son más que un cohete en la entrepierna, que siempre adornan la pasarela de madera a esta hora del día. Circula por Ocean Drive con lentitud y mucho ruido, contento de que sus tubos de escape molesten a todos los que toman vino y martinis con diversos aderezos en las mesas iluminadas con velitas de las terrazas. ¡Qué modernos!

Se detiene a escasos centímetros del parachoques trasero de un Lamborghini rojo, mete el embrague y da un pequeño acelerón para revolucionar el motor unos instantes, con el fin de recordarle a todo el mundo su presencia. El Lamborghini avanza unos centímetros y Marino también, casi tocando el parachoques, y vuelve a acelerar el motor; el Lamborghini avanza de nuevo y Marino hace lo mismo. Su Harley ruge como un león mecánico. Por fin, por la ventanilla del Lamborghini sale bruscamente un brazo desnudo cuya mano le muestra el dedo corazón rematado por una uña roja larguísima.

Marino sonríe, acelera otra vez y se mete culebreando entre los coches para detenerse al lado del Lamborghini. Se asoma y descubre a la mujer de piel olivácea sentada al volante de aleación de acero. Por su aspecto tendrá unos veinte años. Viste un chaleco, un pantalón corto de tela vaquera y poco más. La mujer que va sentada a su lado es poco atractiva, pero lo compensa con un atuendo consistente en lo que parece un estrecho vendaje sobre el pecho y un pantalón corto que apenas cubre lo imprescindible.

—¿Cómo te las arreglas para escribir a máquina o hacer las cosas de la casa con esas uñas? —le pregunta Marino a la conductora por encima del estruendo de motores grandes y potentes, extendiendo sus enormes manos como las garras de un gato para hacerle ver que se refiere a sus uñas largas y rojas, postizas, de porcelana o como se diga.

La chica mantiene su bonito y presumido rostro mirando al frente, al semáforo, probablemente desesperada porque se ponga verde para salir disparada y librarse del zopenco vestido de negro, pero antes le dice:

—No toques mi coche, hijo de puta.

Lo dice con un marcado acento hispano.

—Esa forma de hablar no es propia de una señorita —replica Marino—. Acabas de herir mis sentimientos.

—Pues jódete.

—¿Qué os parece si os invito a la dos a una copa, nenas? Y luego podemos ir a bailar.

—Déjanos en paz de una puta vez —dice la conductora.

—¡Voy a llamar a la policía! —amenaza la que va vestida con la tira negra.

Marino se toca el casco, el decorado con calcomanías de orificios de bala y, en cuanto el semáforo se pone en verde, sale como una flecha delante de las chicas. Antes de que el Lamborghini haya puesto la segunda él ya ha doblado la esquina de la calle Catorce. Aparca junto a un parquímetro, frente a Tatuajes Lou y Scooter City, apaga el motor y desmonta de su máquina. Asegura la moto y cruza la calle camino del bar más antiguo de South Beach, el único que frecuenta por estos lares, Mac’s Club Deuce, o simplemente Deuce, como lo llaman los clientes, que no hay que confundir con su Harley Deuce. Una noche «doble Deuce» dice Marino cuando va al Deuce en su Deuce. El local es un tugurio de mala muerte con suelo de baldosas blancas y negras, una mesa de billar y una lámpara desnuda de neón encima de la barra.

Rosie le sirve una Budweiser de barril. No tiene ni que pedirla.

—¿Esperas compañía? —le pregunta empujando sobre la vieja barra de roble el vaso alto rebosante de espuma.

—No la conoces. Esta noche no conoces a nadie.

—Vale, vale. —Rosie vierte una medida de vodka en un vaso de agua para un individuo mayor que está sentado en un taburete cercano—. No conozco a nadie de aquí, aparte de a vosotros dos. Perfectamente. A lo mejor no quiero conoceros.

—No me rompas el corazón —dice Marino—. ¿Por qué no le pones un poquito de lima, eh? —Le devuelve el vaso.

—Esta noche estamos caprichosos. —Echa unas cuantas rodajas—. ¿Te gusta así?

—Está estupendo.

—No te he preguntado si está estupendo. Te he preguntado si te gusta así.

Como de costumbre, los clientes habituales no les prestan atención. Los clientes habituales están repantigados al otro extremo de la barra, mirando hipnotizados un partido de béisbol en la televisión que en realidad no están siguiendo. Marino no los conoce por el nombre, pero no le hace falta. El tipo gordo de la perilla, la mujer gordísima que siempre se está quejando y su novio, que abulta un tercio de lo que ella y parece un hurón de dientes amarillos. A Marino le gustaría saber cómo diablos folian, y se imagina a un vaquero del tamaño de un yóquey zarandeándose igual que un pez encima de un toro que no deja de corcovear. Todos fuman. En una noche doble Deuce, Marino suele encender unos cuantos sin pensar en la doctora Self; lo que pasa aquí no sale de aquí.

Se lleva su cerveza con lima hasta la mesa de billar y elige un taco del variado surtido apoyado contra un rincón. Seguidamente ordena las bolas y da unos pasos alrededor de la mesa con un cigarrillo colgando de los labios, frotando el taco con tiza. Mira de reojo al hurón, ve que se levanta de su asiento para ir al aseo de caballeros con su cerveza. Siempre hace lo mismo porque teme que alguien le birle la bebida. Los ojos de Marino se fijan en todo y en todos.

En ese momento entra en el bar un individuo flaco con pinta de vagabundo, barba desaliñada, cola de caballo, moreno, con ropa Goodwill que no es de su talla, una mugrienta gorra de los Miami Dolphins y unas estrafalarias gafas de cristales rosados. Con gestos inseguros se sienta en una silla, cerca de la puerta, guardándose un paño de felpa en el bolsillo trasero del pantalón, oscuro y deformado. Fuera, en la acera, un muchacho sacude un parquímetro averiado que acaba de tragarse el dinero.

Marino, guiñando los ojos por el humo del cigarrillo, mete limpiamente dos bolas en los agujeros laterales.

—Eso es. Sigue metiendo las bolas en el agujero —le dice Rosie a voces mientras sirve otra cerveza—. Bueno, ¿y dónde has estado?

Rosie posee un cierto atractivo agresivo, es una muñeca con la que nadie que esté en su sano juicio se atrevería a jugar, por muy borracho que esté. Marino la vio en una ocasión romperle la muñeca a un tipo de ciento cuarenta kilos con una botella de cerveza porque no dejaba de sobarle el trasero.

—Deja de servir a todo el mundo y ven aquí —le dice Marino golpeando la bola ocho.

La bola va rodando hasta el centro del tapete verde y se detiene.

—Clávala —murmura; deja el taco apoyado contra la mesa y se acerca a la máquina de discos mientras Rosie abre dos botellines de Miller Lite y los deja enfrente del tipo gordo y del hurón.

Rosie siempre se mueve a un ritmo frenético, igual que un limpiaparabrisas a toda velocidad. Se seca las manos en la parte de atrás de los vaqueros mientras Marino escoge unos cuantos favoritos de una recopilación de los años setenta.

—¿Qué estás mirando? —le pregunta al hombre con pinta de vagabundo sentado junto a la puerta.

—¿Te apetece una partida?

—Estoy ocupado —responde Marino sin girarse, escogiendo discos de la máquina.

—No se puede jugar a nada sin pedir antes una consumición —le advierte Rosie al vagabundo, que está hundido en su asiento—. Y no quiero verte ahí tirado sin hacer nada, estando por estar. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Se me ha ocurrido que a lo mejor este tipo querría echar una partida conmigo. —Saca el paño de felpa y empieza a retorcerlo con angustia.

—Voy a decirte lo mismo que te dije la última vez que entraste aquí para no consumir nada y usar el retrete: largo —le dice Rosie a la cara, con las manos en las caderas—. Si quieres quedarte, paga.

El tipo se levanta despacio de la silla, retorciendo el paño defelpa, y mira fijamente a Marino; sus ojos revelan cansancio y derrota, pero hay algo más en ellos.

—Se me ha ocurrido que a lo mejor te apetecía echar una partida —le dice a Marino.

—¡Fuera! —le chilla Rosie.

—Ya me encargo yo —se ofrece Marino, acercándose al otro—. Vamos, amigo, lo acompaño a la calle antes de que se tuerza la cosa. Ya sabe cómo se pone Rosie.

El hombre no opone resistencia. No huele ni la mitad de mal de lo que esperaba Marino, que lo acompaña al exterior del local, hasta la acera donde el idiota de antes sigue sacudiendo el parquímetro.

—Oye, que no es un manzano —le dice Marino al muchacho.

—Que te jodan.

Entonces Marino se acerca al chico en un par de zancadas y se planta frente a él erguido en toda su estatura. El otro abre unos ojos como platos.

—¿Qué has dicho? —le espeta Marino llevándose una mano a la oreja, inclinándose hacia él—. ¿He oído lo que he oído?

—He metido tres monedas de veinticinco.

—Vaya, pues qué pena. Te sugiero que te subas a tu mierdecilla de coche y saques el culo de aquí antes de que te detenga por causar daños en el mobiliario público —lo amenaza Marino, aunque en realidad ya no puede detener a nadie.

El individuo con pinta de vagabundo camina despacio por la acera, mirando hacia atrás como si esperase que Marino lo siguiera. Dice algo cuando el chico arranca el Mustang y sale pitando de allí.

—¿Está hablando conmigo? —pregunta Marino al vagabundo, yendo hacia él.

—Siempre hace lo mismo —responde en voz baja el vagabundo—. El mismo chico. Nunca mete ni cinco en los parquímetros de por aquí y se pone a sacudirlos sin parar hasta que se rompen.

—¡Qué quiere!

—Johnny vino aquí la noche antes de lo que ocurrió —dice el desarrapado con los zapatos de tacones gastados.

—¿De qué está hablando?

—Ya lo sabes. No se suicidó, qué va. Yo sé quién lo mató.

Marino experimenta una sensación curiosa, la misma que tuvo cuando entró en casa de la señora Simister. En esto descubre a Lucy a una manzana de allí, haciendo tiempo en la acera, sin su habitual ropa holgada de color negro.

—Él y yo jugamos al billar la noche antes. Llevaba las muñecas entablilladas, pero no daba la impresión de que eso fuera un impedimento. Jugó bastante bien.

Marino observa a Lucy sin que se note. Esta noche, ella encaja perfectamente. Podría ser cualquier mujer de vida alegre de las que merodean por aquí, de estilo masculino pero atractiva con sus vaqueros caros, descoloridos y rasgados. Debajo de la cazadora negra de suave cuero lleva una camiseta blanca ajustada al pecho, y a él siempre le han gustado sus pechos, a pesar de que se supone que no debe fijarse en ellos.

—Lo vi justo la única vez que trajo aquí a su chica —está diciendo el vagabundo, mirando a su alrededor como si algo lo desasosegara, volviéndose hacia el bar—. Es una persona a la que deberías buscar. Eso es todo lo que tengo que decir.

—¿Qué chica es ésa y por qué va a importarme a mí? —pregunta Marino observando a Lucy. Se acerca un poco, recorriendo la zona con la vista, asegurándose de que nadie se haga una idea equivocada acerca de ella.

—Es guapa —dice el hombre—. De ésas en las que se fijan tanto los hombres como las mujeres en este barrio. Viste muy sexy. Nadie la quería por aquí.

—Me da la impresión de que a usted tampoco le quieren. Acaban de echarlo a patadas.

Lucy entra en Deuce sin mirar, como si Marino y el vagabundo fueran invisibles.

—La única razón por la que no me echaron aquella noche fue porque Johnny me invitó a una cerveza. Estuvimos jugando al billar mientras la chica se quedaba sentada al lado de la máquina de discos, mirando alrededor como si nunca en su vida la hubieran llevado a un tugurio así. Entró en el lavabo un par de veces y lo dejó oliendo a hierba.

—¿Tiene usted la costumbre de entrar en el lavabo de señoras?

—Se lo oí decir a una mujer en la barra. Esa chica tenía pinta de ser de las que causan problemas.

—¿Tiene idea de cómo se llamaba?

—Qué va.

Marino enciende un cigarrillo.

—¿Qué le hace pensar que tiene algo que ver con lo que le ocurrió a Johnny?

—A mí no me gustaba. No le gustaba a nadie. Eso es lo único que sé.

—¿Está seguro?

—Sí, señor.

—No le cuente esto a nadie más, ¿estamos?

—No hay motivo.

—Haya motivo o no, mantenga la boca cerrada. Y ahora va a decirme cómo diablos sabía que yo iba a venir a Deuce esta noche y por qué diablos se le ocurrió que podía hablar conmigo.

—Tiene usted una moto espectacular. —El vagabundo vuelve la vista hacia el otro lado de la calle—. Cuesta no fijarse en ella. Por aquí hay mucha gente que sabe que usted antes era detective de homicidios y que ahora se dedica a hacer investigaciones privadas en algún centro de la policía o algo así, al norte de aquí.

—¿Qué? ¿Acaso soy el alcalde?

—Es cliente habitual. Yo lo he visto con algunos de ésos de las Harley, llevo semanas buscándolo, esperando tener la oportunidad de hablar con usted. Siempre ando por aquí, hago lo que puedo. No me encuentro precisamente en el mejor momento de mi vida, pero no pierdo la esperanza de que la cosa mejore.

Marino saca la cartera y le da un billete de cincuenta dólares.

—Si averigua algo más acerca de esa chica que vio aquí, le compensaré por el esfuerzo —le dice—. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Cada noche estoy en un lugar diferente. Como le digo, hago lo que puedo.

Entonces Marino le da su número de móvil.

—¿Quieres otra? —pregunta Rosie a Marino cuando éste regresa al bar.

—Mejor ponme una sin plomo. ¿Recuerdas haber visto, en vísperas de Acción de Gracias, a un médico rubio y guapo que entró aquí con una chica? ¿Ese tipo al que acabas de echar y él jugaron una partida de billar esa noche?

Rosie adopta una expresión pensativa sin dejar de limpiar la barra y por fin niega con la cabeza.

—Aquí viene mucha gente y eso fue hace mucho. Antes de Acción de Gracias, pero ¿cuándo exactamente?

Marino vigila la puerta. Faltan pocos minutos para las diez.

—Puede que la noche anterior.

—Yo no estaba aquí. Ya sé que cuesta creerlo —comenta Rosie—, pero tengo una vida, no trabajo aquí todas las putas noches. En Acción de Gracias estaba fuera, en Atlanta, con mi hijo.

—Parece ser que había aquí una chica un tanto problemática, con el médico que te digo. Estuvo con él la noche anterior a su muerte.

—No tenía ni idea.

—¿Puede ser que viniera aquí esa noche con el médico cuando tú estabas fuera?

Rosie continúa limpiando la barra.

—No quiero problemas.

Lucy está sentada junto a la ventana, cerca de la máquina de discos, y Marino en otra mesa, en la punta opuesta del local, con el auricular puesto y enchufado a un receptor que parece un teléfono móvil. Bebe una cerveza sin alcohol y fuma.

Los clientes no le prestan ninguna atención. Nunca se fijan. Cada vez que Lucy acude a este bar con Marino encuentra a los mismos desgraciados sentados en los mismos taburetes, fumando cigarrillos mentolados y tomando cerveza de baja graduación. La única persona con la que hablan, aparte de las que forman su pequeño círculo de haraganes, es Rosie, que le dijo a Lucy en una ocasión que la mujer gordísima y su flaco novio habían vivido en una bonita urbanización de Miami con guarda de seguridad en la entrada y todas las comodidades hasta que al novio lo metieron en la cárcel por vender metanfetamina a un poli de paisano. Ahora la gorda tiene que mantenerlo con lo que gana como cajera de un banco. El gordo de la perilla trabaja de cocinero en una cafetería a la que Lucy no irá nunca. Viene aquí todas las noches, se emborracha y luego de algún modo se las arregla para regresar conduciendo a su casa.

Lucy y Marino se ignoran mutuamente. Por veces que hayan representado esta escena, en diversas operaciones, siempre resulta incómodo, una intrusión. A ella no le gusta que la espíen, aunque la idea haya sido suya y con independencia de que sea lógico que Marino esté esta noche en el bar. Lucy se resiente de su presencia.

Comprueba el micrófono inalámbrico que lleva sujeto al forro de la cazadora de cuero. Se inclina hacia delante como si quisiera atarse los zapatos para que nadie la vea hablar.

—Nada de momento —transmite a Marino.

Pasan tres minutos de las diez.

Lucy aguarda. Se toma despacio una cerveza sin alcohol, con la espalda vuelta hacia Marino, y aguarda.

Consulta su reloj. Son las diez y ocho minutos.

En esto se abre la puerta y entran dos hombres.

Transcurridos dos minutos más Lucy le transmite a Marino:

—Algo va mal. Voy a salir a echar un vistazo. Quédate aquí.

Lucy atraviesa el distrito modernista siguiendo la avenida Ocean, buscando a Stevie entre la multitud.

Cuanto más tarde se hace, más ruidosos y borrachos son los parroquianos de South Beach, y tan abarrotada está la calle de coches que la recorren buscando aparcamiento que el tráfico apenas se mueve. Es irracional buscar a Stevie. No se ha presentado. Lo más probable es que se encuentre a un millón de kilómetros de aquí. Pero Lucy sigue mirando.

Recuerda que Stevie afirmó haber seguido sus pisadas en la nieve; la llevaron hasta el Hummer estacionado detrás del Anchor Inn. Se pregunta cómo creyó lo que dijo Stevie, cómo no lo puso en duda. Si bien es cierto que sus pisadas habrían sido muy claras justo a la salida de la casa, a lo largo de la acera se habrían mezclado con otras muchas. Lucy no era la única persona que había en Ptown aquella mañana. Piensa en el teléfono móvil perteneciente a un hombre llamado Doug, en las huellas de manos, en Johnny, y se desespera por haber sido tan descuidada, tan miope, tan autodestructiva.

Seguro que Stevie en ningún momento ha tenido intención de verse con ella en Deuce; le ha tomado el pelo, ha jugado con ella igual que hizo aquella noche en Lorraine’s. Para Stevie nada es nuevo; es una experta en sus juegos, unos juegos enrevesados y enfermizos.

—¿La ves por alguna parte? —le suena la voz de Marino en el oído.

—Voy a dar la vuelta —responde ella—. Quédate donde estás.

Ataja por la calle Once y a continuación enfila hacia el norte por la avenida Washington, más allá de los juzgados, cuando de pronto pasa junto a ella un Chevy Blazer con las lunas tintadas. Aprieta el paso, nerviosa, de repente menos valiente, consciente de la pistola que lleva en una funda junto al tobillo y con la respiración agitada.