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Reba observa a Marino comerse con los ojos a la científica guapa, que deja la brocha sobre un papel blanco y limpio y abre la portezuela del conductor del monovolumen.

Marino se sitúa muy cerca de la guapa mientras ésta saca unos botes de cianocrilato del coche y los tira a un cubo de basura naranja para residuos peligrosos. Están hombro con hombro, ambos inclinados, mirando la parte delantera del interior del coche, después la parte de atrás, luego un lateral, luego el otro, diciéndose cosas que Reba no alcanza a oír. La científica guapa ríe por algo que ha dicho Marino y Reba se siente fatal.

—No veo nada en el cristal —dice Marino en voz alta, incorporándose.

—Yo tampoco.

Marino se pone en cuclillas y vuelve a inspeccionar el interior de la puerta que está detrás del asiento del conductor, sin darse ninguna prisa, como si hubiera reparado en algo.

—Ven aquí —le dice a la científica guapa como si Reba no estuviera presente.

Los dos están tan juntos que entre ellos no cabría ni una hoja de ese papel blanco.

—Bingo —dice Marino—. Aquí está la pieza metálica que se inserta en la hebilla.

—Parte de ella. —La científica guapa mira atentamente—. Ve una pequeña rebaba.

No encuentran ninguna otra huella, parcial ni de ningún otro tipo, ni siquiera manchas difusas, y Marino manifiesta su sospecha de que hayan limpiado el coche por dentro.

Cuando Reba intenta acercarse, no le deja sitio. El caso es suyo, no de él. Con independencia de lo que Marino piense o diga de ella, la detective es Reba y el caso es suyo.

—Discúlpeme —dice Reba con una autoridad que no siente—. ¿Qué tal si me hace un poco de sitio? —Y a continuación añade, dirigiéndose a la científica guapa—: ¿Qué ha encontrado en las alfombras?

—Estaban relativamente limpias, sólo había en ellas un poco de tierra, como cuando se sacuden o se limpian con una aspiradora que no absorbe bien. Puede que un poco de sangre, pero habrá que ver.

—Entonces es posible que este monovolumen se utilizara y después fuera devuelto a la casa. —Reba habla con audacia, y al rostro de Marino aflora de nuevo esa expresión dura y distante que tenía en Hooters—. Y no pasó por ningún peaje tras la desaparición de esas personas.

—¿De qué está hablando? —Marino la mira por fin.

—Hemos examinado el SunPass, pero eso no prueba nada de forma fehaciente. —Ella también posee información—. Hay muchas carreteras que no son de peaje. Quizás el coche fue por una de ésas.

—Eso es mucho suponer —comenta Marino eludiendo de nuevo su mirada.

—Las suposiciones no tienen nada de malo —contesta Reba.

—A ver qué tal le funciona eso en un juicio —dice él, negándose a mirarla—. Pruebe a utilizar suposiciones. Si dice «quizás» el abogado defensor se lo come a uno con patatas.

—Tampoco tienen nada de malo las hipótesis —dice Reba—. Ya sabe, como la de que una persona, o más de una, haya secuestrado a esta familia en este monovolumen y después lo haya vuelto a dejar en el camino de entrada, con las puertas desbloqueadas y parcialmente sobre el césped. Eso sería bastante inteligente, ¿no le parece? Si alguien hubiese visto que el coche salía de la casa, no le habría dado por pensar que fuese algo anormal. Y tampoco se hubiera extrañado de verlo regresar. Además, seguro que nadie vio nada, porque era de noche.

—Quiero que analicen inmediatamente esos residuos y que pasen las huellas dactilares por el AFIS. —Marino intenta reafirmar su dominio empleando un tono más prepotente todavía.

—Cómo no —dice con sarcasmo la guapa—. Enseguida vuelvo con mi cajita mágica.

—Siento curiosidad —le dice Reba—. ¿Es cierto que Lucy tiene en ese hangar de ahí vehículos todoterreno blindados, lanchas rápidas y un globo aerostático?

La científica guapa ríe, se quita los guantes y los echa a la basura.

—¿Quién demonios le ha dicho eso?

—Algún idiota —responde ella.

A las siete y media de la tarde, en casa de Daggie Simister están todas las luces apagadas, también la del porche.

Lucy sostiene el disparador de cable, preparada.

—Adelante —dice, y Lex rocía de Luminol el porche delantero de la vivienda.

No han podido hacerlo antes de que anocheciera. Aparecen unas huellas de pisadas que se desvanecen enseguida, esta vez con más intensidad. Lucy toma fotos y se va.

—¿Qué pasa? —inquiere Lex.

—Tengo una sensación muy rara —contesta Lucy—. Déjame el pulverizador.

Lex se lo entrega.

—¿Cuál es el falso positivo más común que obtenemos con el Luminol? —pregunta Lucy.

—La lejía.

—Otra cosa.

—El cobre.

Lucy comienza a rociar el huerto dando amplias pasadas, caminando al mismo tiempo. La hierba se vuelve de un color verde azulado, resplandece un instante y se apaga de nuevo allí donde la toca el Luminol, como un fantasmagórico océano luminiscente. Nunca ha visto nada igual.

—La única explicación es que hayan utilizado un fungicida —dice Lucy—. Fumigación con cobre. Lo que emplean con los cítricos para prevenir la cancrosis. Desde luego el método no es demasiado efectivo; testigo de ello son estos frutales marchitos con esa bonita franja roja alrededor.

—Las huellas indican que alguien cruzó el huerto y entró en la casa —dice Lex—. Alguien como un inspector de cítricos.

—Tenemos que averiguar quién fue —afirma Lucy.