Tiene un aspecto muy serio pero está fantástico con el abrigo largo de ante negro y el cabello plateado asomando por debajo de una gorra de béisbol de los Red Sox. Cada vez que Scarpetta pasa una temporada larga sin ver a Benton se queda impresionada con su refinada apostura, su estilizada elegancia. No desea estar enfadada con él, no lo soporta. La pone enferma.
—Como siempre, ha sido un placer volar con usted. Llámenos cuando sepa exactamente cuándo va a regresar —le dice Bruce, el piloto, estrechándole la mano con afecto—. Si necesita algo, no tiene más que decírmelo. Tiene todos mis números, ¿verdad?
—Gracias, Bruce —responde Scarpetta.
—Siento que haya tenido que esperar —le dice Bruce a Benton—. Soplaba un viento de proa de lo más incómodo.
Benton no tiene una actitud en absoluto amistosa. No le contesta. Observa cómo se va.
—A ver si lo adivino —le dice a Scarpetta—. Otro triatleta que ha decidido jugar a policías y ladrones. Es la única cosa que no me gusta de volar en los reactores de Lucy: sus pilotos cabeza hueca.
—Yo me siento muy segura con ellos.
—Pues yo, no.
Scarpetta se abotona el abrigo de lana y salen de la FBO.
—Espero que no haya intentado entablar conversación, que no te haya molestado. Me da en la nariz que es de ésos —comenta.
—Yo también me alegro de verte, Benton —responde Scarpetta caminando un paso por delante de él.
—Da la casualidad de que sé que no te alegras en absoluto.
Benton aprieta el paso. Le sostiene la puerta a Scarpetta para que pase y entra un viento frío que arrastra pequeños copos de nieve. Hace un día triste y gris, tan oscuro que se han encendido las luces del aparcamiento.
—Lucy contrata a tipos de éstos, todos muy guapos y adictos al gimnasio, y ellos se creen héroes de acción —comenta Benton.
—Ya has dicho lo que querías decir. ¿Vas a empezar una discusión antes de darme la oportunidad de decir algo?
—Es importante que te des cuenta de ciertas cosas, que no presupongas que alguien está limitándose a ser amable. Me preocupa que no captes señales importantes.
—Eso es ridículo —responde ella con cierto enojo—. Si acaso capto demasiadas. Aunque, obviamente, este año se me han pasado por alto algunas esenciales. Si querías pelea, ya la tienes.
Están cruzando el aparcamiento nevado y las farolas que iluminan el asfalto están difuminadas por la nieve. Todos los sonidos se oyen amortiguados. Normalmente van de la mano. Scarpetta no entiende cómo Benton puede haber hecho lo que ha hecho. Se le llenan los ojos de lágrimas. Tal vez sea por el viento.
—Me preocupa quién puede haber ahí fuera —dice Benton desbloqueando el Porsche, un modelo SUV cuatro por cuatro.
A Benton le gustan sus coches. A Lucy y a él les va la potencia. La diferencia estriba en que Benton se sabe poderoso y Lucy no tiene la sensación de serlo.
—¿Te preocupa en general? —le pregunta Scarpetta, suponiendo que habla de todas las señales que supuestamente ha dejado de captar ella.
—Estoy hablando de la persona que asesinó a la mujer de nuestro caso. La NIBIN tiene en su poder un casquillo de escopeta que parece haber sido disparado por la misma arma que se empleó para cometer un homicidio en Hollywood hace dos años: un caso de robo en una tienda de las que abren las veinticuatro horas. El tipo llevaba careta, mató a un chico de la tienda y después el encargado lo mató a él. ¿Te suena de algo?
Gira la cabeza hacia Scarpetta mientras se alejan del aeropuerto en el coche.
—He oído hablar de ese caso —responde ella—. Diecisiete años y sin otra arma que una mopa. ¿Alguien tiene alguna pista de por qué esa escopeta vuelve a estar en circulación? —pregunta mientras su resentimiento va en aumento.
—Todavía no.
—Últimamente ha habido muchas muertes por escopeta —comenta en tono frío y profesional.
Si Benton quiere así las cosas, por ella que no quede.
—Quisiera saber de qué va todo esto —añade con cierta indiferencia—. La que se utilizó en el caso de Johnny Swift desaparece y ahora la emplean en el caso de Daggie Simister. —Tiene que explicarle a Benton el caso de Daggie Simister. Él aún no está al corriente—. Una escopeta que se suponía que estaba bajo custodia o que se había destruido vuelve a utilizarse aquí —prosigue—. Y luego tenemos la Biblia encontrada en casa de esa familia desaparecida.
—¿Qué Biblia y qué familia desaparecida?
Eso también tiene que explicárselo, tiene que contarle lo de la llamada anónima de un individuo que se autodenomina Puerco. Tiene que contarle lo de la viejísima Biblia que encontraron en casa de las mujeres y los niños desaparecidos, decirle que estaba abierta por el libro de la Sabiduría, y que el versículo es el mismo que le recitó a Marino por teléfono aquel individuo llamado Puerco.
«Por esto, como a niños que no tienen uso de razón, habéis enviado un castigo que era una burla».
—Estaba marcado con varias equis a lápiz —explica—. La Biblia era una edición de 1756.
—Es raro que tuvieran una Biblia tan antigua.
—En aquella casa no había ningún otro libro tan antiguo, según dice la detective Wagner. Tú no la conoces. Las personas que trabajaban con ellas en la parroquia dicen que nunca habían visto esa Biblia.
—¿Habéis buscado huellas y ADN?
—No contiene ni huellas ni ADN.
—¿Tienes alguna teoría sobre lo que puede haberles ocurrido? —pregunta Benton, como si la única y exclusiva razón de que Scarpetta haya acudido rápidamente en avión privado sea para hablar del trabajo.
—Nada bueno —contesta ella, cada vez más resentida.
Benton no sabe cómo ha sido su vida últimamente.
—¿Alguna prueba de un delito?
—Aún nos queda mucho por hacer en los laboratorios. Trabajan a toda máquina. Encontré huellas de una oreja en una puerta corredera del dormitorio principal. Alguien aplastó la oreja contra el cristal.
—Quizá de uno de los niños.
—Qué va —replica Scarpetta, ya furiosa—. Hemos conseguido el ADN de los niños, o el que supuestamente es el suyo, de la ropa, de los cepillos de dientes, de un bote de medicamentos.
—No me parece que las huellas de oreja sean algo muy científico precisamente para un forense. Se ha detenido a varias personas erróneamente por culpa de huellas de oreja.
—Son una herramienta más, como el polígrafo —dice Scarpetta casi atacando.
—No pienso discutir contigo, Kay.
—Obtenemos el ADN de una huella de oreja del mismo modo que lo obtenemos de una huella dactilar —dice Scarpetta—. Ya lo hemos analizado y es desconocido, por lo visto no pertenece a ninguna de las personas que vivían en la casa. Tampoco hemos encontrado nada en la CODIS. Les he pedido a nuestros amigos de DNAPrints Genomics de Sarasota que lo analicen para averiguar el sexo y la inferencia ancestral o la afiliación racial. Por desgracia, eso tardará unos días. En realidad me importa un comino encontrar la coincidencia entre la oreja de una persona y esa huella. —Benton no dice una palabra—. ¿Tienes algo de comer en casa? Además, necesito una copa. No me importa que sea mediodía. Y también necesito que hablemos de otra cosa, aparte del trabajo. No he venido hasta aquí en medio de una ventisca para hablar del trabajo.
—Todavía no es una ventisca —comenta Benton sombrío—. Pero lo será.
Scarpetta mira por la ventana mientras él conduce en dirección a Cambridge.
—En casa tengo un montón de comida. Y lo que te apetezca de beber —dice Benton en voz baja.
Y luego dice algo más. Scarpetta no está segura de haberlo oído correctamente; lo que cree haber oído no puede ser cierto.
—Perdona, ¿qué acabas de decir? —le pregunta, desconcertada.
—Que si quieres terminar, es mejor que me lo digas ahora.
—¿Si quiero terminar? —Lo mira con incredulidad—. ¿Así sin más, Benton? ¿Tenemos una discusión importante y ya hablamos de poner fin a nuestra relación?
—Sólo te estoy dando la opción.
—No necesito que me des nada.
—No he querido decir que necesites mi permiso. Es que no sé cómo va a funcionar lo nuestro si ya no confías en mí.
—Puede que tengas razón. —Scarpetta lucha por contener las lágrimas y desvía el rostro para mirar la nieve.
—Así que estás diciendo que ya no confías en mí.
—¿Y si te lo hubiera hecho yo a ti?
—Me sentiría muy dolido —contesta él—. Pero intentaría comprender tus motivos. Lucy tiene derecho a su intimidad, es un derecho legal. La única razón por la que estoy enterado de que tiene ese tumor es porque ella me dijo que tenía un problema y me preguntó si yo podría arreglarlo para que le practicaran un escáner en el McLean, si podía conseguir que no se enterase nadie, mantenerlo en absoluto secreto. No quería pedir cita en un hospital de por ahí, ya sabes lo especial que es. Sobre todo últimamente.
—Antes sabía cómo era Lucy.
—Kay. —Benton se gira hacia ella—. Lucy no quería que constara en un informe. Ya no queda nada que sea privado, no desde la entrada en vigor del Acta Patriótica.
—Bueno, eso no voy a discutírtelo.
—Uno tiene que asumir que su historial médico, los medicamentos que le recetan, las cuentas bancarias, los hábitos de compra, todo lo íntimo de su vida puede ser escudriñado por los federales con el fin de frenar a los terroristas. La polémica carrera de Lucy en el FBI y el ATF es una preocupación fundada. No se fía de que no haya algo que ellos no puedan descubrir y termine haciéndole una auditoría el IRS, o figurando en una lista de pilotos inhabilitados, acusada de manejar información privilegiada, víctima de algún escándalo en la prensa, Dios sabe qué.
—¿Y qué me dices de ti y de tu no muy halagüeño pasado en el FBI?
Benton se encoge de hombros y sigue conduciendo deprisa. Cae una nieve ligera que apenas parece tocar el cristal.
—No hay mucho más que puedan hacerme —responde—. Lo cierto es que probablemente yo les supondría una pérdida de tiempo. Me preocupa mucho más quién anda por ahí con una escopeta que debería estar en manos de la policía de Hollywood o haber sido destruida.
—¿Qué hace Lucy con la medicación que le han recetado? Si tanto le preocupa dejar cualquier rastro electrónico o en papel…
—Y con razón. Lucy no se hace ilusiones. Son capaces de hacerse casi con cualquier cosa que se les antoje. Aunque haga falta una orden judicial, ¿qué supones que ocurre en realidad si el FBI desea obtener una de un juez que da la casualidad de que ha sido nombrado por el Gobierno actual, un juez preocupado por las posibles consecuencias a las que se expone si no colabora? ¿Hace falta que te describa aproximadamente unas cincuenta posibilidades reales?
—Antes Estados Unidos era un lugar agradable para vivir.
—En el caso de Lucy nos hemos ocupado de todo nosotros mismos —dice Benton.
Continúa hablando acerca del McLean, le asegura que Lucy no podía haber acudido a un sitio mejor, que por lo menos en el McLean tiene a los mejores médicos y científicos del país, del mundo entero. Pero nada de lo que dice hace que Scarpetta se sienta mejor.
Ya han llegado a Cambridge y pasan por delante de las espléndidas mansiones antiguas de la calle Brattle.
—Lucy no ha tenido que pasar por los canales normales ni una sola vez, ni siquiera para las consultas médicas. No queda constancia de nada a no ser que alguien cometa un error o una indiscreción —está diciendo Benton.
—No hay nada infalible. Lucy no puede pasarse el resto de la vida con la paranoia de que la gente va a enterarse de que tiene un tumor cerebral y de que está tomando un inhibidor de la dopamina para mantenerlo a raya. O de que se ha operado, si llegara a darse el caso.
Le resulta duro decir eso. Con independencia de que las estadísticas digan que la extirpación quirúrgica de los tumores en la pituitaria casi siempre tiene éxito, cabe la posibilidad de que algo salga mal.
—No es cáncer —dice Benton—. Si lo fuera, probablemente yo te lo habría contado, dijera ella lo que dijera.
—Lucy es mi sobrina. La he criado como a una hija. Tú no tienes derecho a decidir qué es lo que constituye una amenaza grave para su salud.
—Tú sabes mejor que nadie que los tumores de pituitaria no son infrecuentes. Los estudios demuestran que aproximadamente el veinte por ciento de la población sufre tumores en la pituitaria.
—Eso depende de quién haga la encuesta. El diez por ciento, el veinte. Me importan un bledo las estadísticas.
—Estoy seguro de que los has visto en las autopsias. La persona ni siquiera sabía que lo tenía; un tumor en la pituitaria no ha sido el motivo de que terminara en tu depósito de cadáveres.
—Pero Lucy sí que sabe que lo tiene. Y los porcentajes se basan en personas que tenían micro, no macro, adenomas y permanecían asintomáticas. El tumor de Lucy, según el último escáner, mide doce milímetros y no es asintomático. Tiene que tomar medicación para reducir el nivel de prolactina, anormalmente alto, y es posible que tenga que pasarse el resto de su vida medicándose, a no ser que le extirpen el tumor. Sé que tú eres muy consciente de los riesgos; por lo menos del riesgo de que la operación no salga bien y haya que dejar el tumor donde está.
Benton se mete en el camino de entrada de su casa, apunta con el mando a distancia y abre la puerta del garaje, independiente de la vivienda, una cochera para carruajes del siglo pasado. Ninguno de los dos dice nada hasta que deja el SUV aparcado junto a su otro potente Porsche y cierra la puerta. Luego van andando hasta la entrada lateral de la mansión, una construcción victoriana de ladrillo rojo oscuro que da a la plaza Harvard.
—¿Quién es el médico de Lucy? —pregunta Scarpetta entrando en la cocina.
—En este momento, nadie.
Ella se lo queda mirando. Benton se quita el abrigo y lo deja con cuidado sobre una silla.
—¿No tiene médico? No lo dirás en serio. ¿Y qué diablos habéis estado haciendo con ella aquí? —exclama Scarpetta forcejeando para quitarse el abrigo y después arrojándolo con rabia sobre una silla.
Benton abre un armario de roble y saca una botella de whisky escocés de malta y dos vasos. Llena ambos con hielo.
—La explicación no te va a gustar nada —le advierte—. Su médico ha muerto.
La sala de pruebas forenses de la Academia es un hangar con tres puertas de garaje que se abren a una carretera de acceso que comunica con un segundo hangar en el que Lucy guarda helicópteros, motocicletas, todoterrenos militares blindados, lanchas rápidas y un globo aerostático.
Reba sabe que Lucy posee helicópteros y motocicletas, eso lo sabe todo el mundo. Pero no está tan segura de si debe creerse lo que le dijo Marino acerca de las demás cosas que se suponía que había dentro de ese hangar. Sospecha que Marino le estaba gastando una broma, una broma que no habría tenido ninguna gracia porque la habría hecho quedar como una idiota si se lo hubiera creído y hubiera ido repitiéndolo por ahí. Marino le ha mentido muchas veces. Le dijo que ella le gustaba. Le dijo que las relaciones sexuales que había tenido con ella habían sido las mejores de su vida. Le dijo que, pasara lo que pasara, siempre serían amigos. Y nada de eso era verdad.
Lo conoció hace varios meses, cuando ella estaba aún en la unidad motorizada y él se presentó un día montado en la Softail que conducía antes de comprarse su espectacular Deuce. Ella acababa de aparcar su Road King junto a la entrada trasera del Departamento de Policía cuando oyó el estruendo de los tubos de escape, y allí estaba él.
—Te la cambio —dijo Marino pasando la pierna por encima del sillín igual que un vaquero bajándose de su caballo.
Después se tironeó de los pantalones vaqueros y se acercó a inspeccionar la moto, mientras ella daba vuelta a la llave y sacaba unas cuantas cosas del maletero.
—No me cabe la menor duda —contestó.
—¿Cuántas veces te has caído de eso?
—Ninguna.
—Ya. Mira, sólo hay dos clases de motoristas: los que se han caído de la moto y los que se caerán.
—Hay una tercera clase —le respondió ella bastante satisfecha de su uniforme y de las botas altas negras—: El que se ha caído y no quiere decirlo.
—Ah, pero ése no es mi caso.
—No es eso lo que me han dicho —repuso ella para provocarlo, coqueteando un poco—. Lo que me han contado es que se te olvidó bajar la patilla de apoyo en la gasolinera.
—Chorradas.
—Y también me han contado que estabas participando en una carrera de obstáculos y te olvidaste de desbloquear el manillar antes de dirigirte a la barra siguiente.
—Ésa es la gilipollez más grande que he oído en mi vida.
—¿Y qué me dices de esa vez que le diste al interruptor de apagado en vez del intermitente derecho?
Marino rompió a reír y le preguntó si le apetecía ir con él a Miami a almorzar en Monty Tariner’s, sobre el agua. Después de aquello hicieron varios viajes en moto, en una ocasión hasta Cayo Oeste, volando como pájaros por la autopista U.S.l y atravesando el agua como si pudieran caminar sobre ella, con los viejos puentes del ferrocarril Flagler al oeste, un monumento ajado por la intemperie que lo transportaba a uno hasta un romántico pasado en el que el sur de Florida era un paraíso tropical de hoteles modernistas, Jackie Gleason y Hemingway… No todo al mismo tiempo, naturalmente.
Todo fue perfecto hasta hace poco menos de un mes, justo cuando la ascendieron a la división de detectives. Marino empezó por evitar el sexo. Se comportaba de un modo extraño al respecto. A Reba le preocupaba que aquello tuviera que ver con su ascenso. Quizá ya no la encontrara atractiva. Otras veces los hombres se habían cansado de ella, así que ¿por qué no podía estar sucediendo de nuevo? La relación entre ambos se rompió definitivamente un día que cenaban en Hooters, que no era precisamente su restaurante favorito, dicho sea de paso, y sin saber cómo surgió el tema de Scarpetta.
—La mitad de los tíos que hay en el Departamento de Policía están colados por ella —dijo Reba.
—Ah —contestó Marino cambiando de cara.
Así, sin más, se había transformado en otra persona.
—No tenía ni idea —dijo Marino, pero no se parecía en nada al Marino que tanto había llegado a gustarle.
—¿Conoces a Bobby? —le preguntó Reba, y ahora piensa que ojalá hubiera cerrado la boca.
Marino se echó azúcar en el café. Era la primera vez que Reba lo veía hacer eso; Marino le había dicho que no había vuelto a tocar el azúcar.
—En el primer homicidio en el que trabajamos juntos —continuó diciendo Reba—. Estaba allí la doctora Scarpetta y, cuando se disponía a transportar el cadáver al depósito, Bobby me susurró que se moriría de gusto si pudiera conseguir que ella le acariciara con las manos de arriba abajo. Y yo le dije: «Bueno, si te mueres me aseguraré de que ella te abra el cráneo con una sierra para ver si realmente tienes un cerebro dentro».
Marino se tomó su café con azúcar mirando a una camarera de voluminosas tetas que se inclinaba para llevarse su plato de ensalada.
—Bobby se refería a Scarpetta —agregó Reba, no muy segura de que Marino lo hubiera pillado, deseando que sonriera o algo, cualquier cosa menos aquella expresión dura y distante que tenía en la cara, mirando las tetas y los culos que pasaban por delante—. Fue entonces cuando la conocí —continuó Reba hablando con nerviosismo—. Recuerdo que pensé que a lo mejor tú y ella estabais liados. Claro que luego me alegré mucho cuando me enteré de que no.
—Deberías trabajar en todos tus casos con Bobby. —Y a continuación Marino hizo un comentario que no tenía nada que ver con lo que Reba acababa de decir—. Hasta que sepas qué diablos haces, no deberías llevar ningún caso tú sola. De hecho, quizá deberías dejar la división de detectives. No creo que sepas dónde te has metido. No es como lo que se ve en televisión.
Reba recorre el lugar con la mirada y se siente avergonzada e inútil. Es primera hora de la tarde. Los de la científica llevan varias horas trabajando, el monovolumen gris está colocado en un elevador hidráulico, con las ventanillas opacas debido a los vapores del cianocrilato. Las alfombras ya han sido examinadas y aspiradas. Una cosa en la alfombrilla del conductor se ha iluminado; puede que sea sangre.
La policía científica está recogiendo restos de los neumáticos sirviéndose de unas brochas para eliminar el polvo y la tierra del dibujo y recogiendo dichos restos en unos papelitos blancos que a continuación doblan y sellan con cinta amarilla. Hace un minuto, uno de los científicos, una mujer joven y bonita, le ha dicho a Reba que no utilizan recipientes metálicos para las pruebas porque cuando pasan éstas por el SEM…
—¿El qué? —ha preguntado Reba.
—Un microscopio electrónico de barrido provisto de un sistema de energía dispersiva de rayos X.
—Oh —ha respondido Reba, y acto seguido la científica guapa ha procedido a explicarle que si se colocan las pruebas en recipientes metálicos y el barrido da positivo en hierro o en aluminio, ¿cómo sabe uno que no son partículas microscópicas del recipiente?
Un buen argumento, que jamás se le habría ocurrido a Reba. La mayor parte de lo que están haciendo allí no se le habría ocurrido a ella. Se siente inexperta y tonta. Se queda de pie a un lado, pensando en cuando Marino le dijo que no debería llevar ningún caso en solitario, pensando en la expresión de su cara y en su tono de voz cuando le dijo aquello.
Observa el camión grúa, otros elevadores hidráulicos y las mesas llenas de equipo fotográfico, microscopios Mini-Crime, brochas y polvos luminiscentes, aspiradoras de residuos, trajes protectores Tyvek y maletines de material para usar en los lugares donde se ha cometido un delito que parecen enormes cajas de equipo. En el extremo más alejado del hangar hay incluso un trineo y muñecos de los que se usan para hacer pruebas de choques, y en eso oye la voz de Marino. La oye clara como el día, dentro de su cerebro.
«No es como lo que se ve en televisión».
No tenía derecho a decirle eso.
«Quizá deberías dejar la división de detectives».
Entonces oye su voz nuevamente, y esta vez es real. Sorprendida, se da media vuelta.
Marino va caminado en dirección al monovolumen, y pasa justo por delante de ella con un café en la mano.
—¿Alguna novedad? —le dice Marino a la científica guapa, que está sellando con cinta un papel doblado.
Se queda contemplando el monovolumen subido al elevador, actuando como si Reba fuera una sombra en la pared, un espejismo de la autopista, algo que no significa nada.
—Puede que dentro haya sangre —está diciendo la científica guapa—. Es una sustancia que ha reaccionado al Luminol.
—Me voy por un café y mira lo que me pierdo. ¿Y había huellas?
—Aún no hemos abierto el coche. Estaba preparándome para ello, no quiero quemarlo en exceso.
La científica guapa tiene el pelo largo, brillante y de un tono castaño oscuro que le recuerda a Reba un alazán. También posee un cutis precioso, perfecto. Qué no daría Reba por tener una piel así, por retroceder todos los años que ha pasado al sol de Florida. Ya no merece la pena seguir preocupándose y, además, la piel con arrugas tiene un aspecto todavía peor cuando está pálida, de modo que ella se tuesta. Y sigue haciéndolo. Mira el cutis liso y el cuerpo juvenil de la científica guapa y le entran ganas de echarse a llorar.
El comedor tiene suelos de madera de abeto y puertas de roble y también una chimenea de mármol. Benton se agacha frente al hogar, prende una cerilla y al instante se elevan unas volutas de humo de la leña menuda.
—Johnny Swift se graduó en la Facultad de Medicina de Harvard, fue residente en el Mass General, entró como becario en el Departamento de Neurología del McLean —dice, incorporándose y volviendo al sofá—. Hace un par de años comenzó a ejercer en Stanford, pero también abrió una consulta en Miami. Enviamos a Lucy a Johnny porque era muy conocido en el McLean, era excelente y lo tenía a mano. Fue su neurólogo, y creo que se hicieron muy buenos amigos.
—Lucy debería habérmelo dicho. —Scarpetta sigue sin comprenderlo—. Estamos investigando su caso, ¿y ella se guarda una cosa tan importante? —No deja de repetirlo—. Puede que lo hayan asesinado, ¿y ella no dice nada?
—Johnny era un candidato para el suicidio, Kay. No estoy diciendo que no lo asesinaran, pero cuando estaba en Harvard empezó a sufrir alteraciones del estado de ánimo, se convirtió en paciente externo del McLean, se le diagnosticó trastorno bipolar, que le controlaban con litio. Como te digo, era muy conocido en el McLean.
—No es necesario que sigas insistiendo en que era una persona cualificada y compasiva y no un médico escogido al azar.
—Estaba más que cualificado, y desde luego que no era un médico escogido al azar.
—Estamos investigando su caso, un caso muy sospechoso —repite Scarpetta—. Y resulta que Lucy no puede ser lo bastante sincera para decirme la verdad. ¿Cómo diablos puede ser objetiva?
Benton bebe un sorbo de whisky y contempla el fuego mientras las llamas juegan dibujando sombras en su rostro.
—No estoy seguro de que venga al caso. La muerte de Johnny no tiene nada que ver con Lucy, Kay.
—Y yo no estoy segura de que sepamos eso —responde ella.