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Lucy tiene un macroadenoma. La glándula pituitaria, suspendida de un pedúnculo del hipotálamo, en la base del cerebro, tiene un tumor.

El tamaño normal de la pituitaria es aproximadamente el de un guisante. Se la conoce como glándula maestra porque transmite señales a la tiroides, a las glándulas suprarrenales y a los ovarios o los testículos para controlar la producción de hormonas que afectan drásticamente al metabolismo, la presión sanguínea, la reproducción y otras funciones vitales. El tumor de Lucy mide aproximadamente doce milímetros de diámetro. Es benigno, pero no va a desaparecer por sí solo. Sus síntomas son dolores de cabeza y un exceso de prolactina que le produce síntomas desagradables parecidos a los del embarazo. Por el momento controla su estado con un tratamiento que se supone que ha de reducir los niveles de prolactina y hacer que el tumor encoja. Su reacción no ha sido la ideal; Lucy odia tomarse la medicación y no sigue una pauta ordenada. Con el tiempo podría necesitar una intervención quirúrgica.

Scarpetta aparca el coche delante de Signature, la FBO del aeropuerto Fort Lauderdale, donde Lucy guarda su reactor en un hangar. Se apea del coche y saluda a los pilotos pensando en Benton. No sabe si podrá perdonarlo. Se siente tan profundamente dolida, tan furiosa que el corazón le va a cien por hora y le tiemblan las manos.

—Todavía están cayendo algunas nevadas allá arriba —dice Bruce, el jefe de los pilotos—. Estaremos en el aire a eso de las dos y veinte. Tenemos un decente viento de proa.

—Ya sé que no quería catering, pero hemos conseguido una bandeja de quesos —dice su copiloto—. ¿Trae equipaje?

—No —responde ella.

Los pilotos de Lucy no llevan uniforme. Son agentes especialmente entrenados a gusto de ella: ni beben ni fuman ni toman ninguna clase de droga, están en muy buena forma y han recibido entrenamiento en defensa personal. Escoltan a Scarpetta hasta la pista de despegue en la que aguarda el Citation X, parecido a un enorme pájaro blanco con panza. A Scarpetta le recuerda el vientre de Lucy, lo que le ha sucedido.

Una vez dentro del avión se acomoda en el gran asiento de cuero y, cuando los pilotos están ocupados en el interior de la cabina, llama a Benton.

—Llegaré sobre la una, una y cuarto —le dice.

—Por favor, procura entenderlo, Kay. Sé cómo debes de sentirte.

—Ya hablaremos de eso cuando llegue.

—Nunca dejamos las cosas así —responde él.

Es la norma, el antiguo principio: nunca dejes que se ponga el sol estando furioso, nunca te metas en un coche ni en un avión ni salgas de casa enfadado. Si hay alguien que sepa cuan rápidamente y al azar golpea la tragedia, ésos son Scarpetta y él.

—Feliz vuelo —le dice Benton—. Te quiero.

Lex y Reba pasean alrededor de la casa como si buscaran algo. Dejan de buscar cuando Lucy hace su espectacular aparición en el camino de entrada de Daggie Simister.

Apaga el motor de la V-Rod, se quita el casco integral negro y se baja la cremallera de la cazadora negra.

—Pareces Darth Vader —le dice Lex en tono jocoso.

Lucy jamás había conocido a alguien con felicidad crónica. Lex es todo un hallazgo. Cuando se graduó la Academia no quiso de ningún modo dejarla marchar. Es inteligente y cuidadosa y sabe cuándo quitarse de en medio.

—¿Qué estamos buscando aquí fuera? —inquiere Lucy recorriendo con la mirada el pequeño jardín.

—Esos frutales de ahí —contesta Lex—. No es que yo sea detective, pero cuando estuvimos en la otra casa, en la de la familia desaparecida —indica la vivienda anaranjada que se ve en la otra orilla del canal—, la doctora Scarpetta dijo algo acerca de un inspector de cítricos que andaba por aquí. Dijo que lo había visto examinar los árboles de la zona, quizás en el jardín de la casa del vecino. Desde aquí no se distingue, pero algunos de esos árboles tienen estas mismas franjas rojas. —Señala de nuevo la casa anaranjada de enfrente.

—Por supuesto, la cancrosis se contagia muy rápido. Si estos árboles están infectados, supongo que también lo estarán muchos de la zona. A propósito, soy Reba Wagner —dice dirigiéndose a Lucy—. Probablemente habrá oído hablar de mí a Pete Marino.

Lucy la mira a los ojos.

—¿Y qué es lo que podría haber dicho de usted?

—El reto mental que soy.

—Reto mental es una expresión que amplía su vocabulario hasta un punto inimaginable. Seguramente ha dicho que es retrasada mental.

—Ahí lo tiene.

—Vamos adentro —propone Lucy encaminándose hacia el porche de entrada—. Veamos lo que se le pasó por alto la primera vez —le dice a Reba—, ya que es mentalmente tan incapaz.

—Ni en broma —le dice Lex a Reba recogiendo el maletín de pruebas que había dejado junto a la puerta de la casa—. Antes de que hagamos nada —esto se lo dice también a Reba—, quiero comprobar que la casa ha estado precintada desde que vosotras limpiasteis el lugar.

—Desde luego que sí. Yo misma lo vi. Precintaron todas las puertas y ventanas.

—¿Hay sistema de alarma?

—Te asombraría saber cuánta gente de por aquí no tiene.

Lucy observa que hay pegatinas de la compañía de alarmas H & M en las ventanas y comenta:

—Se ve que de todos modos estaba preocupada. Probablemente no se podía permitir una alarma de verdad, pero aun así quiso ahuyentar a los malos.

—El problema es que los malos ya se saben el truco —comenta Reba—. Pegatinas y carteles en los arriates. Un ladrón echa un vistazo a esta casa y calcula que lo más probable es que no disponga de sistema de alarma, que la persona que vive en ella no se lo puede permitir o es demasiado vieja para tomarse esa molestia.

—Hay mucha gente mayor que no se toma la molestia, es cierto —reconoce Lucy—. Además de que se olvidan del código. Lo digo en serio.

Reba abre la puerta y es recibida por una ráfaga de aire rancio, como si la vida que había en el interior hubiera huido hace mucho tiempo. Entra y enciende las luces.

—¿Qué se ha hecho hasta ahora? —pregunta Lex mirando el suelo de terrazo.

—Nada, salvo en el dormitorio.

—Muy bien, vamos a quedarnos un minuto aquí a pensar —dice Lucy—. Sabemos dos cosas. El asesino se las arregló para entrar en la casa sin tirar la puerta abajo y, después de matar a la víctima, se las arregló para salir. ¿También por una puerta? —le pregunta a Reba.

—Yo diría que sí. La casa tiene ventanas de celosía. No hay forma de colarse por una a no ser que seas de goma.

—En ese caso, lo que deberíamos hacer es rociar empezando por esta puerta y retrocediendo hasta el dormitorio en el que asesinaron a la anciana —dice Lucy—. Después haremos lo mismo con las demás puertas. Triangulando.

—Eso sería esta puerta, la de la cocina y las correderas del comedor que dan al porche, aparte de las del propio porche —les dice Reba—. Los dos juegos de puertas correderas no estaban cerradas con llave cuando llegó Pete, eso afirma él.

Entra en el vestíbulo seguida de Lucy y Lex. Cierran la puerta.

—¿Conocemos algún detalle más acerca del inspector de cítricos que usted y la doctora Scarpetta vieron por casualidad más o menos cuando mataron a la anciana? —inquiere Lucy; cuando trabaja jamás se refiere a Scarpetta como su tía.

—Yo he encontrado un par de cosas. En primer lugar, los inspectores trabajan por parejas. En cambio la persona que vimos estaba sola.

—¿Y cómo sabe que su compañero no se encontraba a la vista en aquel momento? A lo mejor estaba en el jardín delantero —sugiere Lucy.

—No lo sabemos. Pero sólo vimos a esa persona. Y no consta en ninguna parte que tuviera que haber inspectores en esta zona. Otra cosa: utilizó uno de esos recogedores de fruta, ya sabe, un tubo largo con una garra o algo así para arrancar fruta de la copa del árbol sin tener que subirse a él. Pero, según lo que me han dicho, los inspectores no utilizan nada parecido.

—¿Adónde quiere llegar? —pregunta Lucy.

—Ese tipo desmontó el recogedor y lo guardó en una bolsa grande de color negro.

—A saber qué más había en esa bolsa —comenta Lex.

—Una escopeta, quizá —sugiere Reba.

—No hay que descartar ninguna posibilidad —dice Lucy.

—Yo diría que se ha reído en nuestra cara —añade Reba—. Estoy totalmente a la vista en la otra orilla del canal. Soy policía. Estoy con la doctora Scarpetta y es evidente que estamos echando un vistazo, investigando, y él está ahí plantado, mirándonos, fingiendo que examina unos frutales.

—Es posible, pero no podemos estar seguras —responde Lucy—. No descartemos ninguna posibilidad —les recuerda una vez más.

Lex se acuclilla en el frío suelo de terrazo y abre el maletín. A continuación cierran todas las persianas de la casa y se ponen los trajes de protección. Luego Lucy instala el trípode, fija la cámara y el disparador de cable mientras Lex mezcla el Luminol y lo trasvasa a un vaporizador negro. Toman fotografías del área que rodea justo la entrada de la puerta principal, después apagan las luces y la suerte les sonríe al primer intento.

—Humo sagrado. —La voz de Reba resuena en la oscuridad.

La forma característica de unas pisadas resplandece verdiazul cuando Lex humedece el suelo; Lucy lo capta con su cámara.

—Debía de tener muchísima sangre en las botas para dejar un rastro como éste después de recorrer la casa entera —comenta Reba.

—Estaría de acuerdo a no ser por una cosa —dice Lucy en la oscuridad—. Las pisadas van en dirección contraria. En vez de salir, entran.