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El aire es denso y ondulado, como el agua, y ofrece bastante resistencia, pero la V-Rod no se tambalea ni parece ir forzada. Lucy se agarra al sillín de cuero con los muslos y aumenta la velocidad hasta ciento noventa por hora. Mantiene la cabeza baja y los codos pegados como un yóquey para poner a prueba su última adquisición en la pista.

Hace una mañana luminosa e inusualmente calurosa y ya ha desaparecido todo vestigio de las tormentas de ayer. Vuelve a bajar hasta ciento treinta y nueve mil revoluciones por minuto, satisfecha de que la Harley, con sus ejes de leva y sus pistones más grandes, con su rueda de espigas trasera y el motor trucado, sea capaz de quemar el pavimento cuando es necesario; pero no quiere tentar demasiado la suerte. Incluso a ciento setenta y cinco va más deprisa de lo necesario para ver bien, y ésa no es una buena costumbre. Fuera de su inmaculada pista de pruebas hay carreteras públicas y, a semejantes velocidades, la más ligera imperfección del firme puede resultar mortal.

—¿Qué tal va? —resuena la voz de Marino dentro del casco integral.

—Como debe —responde ella bajando a ciento treinta, empujando ligeramente el manillar, virando alrededor de unos pequeños conos de color naranja fuerte.

—Es muy silenciosa. Casi no la oigo desde aquí —comenta Marino desde la torre de control.

«Es que se supone que tiene que ser silenciosa», piensa Lucy. La V-Rod es una Harley que no hace ruido, una moto de carreras que parece una moto de carretera y no llama la atención.

Lucy se echa hacia atrás en el sillín, reduce la velocidad a noventa y aprieta con el pulgar el tornillo de fricción para fijar el acelerador en una versión aproximada de un control de crucero. Se inclina para tomar una curva y saca una pistola Glock del calibre cuarenta de la funda que lleva incorporada al muslo derecho de su pantalón negro.

—Nadie a la vista —transmite.

—Tienes vía libre.

—Bien. Adelante.

Desde la torre de control, Marino observa cómo Lucy toma la cerrada curva que hay en el extremo norte de la pista, cuya longitud total es de un kilómetro y medio.

Recorre con la mirada los altos montículos de tierra, el cielo azul, los campos de tiro cubiertos de hierba, la carretera que pasa por el centro del terreno y, después, el hangar y la pista de despegue, como a ochocientos metros de distancia. Se cerciora de que en la zona no haya ningún miembro del personal, ni vehículos ni aviones. Cuando la pista se está utilizando no se permite la presencia de nadie en un kilómetro y medio a la redonda, ni siquiera en lo que concierne al espacio aéreo.

Marino experimenta una mezcla confusa de emociones cuando contempla a Lucy. Su valentía y sus notables habilidades lo impresionan. La ama pero al mismo tiempo le inspira resentimiento, en parte preferiría no sentir nada en absoluto por ella. Lucy es como su tía Kay: le hace sentirse inaceptable para el tipo de mujeres que le gustan pero a las que le falta valor para pretender. Contempla cómo Lucy acelera por la pista de pruebas maniobrando su nueva motocicleta, rápida como una bala, como si formara parte de ella, y piensa en Scarpetta, que está de camino al aeropuerto, de camino a reunirse con Benton.

—En acción dentro de cinco segundos —le dice al micrófono.

Al otro lado del cristal, la figura negra de Lucy a lomos de la estilizada motocicleta negra avanza a toda velocidad suavemente, casi sin hacer ruido. Marino detecta un movimiento del brazo derecho cuando Lucy aprieta la pistola contra su cuerpo, con el codo metido hacia la cintura para que el viento no le arranque el arma de la mano. Observa cómo pasan los segundos en el reloj digital incorporado a la consola y, tras contar hasta cinco, pulsa el botón de la Zona Dos. En el lado oriental de la pista se levantan unas dianas pequeñas y redondas que enseguida caen hacia atrás con un fuerte ruido metálico al ser alcanzadas por la andanada de balas del calibre cuarenta. Lucy no falla. Hace que parezca fácil.

—Larga distancia en la curva base. —La voz de Lucy llena el auricular.

—¿A favor del viento?

—Roger.

Sus pisadas rápidas y cargadas de emoción resuenan con fuerza por el pasillo. Oye lo que siente en la manera en que sus botas avanzan por la madera vieja y desgastada. Lleva la escopeta. También lleva la caja de zapatos con el aerógrafo, la pintura roja y la plantilla.

Viene preparado.

—Ahora sí que vas a decir que lo sientes —dice en dirección a la puerta abierta que hay al final del corredor—. Ahora vas a tener lo que te mereces —añade, caminando rápido.

Penetra en el hedor. Cuando traspasa el umbral, es como un muro, peor que fuera, junto a la fosa. Dentro de la habitación el aire no se mueve y el tufo a muerto se estanca. Se queda mirando, pasmado.

Esto no puede haber sucedido.

¡Cómo puede haber permitido Dios que suceda esto!

Oye a Dios en el pasillo, que atraviesa el umbral fluyendo, sacudiendo la cabeza en un gesto de negación.

—¡Me había preparado! —chilla él.

Dios mira a la muerta, la ahorcada, que se ha librado del castigo, y menea la cabeza otra vez. Es culpa de Puerco, es un imbécil, no lo ha previsto, debería haberse asegurado de que no pasara una cosa así.

La muerta no ha llegado a decir que lo siente, todas lo dicen al final, cuando tienen el cañón de la escopeta metido en la boca, hablan como pueden, intentan decir: «Lo siento. Por favor. Lo siento».

Dios desaparece del umbral y lo deja a solas con su equivocación y con la zapatilla rosa de niña encima del colchón lleno de manchas. Puerco empieza a sacudirse por dentro, con una rabia tan intensa que no sabe qué hacer con ella.

Suelta un chillido, cruza rápidamente el suelo asqueroso, pegajoso y sucio de orina y de mierda y se pone a dar patadas con todas sus fuerzas al cuerpo desnudo, repugnante y sin vida. Ella se sacude con cada puntapié; se balancea colgando de la cuerda que le rodea el cuello, ladeado hacia el oído izquierdo. La lengua asoma como si se burlase de él. Su rostro tiene un color rojo oscuro y azulado, como si le estuviese gritando algo. Su peso se apoya sobre las rodillas, encima del colchón, y la cabeza está inclinada hacia delante, como si estuviera rezándole a Dios. Los brazos, atados, están levantados y las manos juntas, como si celebrase la victoria.

«¡Bien! ¡Bien!». Se balancea en la cuerda, victoriosa y con la zapatilla rosa a su lado.

—¡Cállate! —vocifera Puerco.

Y otra vez se pone a arrearle patadas con sus grandes botas, hasta que siente las piernas demasiado cansadas para continuar pateando.

Entonces la golpea una y otra vez con la culata de la escopeta, hasta que siente los brazos demasiado cansados para continuar golpeando.