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La doctora Self, sentada a su mesa, contempla la piscina, cada vez más nerviosa por la hora. Todos los miércoles por la mañana debe estar en el estudio a eso de las diez para prepararse para el programa de radio en directo.

—No puedo confirmárselo en absoluto —dice por teléfono; si no tuviera tanta prisa disfrutaría de esta conversación por todos los motivos inadecuados.

—No cabe ninguna duda de que usted le recetó Ritalin a David Fortuna —responde la doctora Kay Scarpetta.

La doctora Self no puede evitar pensar en Marino y en todo lo que le ha contado acerca de Scarpetta. No se siente intimidada. En este momento tiene ventaja sobre esta mujer a la que ha visto sólo en una ocasión y de la que oye hablar de forma incesante todas las semanas, sin falta.

—Diez miligramos tres veces al día —truena en la línea la fuerte voz de la doctora Scarpetta.

Parece cansada, tal vez deprimida. La doctora Self podría ayudarla. Así se lo dijo cuando se vieron el mes de junio pasado en la Academia, en la cena que dieron en su honor.

—Las mujeres sumamente motivadas y profesionales de éxito como nosotras debemos tener cuidado para no descuidar nuestro panorama emocional —le dijo a Scarpetta cuando coincidieron por casualidad en el baño de señoras.

—Gracias por las conferencias. Sé que los alumnos están disfrutándolas —repuso Scarpetta, y la doctora Self la caló enseguida.

Las Scarpetta que hay por el mundo son expertas en eludir el escrutinio personal o cualquier cosa que pueda dejar al descubierto su secreta vulnerabilidad.

—Estoy segura de que es usted una inspiración para los alumnos —dijo Scarpetta lavándose las manos en el lavabo como si estuviera preparándose para una operación—. Todo el mundo le agradece que haya encontrado tiempo en su apretada agenda para venir aquí.

—Veo que en realidad no siente lo que dice —le respondió la doctora Self con candidez—. La gran mayoría de mis colegas de profesión desprecian a todo aquél que ejerce en algún lugar que no sea detrás de unas puertas cerradas y sale a terreno abierto, por radio y televisión. La verdad, naturalmente, es que tienen envidia. Sospecho que la mitad de las personas que me critican vendería su alma al diablo por estar en el aire.

—Es probable que tenga razón —contestó Scarpetta secándose las manos.

Fue un comentario que se prestaba a interpretaciones muy diversas: la doctora Self está en lo cierto y la mayoría de sus colegas de profesión la desprecia, o la mitad de las personas que la critican es por envidia, o es verdad que sospecha que la mitad de las personas que la critican le tienen envidia lo cual quiere decir que a lo mejor no la envidian en absoluto. Por más que ha rememorado esta conversación del baño de señoras y por más que ha analizado ese comentario en particular no consigue decidir qué quiso decir la doctora Self y si la estaba insultando de manera muy inteligente y sutil.

—Habla usted como si estuviera preocupada por algo —le dice a Scarpetta por el teléfono.

—Y así es. Quiero saber qué le ocurrió a su paciente, David. —Esquiva el comentario personal—. Hace poco más de tres semanas se le repusieron cien pastillas —agrega.

—Eso no puedo verificarlo.

—No necesito que lo compruebe; he recogido el bote correspondiente a la receta en casa de David. Sé que usted le recetó Ritalin y sé exactamente cuándo se ha repuesto el medicamento y donde: en la farmacia del centro comercial donde está el templo de Ev y Kristin.

La doctora Self no confirma ese extremo, pero es cierto.

Lo que dice es:

—Desde luego, precisamente usted debe entender lo que es la confidencialidad.

—Pues yo esperaba que usted entendiera que estamos sumamente preocupados por el bienestar de David y de su hermano, y también por el de las dos mujeres con las que viven.

—¿Alguien ha considerado la posibilidad de que los chicos pudieran sentir nostalgia de Suráfrica? No estoy diciendo que la sintieran —añade—, simplemente planteo una hipótesis.

—Sus padres fallecieron el año pasado en Ciudad del Cabo —dice Scarpetta—. He hablado con el forense que…

—Sí, sí —la interrumpe la doctora Self—. Es una tragedia terrible.

—¿Los dos niños eran pacientes suyos?

—¿Se imagina lo traumático que fue eso? Según tengo entendido por comentarios que han llegado a mis oídos, aparte de por las sesiones que pueda haber tenido con ellos, su hogar adoptivo era provisional. Creo que siempre se dio por hecho que cuando llegara el momento apropiado regresarían a Ciudad del Cabo, a vivir con unos familiares que tuvieron que mudarse a una casa más grande o algo así antes de poder adoptar a los pequeños.

Probablemente no debería dar más detalles, pero es que disfruta demasiado de la conversación para ponerle fin.

—¿Cómo se los enviaron a usted? —pregunta Scarpetta.

—Se puso en contacto conmigo Ev Christian, que me conocía, por supuesto, por mis programas.

—Eso debe de sucederle muy a menudo. La gente la escucha y le entran ganas de ser paciente de usted.

—En efecto.

—Lo cual quiere decir que debe de rechazar a muchas personas.

—No me queda otro remedio.

—Y entonces, ¿qué la hizo decidirse a aceptar a David y tal vez a su hermano?

La doctora Self repara en que hay dos personas junto a su piscina. Dos hombres con polo blanco, gorra negra de visera y gafas oscuras observan los árboles frutales con las franjas rojas.

—Al parecer, tengo intrusos —dice en tono de fastidio.

—¿Perdón?

—Los malditos inspectores. Mañana mismo voy a tratar acerca de este tema en el programa, en mi nuevo programa de televisión. Pues mire, ahora sí que voy a ponerme agresiva de verdad ante el micrófono. Hay que ver con qué libertad entran en mi propiedad. Perdone, tengo que dejarla.

—Esto es de suma importancia, doctora Self. No la habría llamado si no hubiera un motivo para…

—Tengo muchísima prisa y, encima, esto. Ahora resulta que vuelven a venir esos idiotas, probablemente para acabar con todos mis preciosos frutales. En fin, ya veremos. No les voy a permitir que entren aquí con una tropa de zopencos armados con sierras de talar y tijeras de podar. Ya veremos —repite amenazadora—. Si desea que le proporcione más información tendrá que conseguir una orden judicial o un permiso del paciente.

—Es más bien difícil obtener un permiso de una persona que ha desaparecido.

La doctora Self cuelga y sale a la cálida y luminosa mañana para dirigirse con actitud resuelta hacia los hombres de polo blanco que, vistos más de cerca, llevan un logotipo en la parte delantera, el mismo que en la gorra. Los polos tienen en la espalda un rótulo en letras negras que dice: «Departamento de Agricultura y Servicios al Consumidor de Florida». Uno de los inspectores sostiene una PDA y está haciendo algo con ella mientras el otro habla por su teléfono móvil.

—Discúlpenme —dice la doctora Self en tono agresivo—. ¿En qué puedo servirles?

—Buenos días. Somos inspectores de cítricos del Departamento de Agricultura —responde el hombre de la PDA.

—Ya veo quiénes son —replica la doctora sin sonreír.

Los dos llevan una placa verde con su fotografía, pero la doctora Self sin gafas no puede leer los nombres.

—Hemos llamado al timbre y hemos pensado que no había nadie en casa.

—De modo que entran en mi propiedad y proceden sin más —dice la doctora.

—Tenemos permiso para entrar en jardines abiertos y, como le digo, pensábamos que no había nadie. Hemos llamado al timbre varias veces.

—Desde mi consulta no oigo el timbre —dice ella, como si la culpa fuera de los otros.

—Discúlpenos. Pero teníamos que inspeccionar sus frutales y no nos hemos dado cuenta de que ya habían pasado por aquí los inspectores…

—Ya han estado aquí. Así que reconocen que ya han entrado sin permiso en otra ocasión.

—Nosotros concretamente, no. Lo que quiero decir es que nosotros no hemos inspeccionado su propiedad, pero alguien lo ha hecho. Aunque no haya constancia de ello —le dice el inspector de la PDA.

—Señora, ¿ha pintado usted esas franjas?

La doctora Self mira sin comprender las franjas de sus frutales.

—¿Para qué iba a hacer yo eso? He dado por supuesto que las habían pintado ustedes.

—No, señora. Ya estaban. ¿Quiere decir que no se había fijado en ellas?

—Naturalmente que sí.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿cuándo?

—Hace unos días. No estoy segura.

—Verá, las franjas indican que sus frutales están infectados con cancrosis y que habrá que eliminarlos. Llevan años infectados.

—¿Años?

—Debería haberlos arrancado hace mucho —explica el otro inspector.

—¿De qué demonios me están hablando?

—Hace un par de años que dejamos de pintar franjas rojas. Ahora empleamos cinta naranja. De modo que alguien marcó sus frutales para eliminarlos y, según parece, nadie se ha ocupado de hacerlo. No lo entiendo, pero de hecho estos frutales tienen cancrosis.

—Pues no desde hace mucho, me parece. No acabo de entenderlo.

—Señora, ¿no ha recibido usted un aviso, una nota de color verde que dice que hemos hallado síntomas y en la que se le ordena que llame a determinado número de teléfono gratuito? ¿Nadie le ha enseñado un informe de una muestra?

—No tengo ni idea de qué están hablando —contesta la doctora Self. De pronto se acuerda de la llamada anónima de ayer por la tarde, justo cuando se fue Marino—. ¿Y de verdad están infectados mis frutales?

Se acerca a un pomelo. Está cargado de fruta y le parece sano. Se inclina para mirar de cerca una rama en la que el dedo enguantado del inspector le señala varias hojas que presentan unas lesiones de color claro, apenas perceptibles, en forma de abanico.

—¿Ve estas zonas? —explica—. Indican una infección reciente, puede que de sólo unas semanas. Pero son peculiares.

—No lo entiendo —dice el otro inspector—. Si hacemos caso de las franjas rojas a estas alturas debería estar secándose el árbol y cayéndose la fruta. Tendría que contar los anillos para ver cuánto tiempo hace. Verá, hay cuatro o cinco brotes al año, así que si cuenta los anillos…

—¡Me importa un comino contar anillos ni ver fruta en el suelo! ¿Qué están diciendo? —exclama la doctora Self.

—Precisamente en eso estoy pensando. Si las franjas se pintaron hace un par de años…

—Tronco, estoy en blanco.

—¿Intenta hacerse el gracioso? —le chilla la doctora Self—. Porque a mí no me parece que esto tenga ninguna gracia. —Observa las lesiones de color claro y en forma de abanico y piensa de nuevo en la llamada telefónica de ayer—. ¿Por qué han venido ustedes hoy?

—Pues eso es lo extraño del caso —responde el inspector de la PDA—. No nos consta que sus frutales hayan sido inspeccionados, puestos en cuarentena ni programados para su erradicación. No lo entiendo. Se supone que todo queda registrado en el ordenador. Las lesiones de las hojas son peculiares. ¿Lo ve?

Toma una hoja, se la enseña a la doctora, y ésta se fija otra vez en la extraña lesión en forma de abanico.

—Normalmente no tienen esta forma. Tenemos que traer aquí a un patólogo.

—¿Por qué a mi maldito jardín, precisamente hoy? —exige saber la doctora Self.

—Nos han dicho por teléfono que sus frutales podrían estar infectados, pero…

—¿Por teléfono? ¿Quién?

—Una persona que realiza trabajos en los jardines de esta zona.

—Esto es una locura. Yo tengo jardinero y jamás me ha dicho que les pasara nada a mis frutales. Todo esto es absurdo. No me extraña que la gente esté furiosa. Ustedes no saben ni qué demonios hacen, se limitan a irrumpir en las propiedades privadas y ni siquiera son capaces de decidir qué árboles talar.

—Señora, comprendo su postura, pero la cancrosis no es ninguna broma. Si no atajamos el problema no quedará ningún cítrico…

—Quiero saber quién ha llamado.

—Eso no lo sabemos, señora. Aclararemos este asunto y desde luego le pedimos disculpas por las molestias. Quisiéramos explicarle lo que puede hacer. ¿Cuándo será un buen momento para que volvamos? ¿Va a estar en casa a otra hora? Traeremos a un patólogo.

—Pueden decirles a sus malditos patólogos y supervisores y a quien sea que no es la última vez que tendrán que vérselas conmigo. ¿Saben quién soy?

—No, señora.

—Pues ponga la radio hoy a las doce del mediodía. El programa Hable de ello con la doctora Self.

—Venga ya. ¿Es usted? —exclama uno de los dos inspectores, el de la PDA, impresionado, como debe ser—. Yo la escucho siempre.

—Y también tengo un programa en televisión. En la ABC, mañana a la una y media. Todos los jueves —explica la doctora, de repente complacida y sintiendo un poco más de compasión por ellos.

El ruido que se oye por la ventana rota es de alguien que cava, eso parece. Ev respira de forma superficial, acelerada, con los brazos levantados por encima de la cabeza. Respira y escucha.

Cree recordar haber oído el mismo ruido hace unos días, pero no recuerda cuándo. A lo mejor fue por la noche. Oye una pala, alguien que empuja una pala en la tierra, detrás de la casa. Cambiade postura en el colchón y, al hacerlo, siente un intenso dolor en las muñecas y en los tobillos, como si se los golpearan, y también una sensación de ardor en los hombros. Tiene calor y sed. Apenas puede pensar y probablemente tiene fiebre. Las infecciones son graves y todos los puntos sensibles le producen una quemazón insoportable. No puede bajar los brazos a menos que se ponga de pie.

Va a morir. Si él no la mata antes, de todas formas morirá. La casa está silenciosa y sabe que los demás han desaparecido.

Sea lo que sea lo que les ha hecho él, ya no están en la casa.

Ahora ya lo sabe.

—Agua —intenta decir.

Las palabras nacen en lo hondo de ella y se desintegran en el aire como burbujas. Habla en burbujas que suben flotando y se deshacen sin producir el menor sonido en el aire caliente y viciado.

—Por favor, oh, por favor. —Sus palabras no van a ninguna parte; entonces rompe a llorar.

Estalla en sollozos y las lágrimas caen sobre la destrozada túnica verde que tiene sobre las rodillas. Solloza como si hubiera ocurrido algo, algo definitivo, un destino que jamás hubiera podido imaginar, y se queda mirando las manchas oscuras que dejan sus lágrimas en la destrozada túnica verde, esa espléndida túnica que se ponía para predicar. Debajo de ella está la zapatilla deportiva de color rosa que alguien se dejó, marca Keds. Nota el tacto de la pequeña zapatilla contra el muslo, pero como tiene los brazos levantados no le es posible sostenerla ni esconderla mejor, y su aflicción aumenta.

Escucha de nuevo el ruido de excavación y empieza a notar el hedor.

Cuanto más se prolonga la tarea de cavar, más penetra en la habitación el hedor, un hedor distinto, temible, el tufo acre y pútrido de algo muerto.

«Llévame a casa —le pide a Dios—. Por favor, llévame a casa. Muéstrame el modo».

Logra ponerse de rodillas y, de pronto, cesa el ruido de paletadas, que luego recomienza, se detiene. Se tambalea, casi se cae, pero empujada por el deseo de incorporarse se debate, cae y lo intenta de nuevo, sollozando, hasta que consigue ponerse de pie. El dolor es tan intenso que ve todo negro. Aspira profundamente y la negrura desaparece.

«Muéstrame el modo», reza.

Las cuerdas son finas, de nilón blanco. Una de ellas está atada a la percha retorcida que le sujeta las muñecas hinchadas e inflamadas. Cuando se pone de pie, la cuerda se afloja. Cuando está sentada, los brazos le quedan por encima de la cabeza. Ya no puede tumbarse. La última crueldad de su captor ha sido acortar la cuerda para obligarla a permanecer de pie todo el tiempo que pueda y apoyarse contra la madera de la pared hasta que ya no aguante más y termine sentándose, y entonces los brazos suben inevitablemente. Su última crueldad ha sido obligarla a cortarse el pelo y acortar la cuerda.

Mira las vigas del techo y las cuerdas pasadas sobre ellas, una atada a la percha que le sujeta las muñecas y la otra a la que le inmoviliza los tobillos.

«Muéstrame el modo. Por favor, Dios».

En eso, cesa el ruido y el hedor tapa la luz de la habitación y le provoca picor en los ojos, y entonces comprende de qué se trata.

Ya no están. La única que queda es ella.

Levanta la vista hacia la cuerda atada a la percha que le amarra las muñecas. Si se pone de pie, la cuerda se afloja lo bastante para darle una vuelta alrededor del cuello. Nota el hedor y sabe lo que es, y reza otra vez, se pasa la cuerda por el cuello y las piernas le desaparecen detrás del cuerpo.