Benton agranda otra fotografía, una que ha sido tomada en el lugar del crimen.
La víctima parece una repugnante creación de pornografía violenta, tendida de espaldas y abierta de brazos y piernas, con un pantalón blanco y ensangrentado alrededor de las caderas como un pañal y un par de bragas blancas ligeramente ensangrentadas y con manchas de heces sobre la destrozada cabeza, como una máscara, con dos aberturas para los ojos. Benton se reclina en su sillón, pensando. Sería una simpleza suponer que el que la ha dejado en el bosque de Walden lo ha hecho sólo para llamar la atención. Hay algo más.
Este caso le recuerda algo.
Medita sobre el pantalón doblado como un pañal. Está vuelto del revés, lo cual sugiere varias posibilidades. En un momento dado, la víctima podría haberse visto obligada a quitárselo ella misma y luego se lo volvieron a poner. También podría ser que el asesino se lo hubiera quitado después de muerta. Es de lino. En Nueva Inglaterra y en esta época del año, la gente no lleva nada de lino blanco. En una fotografía que muestra el pantalón extendido sobre una mesa de autopsias forrada de papel, el dibujo de las manchas de sangre resulta revelador. El pantalón está tieso de sangre oscura en la parte delantera, de la rodilla para arriba. De la rodilla para abajo hay unas cuantas manchas nada más. Benton se la imagina de rodillas en el momento del disparo. Se la imagina arrodillándose. Intenta localizar a Scarpetta por teléfono. No contesta.
Humillación. Control. Completa degradación, dejar a la víctima absolutamente desvalida, tan desvalida como un niño pequeño. Encapuchada como alguien a punto de ser ejecutado, posiblemente. Encapuchada como un prisionero de guerra al que torturar y aterrorizar, posiblemente. El asesino escenifica algo que forma parte de su propia vida. Probablemente de su infancia. Abusos sexuales, tal vez. Sadismo, quizá. Eso es muy frecuente. Haz a los demás lo mismo que te hicieron. De nuevo intenta contactar con Scarpetta, pero sin éxito.
Le viene a la mente Basil. Basil dejó a algunas de sus víctimas colocadas en cierta postura, reclinadas contra objetos, en un caso contra la pared de un aseo de señoras. Benton recuerda el lugar del crimen y las fotografías de la autopsia de las víctimas de Basil, las que conoce todo el mundo, y ve las caras ensangrentadas y sin ojos de los muertos. A lo mejor la similitud está en eso; las aberturas para los ojos de las bragas le traen a la memoria las víctimas sin ojos de Basil.
Pero claro, la clave podría estar en la capucha. Por alguna razón parece estar más bien en la capucha. Encapuchar a una persona es dominarla por completo, obviar toda posibilidad de huida y de lucha, atormentarla, aterrorizarla, castigarla. Ninguna de las víctimas de Basil apareció encapuchada, que se sepa, pero siempre hay muchas cosas que se desconocen respecto de lo que sucede en realidad durante un homicidio sádico. Y la víctima no va a contarlas.
A Benton le preocupa la posibilidad de que haya dedicado demasiado tiempo al cerebro de Basil.
Intenta una vez más localizar a Scarpetta.
—Soy yo —anuncia cuando ella contesta.
—Estaba a punto de llamarte —dice ella lacónicamente, fríamente, con voz temblorosa.
—Pareces alterada por algo.
—Tú primero, Benton —le responde en el mismo tono, impropio de ella.
—¿Has estado llorando? —Benton no entiende por qué se comporta así—. Quería hablarte del caso que tenemos entre manos. —Ella es la única persona capaz de hacerle sentirse así, asustado—. Esperaba poder hablar contigo de él. Lo estoy estudiando en este preciso momento.
—Me alegro de que quieras hablar conmigo de algo. —Hace hincapié en la palabra «algo».
—¿Qué es lo que pasa, Kay?
—Es Lucy —responde ella—. Eso es lo que pasa. Tú lo sabes desde hace un año. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—Te lo ha dicho ella —dice Benton, frotándose el mentón.
—Le hicieron un escáner en tu maldito hospital y tú no me dijiste nada. Bueno, pues ¿sabes una cosa? Lucy es sobrina mía, no tuya. No tienes derecho a…
—Ella me hizo prometérselo.
—Pues no tenía derecho.
—Por supuesto que lo tenía, Kay. Nadie podía hablar contigo sin su consentimiento. Ni siquiera los médicos.
—Pero a ti te lo dijo.
—Por una buena razón…
—Esto es grave. Vamos a tener que hablar en serio. No estoy segura de que pueda seguir fiándome de ti.
Benton suspira. Siente el estómago encogido como un puño. Rara vez se pelean y, cuando lo hacen, es terrible.
—Ahora voy a colgar —dice Scarpetta—. Ya hablaremos en serio de esto —repite.
Scarpetta cuelga sin despedirse y Benton se sienta en su sillón, incapaz de moverse durante unos instantes. Contempla con la mirada perdida una desagradable fotografía en la pantalla del ordenador y empieza a teclear ociosamente, repasando de nuevo el caso, leyendo informes, revisando el relato de los hechos que le ha escrito Thrush, intentando apartar de su mente lo que acaba de ocurrir.
Había marcas de arrastre en la nieve que iban desde una zona de aparcamiento hasta el punto donde se halló el cadáver. No hay huellas de pisadas que pudieran pertenecer a la víctima, sólo las de su asesino. Son aproximadamente de la talla nueve, de la diez quizás, y anchas, de alguna clase de bota de motorista.
No es justo que Scarpetta le eche la culpa a él. No tenía alternativa. Lucy le hizo jurar que guardaría el secreto, le dijo que no le perdonaría nunca si se lo decía a alguien, sobre todo a su tía y a Marino.
No hay gotas ni manchas de sangre a lo largo del rastro que dejó el asesino, lo cual sugiere que envolvió el cadáver en algo antes de arrastrarlo. La policía ha recuperado varias fibras de las marcas del suelo.
Scarpetta está proyectando, lo ataca a él porque no puede atacar a Lucy. No puede atacar el tumor de Lucy. No puede enfadarse con una persona enferma.
Entre las pruebas halladas en el cadáver hay fibras y residuos microscópicos debajo de las uñas y adheridos con la sangre a la piel arañada y al cabello. El análisis preliminar indica que en su mayor parte dichos residuos concuerdan con fibras de moqueta y de algodón; hay además minerales, fragmentos de insectos, de vegetación y de polen del suelo, lo que el forense denominó tan elocuentemente «suciedad».
Cuando suena el teléfono de la mesa de Benton, en el identificador de llamadas sale que es un número desconocido y Benton supone que se trata de Scarpetta. Así que se apresura a descolgar.
—Hola —saluda.
—Está hablando con la operadora del hospital McLean.
Titubea un momento, profundamente desilusionado y dolido. Ya podría haberlo llamado Scarpetta; no recuerda cuándo fue la última vez que le colgó el teléfono.
—Quisiera hablar con el doctor Wesley —dice la operadora.
Todavía se le hace raro que la gente lo llame así. Hace muchos años que tiene el título, desde su carrera en el FBI,, pero nunca ha insistido en que la gente lo llame doctor.
—Al habla —contesta.
Lucy se incorpora en la cama del dormitorio de invitados de su tía. Las luces están apagadas. Llevaba demasiados tequilas encima como para conducir. Se fija en el número que aparece en la pantalla iluminada de su Treo, el que tiene el prefijo 617. Se siente un poco mareada, un poco borracha.
Piensa en Stevie, recuerda cómo fingió sentirse molesta e insegura y se marchó bruscamente de la casa. Piensa en cuando Stevie la siguió hasta el Hummer aparcado y se hizo otra vez la mujer seductora, misteriosa y segura de sí misma, igual que cuando la conoció en Lorraine’s y, al pensar en ese primer encuentro en Lorraine’s, siente lo que sintió entonces. No quiere sentir nada, pero lo siente y eso la desasosiega.
Stevie la desasosiega. A lo mejor ella sabía algo. Estaba en Nueva Inglaterra más o menos cuando asesinaron y dejaron en la laguna de Walden a esa mujer. Las dos llevaban huellas de manos de color rojo en el cuerpo. Stevie comentó que ella no se las había hecho, que había sido otra persona.
¿Quién?
Lucy pulsa la tecla de enviar, un poco dormida, un poco asustada. Debería haber investigado el número 617 que le dio Stevie, haberse enterado de a quién pertenece en realidad, si realmente es el número de Stevie o si se llama Stevie.
—Diga.
—¿Stevie? —Así que es su número—. ¿Te acuerdas de mí?
—¿Cómo iba a olvidarme de ti? Nadie podría.
Seductora. Su tono de voz es balsámico, profundo, y Lucy siente lo mismo que sintió en Lorraine’s. Tiene que recordarse para qué está llamando. Las huellas de manos. ¿Dónde se las han hecho? ¿Quién?
—Estaba segura de que jamás volvería a saber nada de ti —dice la voz seductora de Stevie.
—Pues ya ves —responde Lucy.
—¿Por qué hablas tan bajito?
—Porque no estoy en mi casa.
—Supongo que no debo preguntar qué quiere decir eso. Pero lo cierto es que hago muchas cosas que no debería hacer. ¿Con quién estás?
—Con nadie —responde Lucy—. ¿Sigues ahí, en Ptown?
—Me marché justo después de que tú te fueras. Me hice el viaje en coche de un tirón. Estoy otra vez en casa.
—¿En Gainesville?
—¿Dónde estás tú?
—No me has dicho tu apellido —la sondea Lucy.
—¿En qué casa estás, si no es en la tuya? Doy por sentado que vives en una casa. Pero no lo sé.
—¿Alguna vez vienes al Sur?
—Puedo ir donde quiera. ¿Al Sur, dónde? ¿Estás en Boston?
—Estoy en Florida —dice Lucy—. Y me gustaría verte. Tenemos que hablar. Qué tal si me dices cómo te apellidas, ya sabes, para que no seamos dos desconocidas.
—¿De qué quieres hablar?
No quiere decirle a Lucy cuál es su nombre completo. No merece la pena preguntárselo otra vez; probablemente no se lo diga, por lo menos por teléfono.
—Hablemos en persona —dice Lucy.
—Eso siempre es mejor.
Le dice a Stevie que se reúna con ella en South Beach al día siguiente a las diez de la noche.
—¿Conoces un sitio que se llama Deuce? —le pregunta.
—Es bastante famoso —dice Stevie con su voz seductora—. Lo conozco bien.