La nieve resplandece a la luz de la luna tras la ventana del despacho de Benton, en la planta superior. Sentado frente a su ordenador, con la luz apagada, mira fotografías en la pantalla hasta que da con las que andaba buscando.
Hay ciento noventa y siete imágenes perturbadoras y grotescas. Ha sido un auténtico calvario dar con estas dos en particular porque está desconcertado con lo que tiene delante. Se siente inquieto. Percibe que hay algo más de lo que aparentemente ha sucedido y está sucediendo, y se siente personalmente molesto por ese caso, y a estas alturas, con su experiencia, cuesta creerlo. Distraído, no había anotado los números de serie, por lo que ha tardado casi media hora en encontrar las fotografías en cuestión, la 62 y la 74. Está impresionado con el detective Thrush, con la policía del estado de Massachusetts. En un homicidio, sobre todo uno como éste, nunca se puede hacer gran cosa.
En las muertes violentas nada mejora con el tiempo. El lugar del crimen desaparece o se contamina y no se puede volver a él. El cuerpo cambia con la muerte, sobre todo tras la autopsia, y no se puede volver atrás, la verdad es que no. Así que los investigadores de la policía del estado han puesto todo su empeño con las cámaras, y ahora Benton se siente abrumado por las fotografías y las grabaciones de vídeo que lleva estudiando desde que ha llegado a casa tras su visita a Basil Jenrette. En sus veintitantos años en el FBI, creía haberlo visto todo. Como psicólogo forense suponía que había visto todas las combinaciones posibles de excentricidades. Pero nunca ha visto nada parecido a esto.
Las fotografías 62 y 74 no son tan explícitas como la mayoría porque no muestran lo que ha quedado de la destrozada cabeza de esa mujer sin identificar. No la muestran en todo su horror, ensangrentada y sin rostro. La muerta le recuerda una cuchara, una cáscara vacía saliendo de un cuello, el cabello negro y cortado a trasquilones con pegotes de materia gris, tejido y sangre seca. Las fotografías 62 y 74, primeros planos del cadáver desde el cuello hasta las rodillas, le causan una impresión indefinible, la misma que experimenta cuando algo le recuerda un hecho perturbador que no logra recordar. Esas imágenes están intentando decirle algo que ya sabe pero que no consigue aprehender. ¿Qué? ¿De qué se trata?
En la 62 se ve el torso colocado boca arriba sobre la mesa de autopsias. En la 74 está boca abajo. Benton pasa repetidamente de una imagen a la otra, estudiando este torso desnudo, intentando encontrar alguna lógica a las huellas de manos de color rojo vivo y a la abrasión de piel entre los omóplatos, una zona de quince por veinte centímetros en carne viva con lo que parecen ser «astillas de madera y tierra» incrustadas, según el informe de la autopsia.
Ha valorado la posibilidad de que las huellas de manos hayan sido pintadas antes de la muerte, de que no tengan nada que ver con su asesinato. Quizá, por alguna razón, la víctima ya se había pintado esas huellas antes de encontrarse con su agresor. Tiene que reflexionar sobre ello, pero no lo cree. Lo más probable es que haya sido el asesino el que ha convertido el torso en una obra de arte, un cuadro que está degradándose y que sugiere violencia sexual, unas manos que le agarran los pechos y la obligan a abrirse de piernas, símbolos que el asesino le pintó en el cuerpo mientras la tenía prisionera, posiblemente cuando ella se encontraba indefensa o muerta. Benton no lo sabe, no puede asegurarlo. Ojalá este caso fuera de Scarpetta, ojalá hubiera ido ella al lugar del crimen y hubiera hecho ella la autopsia. Ojalá estuviera aquí. Pero, como de costumbre, ha surgido algo.
Repasa más fotografías e informes. Se calcula que la víctima tenía treinta y tantos o cuarenta y pocos años, y sus restos confirman lo que dijo el doctor Lonsdale en el depósito, que no llevaba mucho tiempo muerta cuando hallaron su cadáver en un paseo que cruza el bosque de Walden, no lejos del estanque, en la próspera ciudad de Lincoln. Las muestras físicas que se tomaron han dado negativo en cuanto a fluido seminal y la primera valoración de Benton es que el que la mató y colocó su cadáver en el bosque actúa empujado por fantasías sádicas, la clase de fantasías sexuales que hacen de la víctima un objeto.
Quienquiera que sea la víctima, para él no significaba nada. No era una persona, sino tan sólo un símbolo, una cosa para hacer lo que se le antojara con ella, y lo que se le antojó fue degradarla y aterrorizarla, castigarla, hacerla sufrir, obligarla a enfrentarse a su propia muerte inminente, violenta y humillante, probar el sabor del cañón de la escopeta en la boca y ver cómo él apretaba el gatillo. Tal vez la conociera o tal vez fuera una completa desconocida. Quizá la acechó y la secuestró. En toda Nueva Inglaterra no se ha dado parte de la desaparición de ninguna persona que coincida con su descripción, según asegura la policía estatal de Massachusetts. No se ha denunciado una desaparición como la suya en parte alguna.
Más allá de la piscina se encuentra el espigón. Es lo bastante grande para una embarcación de veinte metros, aunque Scarpetta no tiene ninguna ni nunca ha deseado tenerla, de ningún tamaño ni modelo.
Contempla los barcos, sobre todo de noche, cuando las luces de proa y de popa se mueven como las de los aviones a lo largo del oscuro canal, silenciosos salvo por el rumor de los motores. Si están encendidas las luces de los camarotes, observa cómo se mueve la gente de un lado para otro o cómo toma copas, ríe o está seria, o simplemente está, y no siente deseos de ser uno de ellos ni de ser como ellos ni de estar con ellos.
Nunca ha sido como ellos. Nunca ha querido tener nada que ver con ellos. De pequeña, cuando era pobre y se sentía marginada, no se parecía a ellos y no podía estar con ellos, y no por decisión propia. Ahora sí que es por propia decisión. Sabe lo que sabe, se encuentra aquí fuera inmiscuyéndose en unas vidas que no tienen interés para ella, que son deprimentes y vacías, que dan miedo.
Siempre ha temido que le ocurra algo trágico a su sobrina. Es natural que tenga pensamientos morbosos acerca de las personas a las que quiere, pero siempre ha tendido más a tenerlos acerca de Lucy. Scarpetta siempre ha tenido miedo de que Lucy sufra una muerte violenta. Jamás se le había ocurrido que pudiera enfermar, que la biología pudiera volverse contra ella.
—He empezado a tener unos síntomas absurdos —dice Lucy en la oscuridad, donde ambas están sentadas en sillones de teca, entre dos pilares de madera.
Sobre una mesa hay bebidas, queso y galletas saladas. No han tocado el queso ni las galletas. Van por la segunda ronda.
—A veces desearía ser fumadora —agrega Lucy alargando la mano para tomar su tequila.
—Qué cosas más raras dices.
—No te parecía raro todos los años que fumaste. Y sigues deseándolo.
—Lo que yo desee no importa.
—Eso es sólo una frase, como si tú estuvieras a salvo de tener los mismos sentimientos que otras personas —replica Lucy en la oscuridad, mirando el agua—. Claro que importa. Importa todo lo que uno desea. Sobre todo cuando no puede tenerlo.
—¿La deseas a ella? —pregunta Scarpetta.
—¿A quién te refieres?
—A la última mujer con la que has estado —le recuerda su tía—. Tu conquista más reciente. En Ptown.
—No las considero conquistas, las veo como breves evasiones. Como hierba para fumar. Supongo que eso es lo más deprimente. Que no significa nada. Sólo que esta vez puede que signifique algo, algo que no entiendo. Puede que me haya metido en algo. He sido una ciega y una imbécil.
Le habla a Scarpetta de Stevie, de sus tatuajes, de las huellas de manos. Le resulta duro hablar de ello, pero procura parecer indiferente, como si estuviera hablando de lo que ha hecho otra persona, como si estuviera hablando fríamente de un caso.
Scarpetta guarda silencio. Toma su vaso y trata de reflexionar sobre lo que acaba de decirle Lucy.
—Quizá no signifique nada —continúa Lucy—. Quizá sea una coincidencia. Hay mucha gente que flipa con el arte corporal, se pintan encima toda clase de cosas raras, con pintura acrílica y látex.
—Ya estoy cansándome de las coincidencias. Últimamente ha habido muchas —dice Scarpetta.
—Este tequila es muy bueno. En este momento no me importaría fumarme un porrito.
—¿Intentas sorprenderme?
—El chocolate no es tan malo como tú piensas.
—Así que ahora eres médico.
—Venga. Es verdad.
—¿Por qué da la impresión de que te odias a ti misma, Lucy?
—¿Sabes una cosa, tía Kay? —Lucy se incorpora y se vuelve hacia ella, con una expresión tensa y marcada a las tenues luces del espigón—. En realidad, no tienes ni idea de lo que yo he hecho o lo que estoy haciendo. Así que no finjas saberlo.
—Eso parece una especie de acusación. Si te he fallado en algo, lo siento. Lo siento más de lo que puedas imaginar.
—Yo no soy tú.
—Naturalmente que no. Y no dejas de repetirlo.
—Yo no busco algo permanente, alguien que me importe de verdad, una persona sin la cual no pueda vivir. Yo no quiero tener un Benton, quiero gente de la que me pueda olvidar. Rollos de una sola noche. ¿Quieres saber cuántos he tenido? Porque yo no lo sé.
—Este año, prácticamente no has tenido ningún contacto conmigo. ¿Ha sido por eso?
—Es más fácil.
—¿Te da miedo que te juzgue?
—A lo mejor deberías.
—Lo que me molesta no es con quién te acuestas, sino todo lo demás. En la Academia te muestras muy reservada, no tienes contacto con los alumnos, prácticamente no estás nunca o, cuando estás, es matándote en el gimnasio o subida a un helicóptero o en la galería de tiro o probando algo, preferiblemente una máquina, una que sea bien peligrosa.
—Puede que sea con las máquinas con lo único que me llevo bien.
—Sea lo que sea lo que te falla, está fallándote, Lucy. Como bien sabes.
—También mi cuerpo.
—¿Y qué hay de tu corazón y tu alma? Qué te parece si empezamos por ahí.
—Fríos. Demasiado.
—Yo siento cualquier cosa menos frío. Y tu salud me importa más que la mía propia.
—Creo que ella preparó la jugada, sabía que yo estaba en el bar, se traía algo entre manos.
Vuelve a hablar de esa mujer, la de las huellas rojas tan parecidas a las del caso de Benton.
—Tienes que contarle a Benton lo de Stevie. ¿Cuál era su apellido? ¿Qué sabes de ella? —pregunta Scarpetta.
—Sé muy poco. Estoy segura de que no guarda relación, pero resulta extraño. Estaba allí al mismo tiempo que asesinaban a esa mujer y se deshacían de su cadáver. En esa zona.
Scarpetta no dice nada.
—Puede que haya por esa zona alguna secta —dice Lucy—. Puede que haya un montón de gente que se pinta huellas de manos por todo el cuerpo. No me juzgues. No hace falta que me digas lo imbécil e irresponsable que soy.
Scarpetta la mira en silencio.
Lucy se seca los ojos.
—No te estoy juzgando. Intento entender por qué le has vuelto la espalda a todo lo que te importa. La Academia es tuya, era tu ilusión. Tú odiabas la autoridad organizada, en particular a los federales. Así que creaste una unidad propia, tu propio pelotón. Y ahora tu caballo sin jinete deambula sin rumbo por el patio del desfile. ¿Dónde estás tú? Y todos nosotros, todas las personas que has atraído a tu causa nos sentimos abandonadas. La mayor parte de los alumnos del año pasado no llegó a conocerte y hay profesores que no te han visto nunca y que no te reconocerían si te vieran.
Lucy observa un velero con las velas arriadas que cruza por delante en la noche. Se seca otra vez los ojos.
—Tengo un tumor —anuncia—. En el cerebro.