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La forma negra de la araña le cubre el dorso de la mano, que se acerca a ella flotando, atraviesa el haz de luz y se sitúa a pocos centímetros de su cara. Nunca le había acercado tanto la araña. Ha dejado unas tijeras sobre el colchón y las ilumina brevemente con la luz.

—Di que lo sientes —insiste—. Todo esto es culpa tuya.

—Abandona tu maldad antes de que sea demasiado tarde —contesta Ev, ya con las tijeras a su alcance.

A lo mejor está tentándola para que las coja. Apenas acierta a verlas, incluso bajo el haz de luz. Escucha por si oye a Kristin y a los niños, con la araña frente a la cara como una forma borrosa.

—No habría pasado nada de esto. Te lo has buscado tú misma. Ahora llegará el castigo.

—Esto puede remediarse —dice ella.

—Es la hora del castigo. Di que lo sientes.

Ev nota cómo le retumba el corazón, su miedo es tan intenso que siente ganas de vomitar. No piensa pedir perdón. No ha cometido ningún pecado. Si dice que lo siente, la matará. De alguna manera, lo sabe.

—¡Di que lo sientes! —exclama él.

Se niega a decirlo.

Le ordena que diga que lo siente y ella no quiere. Se pone a rezar. Reza esa jerga estúpida e insustancial acerca de su débil Dios. Si ese Dios suyo fuera tan poderoso, no estaría en el colchón.

—Podemos hacer como si esto no hubiera pasado —dice ella con su tono de voz ronco y exigente.

Nota su miedo. Él le exige que diga que lo siente. Por muchos sermones que le eche, está asustada. La araña la hace temblar, sus piernas dan brincos sobre el colchón.

—Serás perdonado. Serás perdonado si te arrepientes y nos dejas libres. No se lo diré a la policía.

—No, no lo harás. Jamás contarás nada. La gente que cuenta cosas es castigada, castigada de un modo que ni siquiera imaginas. Tiene unos colmillos capaces de atravesar un dedo, de clavarse en la uña hasta el fondo —dice, refiriéndose a la araña—. Hay tarántulas que muerden sin parar.

La araña casi toca la cara de Ev. Ésta echa la cabeza hacia atrás con una exclamación ahogada.

—Atacan una y otra vez, y no paran hasta que te las arrancas de encima. Si te muerden en una arteria importante, te mueres. Son capaces de lanzarte hilos a los ojos y dejarte ciego. Es muy doloroso. Di que lo sientes.

Puerco le ha ordenado que lo dijera, que dijera que lo sentía, y entonces ve que se cierra la puerta, la madera vieja con la pintura desconchada y el colchón sobre el suelo viejo y sucio; después oye el sonido de la pala cavando en la tierra porque le ha dicho a ella que no le contara a nadie la mala acción que había cometido y que las personas que cuentan cosas son castigadas por Dios, son castigadas de maneras inimaginables hasta que aprenden la lección.

—Pide perdón. Dios te perdonará.

—¡Di que lo sientes!

Enfoca con el haz los ojos de Ev, que los cierra de golpe y aparta el rostro de la luz, pero él la encuentra de nuevo.

No piensa llorar.

Cuando cometió aquella mala acción, ella lloró. Él le dijo que iba a llorar, claro, si alguna vez lo contaba. Y finalmente lo hizo. Lo contó, y entonces Puerco no tuvo más remedio que confesar porque era verdad que él había cometido aquella mala acción, y la madre de Puerco no se creyó ni una palabra, dijo que Puerco no podía haber hecho aquello, que no era posible, que estaba claro que se encontraba enfermo y trastornado.

Hacía frío y nevaba. Él no sabía que existiera un tiempo así, lo había visto por televisión y en el cine, pero no lo conocía por experiencia propia. Recuerda edificios antiguos de ladrillo, recuerda verlos por las ventanillas del coche cuando lo llevaron allí, recuerda el pequeño vestíbulo en el que se sentó con su madre a esperar al médico, un lugar muy iluminado en el que había un hombre sentado en una silla y moviendo los labios, poniendo los ojos en blanco, conversando con alguien que no estaba presente.

Su madre entró a hablar con el médico y lo dejó a él solo en el vestíbulo. Ella le contó al médico la mala acción que Puerco afirmaba haber cometido, dijo que no era verdad y que estaba muy enfermo, que se trataba de un asunto privado y que lo único que le importaba era que Puerco se pusiera bien y no fuera por ahí hablando de aquella manera, destrozando el buen nombre de la familia con sus mentiras.

Ella no creía que Puerco hubiera cometido la mala acción.

Le dijo a Puerco lo que pensaba decirle al médico: «Que no estás bien. Que no puedes evitarlo. Imaginas cosas y mientes y te dejas influir fácilmente. Voy a rezar por ti. Y lo mejor es que tú también reces por ti mismo, que le pidas a Dios que te perdone, di que sientes mucho haber causado daño a personas que no han hecho otra cosa que ser buenas contigo. Sé que estás enfermo, pero debería darte vergüenza».

—Voy a ponértela encima —dice Puerco acercando la luz—. Si le haces daño como se lo hizo ella —le toca la frente con el cañón de la escopeta—, sabrás cuál es el verdadero significado de la palabra «castigo».

—Vergüenza debería darte.

—Ya te he dicho que no digas eso.

Empuja con más fuerza hasta golpearle el hueso con el cañón de la escopeta y ella grita. Dirige la luz hacia su rostro feo, rechoncho y lleno de manchas. Está sangrando. Le corre sangre por la cara. Cuando la otra tiró la araña al suelo, se le partió el abdomen y derramó su sangre amarilla. Puerco tuvo que recomponérselo con pegamento.

—Di que lo sientes. Ella dijo que lo sentía. ¿Sabes cuántas veces lo dijo?

Se la imagina sintiendo el movimiento de las peludas patas de la araña en el hombro derecho, se la imagina sintiendo cómo se mueve el animal por su piel, cómo se detiene y la aferra suavemente. Ella se sienta contra la pared y se estremece violentamente, mirando las tijeras que hay sobre el colchón.

—Todo el camino, hasta Boston. Fue un viaje muy largo y hacía frío en la parte de atrás, donde viajaba ella desnuda y maniatada. Ahí atrás no hay asientos, sólo un suelo de frío metal. Ella tenía frío. Le di algo en que pensar.

Recuerda los edificios antiguos de ladrillo y los tejados de pizarra gris. Recuerda cuando su madre lo llevó allí en coche después de que cometiera la mala acción, y de nuevo años más tarde, cuando regresó por su cuenta y vivió entre los ladrillos viejos y la pizarra pero no duró mucho. Por culpa de la mala acción, no duró mucho.

—¿Qué has hecho con los niños? —Ev intenta hablar con vigor, intenta no dar la impresión de tener miedo—. Suéltalos.

La pincha con la escopeta en sus partes privadas y ella brinca, y él se ríe y la llama fea, gorda y tonta, le dice que nadie más va a quererla, lo mismo que dijo cuando cometió la mala acción.

—No me extraña —continúa, mirando fijamente sus pechos caídos, su cuerpo grueso y fofo—. Tienes suerte de que te esté haciendo esto. Nadie más te lo haría. Eres demasiado tonta y repugnante.

—No se lo contaré a nadie. Suéltame. ¿Dónde están Kristin y los niños?

—Regresé a buscarlos, esos pobres huerfanitos. Tal como dije. Incluso volví a dejar tu coche en casa. Yo tengo un corazón puro, no soy un pecador como tú. No te preocupes. Los he traído aquí, tal como dije.

—No los oigo.

—Di que lo sientes.

—¿También los has llevado a ellos a Boston?

—No.

—En realidad no te llevaste a Kristin…

—Les he dado algo en que pensar. Estoy seguro de que él habrá quedado impresionado. Espero que se entere. Y pronto se enterará, de un modo o de otro. Ya no queda mucho tiempo.

—¿A quién te refieres? Conmigo puedes hablar, yo no te odio. —Ahora parece solidaria.

Puerco sabe lo que intenta hacer. Ella cree que van a hacerse amigos. Si habla con él lo suficiente y finge que no tiene miedo, hasta el punto de incluso dar a entender que le aprecia, se harán amigos y él no la castigará.

—No va a funcionar —dice Puerco—. Lo intentaron todas y no les funcionó. Ha sido genial. Si lo supiera, se quedaría impresionado. Estoy manteniendo muy ocupados a los de allí arriba. Ya no queda mucho tiempo. Más te vale que lo aproveches al máximo. ¡Di que lo sientes!

—No sé de qué estás hablando —responde ella en el mismo tono hipócrita.

La araña se agita sobre su hombro; entonces él tiende una mano en la oscuridad y la araña vuelve a subirse a ella. Acto seguido cruza la habitación dejando las tijeras sobre el colchón.

—Córtate ese pelo asqueroso —dice—. Córtatelo todo. Si cuando vuelva no te lo has cortado, será peor para ti. Y no intentes cortar las cuerdas, no hay ningún sitio al que puedas huir.