36

Está muy oscuro, la luna se ve como una forma desvaída en una radiografía, de bordes imprecisos tras las nubes. Pequeños insectos revolotean alrededor de las farolas de la calle. El tráfico de la Al A no cesa en ningún momento y la noche está llena de ruido.

—¿Qué es lo que te molesta? —pregunta Scarpetta a Lucy, que va al volante—. Ésta es la primera vez que estamos las dos a solas desde no recuerdo cuándo. Por favor, háblame.

—Podría haber llamado a Lex. No era mi intención obligarte a venir a ti.

—Y yo podría haberte dicho que la llamaras. No era necesario que yo hiciera de socia tuya esta noche.

Las dos están cansadas y de mal humor.

—Pues aquí estamos —dice Lucy—. A lo mejor me he valido de este caso como una oportunidad para que nos pongamos al día. Podría haber llamado a Lex —repite, conduciendo con la vista fija al frente.

—No logro decidir si te estás riendo de mí.

—En absoluto. —Lucy se vuelve hacia ella sin sonreír—. Lamento algunas cosas.

—Y con razón.

—No hace falta que te des tanta prisa en mostrarte de acuerdo. Puede que no siempre sepas cómo es mi vida.

—El problema es que quiero saberlo. Pero tú me dejas fuera constantemente.

—Tía Kay, de verdad que no te conviene saber tanto como crees. ¿Alguna vez se te ha ocurrido que a lo mejor te estoy haciendo un favor? ¿Que quizá deberías disfrutar de mí tal como me conoces y olvidarte de lo demás?

—¿Qué es lo demás?

—Yo no soy como tú.

—En lo importante sí, Lucy. Las dos somos inteligentes, decentes, trabajadoras. Intentamos marcar una diferencia. Asumimos riesgos. Somos honradas. Lo intentamos, lo intentamos de verdad.

—Yo no soy tan decente como tú crees. Lo único que hago es herir a la gente; Se me da bien, voy mejorando con el tiempo. Y cada vez que lo hago me importa menos. Quizá me esté convirtiendo en un Basil Jenrette. Quizá Benton debería incorporarme a ese estudio suyo. Seguro que mi cerebro es como el de Basil, como el todos los demás putos psicópatas.

—No sé qué te pasa —dice Scarpetta quedamente.

—Yo creo que es sangre. —Lucy hace de nuevo uno de sus cortes bruscos, cambia de tema de una forma tan abrupta que resulta chocante—. Creo que Basil está diciendo la verdad. Creo que mató a esa mujer en la trastienda. Tengo la impresión de que resultará ser sangre lo que hemos encontrado.

—Esperemos a ver qué dicen en el laboratorio.

—Se ha iluminado el suelo entero. Eso es muy extraño.

—¿Y por qué iba Basil a contar nada? ¿Por qué ahora? ¿Por qué a Benton? —responde Scarpetta—. Eso me intriga. Me preocupa, de hecho.

—Con esas personas siempre hay un motivo. Por manipulación.

—Me preocupa.

—De modo que habla para conseguir algo que desea, para echar un polvo. ¿Cómo podría inventárselo?

—Podría estar enterado de la desaparición de esas personas de La Tienda de Navidad. Salió en el periódico y él era policía de Miami. A lo mejor se lo oyó contar a otros policías —sugiere Scarpetta.

Cuanto más hablan de ello, más le preocupa que Basil realmente haya tenido algo que ver con lo que les sucedió a Florrie y Helen Quincy. Pero no entiende cómo pudo violar y asesinar a la madre en la trastienda; cómo sacó de allí su cadáver ensangrentado, o los dos cadáveres, suponiendo que también hubiese matado a Helen.

—Lo sé —dice Lucy—. Yo tampoco lo entiendo. Y si las mató, ¿por qué no las dejó allí, simplemente? A menos que no quisiera que se supiera que habían sido asesinadas, a menos que quisiera que se las diera por desaparecidas, desaparecidas por voluntad propia.

—Eso me sugiere la existencia de un móvil —dice Scarpetta—. No un homicidio sexual compulsivo.

—Se me ha olvidado preguntártelo —dice Lucy—. Estoy dando por sentado que te llevo a casa.

—A estas horas, sí.

—¿Qué vas a hacer con lo de Boston?

—Tenemos que encargarnos del lugar del crimen de la señora Simister, y en este preciso momento no estoy para nada. Ya tengo suficiente por hoy. Y Reba probablemente también.

—Nos habrá dado permiso para entrar, supongo.

—Siempre que ella nos acompañe. Ya lo haremos por la mañana. Estoy pensando en no ir a Boston, pero eso no es justo para Benton. No es justo para ninguno de los dos —se queja Scarpetta, incapaz de eliminar de su tono de voz la frustración y la desilusión que siente—. Por supuesto, es siempre lo mismo. De repente a mí me surgen casos urgentes y de repente le surgen a él. No hacemos otra cosa que trabajar.

—¿Qué caso le ha surgido?

—Una mujer que han hallado cerca de la laguna de Walden, desnuda y con unos peculiares tatuajes falsos en el cuerpo. Sospecho que se los hicieron después de asesinarla. Unas huellas de manos de color rojo.

Lucy aferra el volante con más fuerza.

—¿A qué te refieres con eso de que son falsos?

—A que son pintados. Arte corporal, los llama Benton. Ha aparecido con una capucha en la cabeza, un casquillo de escopeta insertado en el recto, colocada en una postura especial, degradante, etcétera. No sé mucho al respecto, pero seguro que ya me enteraré.

—¿Saben de quién se trata?

—Saben muy poco.

—¿Ha sucedido algo similar en esa zona? ¿Homicidios parecidos? ¿Incluidas las huellas de manos?

—Puedes desviar la conversación todo lo que quieras, Lucy, pero no va a servir de nada. No eres tú misma. Has engordado y, para que suceda eso, tiene que pasar algo grave, muy grave. No es que te siente mal, en absoluto, pero yo sé cómo eres. Te cansas muy a menudo y no tienes muy buena cara. Me lo han comentado. Yo no he dicho nada, pero sé que te ocurre algo malo. Ya llevo un tiempo sabiéndolo. ¿Vas a contármelo?

—Necesito saber más sobre esas huellas de manos.

—Te he contado lo que sé. ¿Por qué? —Scarpetta no aparta los ojos del rostro tenso de Lucy—. ¿Qué es lo que te pasa?

Ella sigue mirando al frente y parece estar calibrando la forma de dar una respuesta adecuada. Se le da muy bien, es muy lista, muy rápida y sabe reorganizar la información hasta que sus invenciones terminan siendo más creíbles que la verdad, y rara vez alguien duda o pregunta. Lo que la salva es que ella no se cree sus propias distorsiones ni manipulaciones de la información, ni por un instante se olvida de cuáles son los hechos ni cae de bruces en sus propias trampas. Lucy siempre tiene un motivo racional para lo que hace, y a veces es un buen motivo.

—Debes de tener hambre —dice Scarpetta en ese momento. Lo dice en voz baja, con suavidad, igual que decía las cosas cuando Lucy era una niña imposible, siempre fingiendo porque ella la hacía sufrir mucho.

—Cuando ya no puedes conmigo, siempre me das de comer —dice Lucy con voz mansa.

—Antes funcionaba. Cuando eras pequeña, era capaz de convencerte de que hicieras lo que fuera a cambio de mi pizza.

Lucy guarda silencio, con el semblante serio y desconocido a la luz roja de un semáforo.

—¿Lucy? ¿Piensas sonreír o mirarme aunque sólo sea una vez?

—He estado haciendo el tonto. Rollos de una noche. He herido a personas. La otra noche en Ptown, volví a hacerlo. No quiero tener intimidad con nadie, quiero que me dejen en paz. Por lo visto, no puedo evitarlo. Esta vez quizás haya cometido una auténtica estupidez. Porque no he prestado atención. Porque a lo mejor me importa una mierda.

—Ni siquiera sabía que hubieras estado en Ptown —señala Scarpetta sin que suene a crítica.

No es la orientación sexual de Lucy lo que le preocupa.

—Antes tenías cuidado —dice Scarpetta—. Más que nadie.

—Tía Kay, estoy enferma.