En el almacén, Scarpetta abre un maletín de recogida de pruebas que se ha traído del Hummer. Saca unos viales de perborato sódico, carbonato sódico y Luminol, los mezcla con agua destilada en un recipiente, lo agita y transfiere la solución a un pulverizador negro.
—No es exactamente así como pensabas pasar tu semana de vacaciones —dice Lucy mientras fija una cámara de treinta y cinco milímetros a un trípode.
—No hay nada como un poco de tiempo de calidad —responde Scarpetta—. Por lo menos hemos podido vernos.
Las dos van protegidas con monos blancos desechables, protectores para el calzado, gafas de seguridad, mascarillas y gorros. La puerta del almacén está cerrada. Son casi las ocho de la noche y, una vez más, Chulos de Playa ha cerrado antes de la hora habitual.
—Dame sólo un minuto para fotografiar el contexto —dice Lucy enroscando un disparador de cable al interruptor de encendido de la cámara—. ¿Te acuerdas de la época en que tú tenías que emplear un calcetín?
Es importante que el pulverizador no se vea en la fotografía y eso no es posible a no ser que el frasco y la boquilla sean negros o estén cubiertos con algo negro. Si no hay otra cosa a mano, un calcetín negro va a la perfección.
—Resulta agradable contar con más presupuesto, ¿verdad? —añade Lucy apretando el botón del disparador para abrir el objetivo—. Hacía mucho que no hacíamos juntas algo así. Sea como sea, los problemas de dinero no tienen gracia.
Encuadra una zona de las estanterías y del suelo de hormigón con la cámara fija en posición.
—No lo sé —dice Scarpetta—. Siempre nos las hemos arreglado. En muchos sentidos era mejor, porque los abogados defensores no tenían una lista interminable de preguntas a las que contestar de forma negativa: ¿utilizó usted un microscopio Mini-Crime? ¿Utilizó cinta métrica especial? ¿Utilizó marcadores de trayectoria por láser? ¿Utilizó ampollas de agua estéril? ¿Qué? ¿Que utilizó agua destilada embotellada y la compró dónde? ¿En un Seven-Eleven? ¿Compró artículos para recoger pruebas en una tienda abierta las veinticuatro horas?
Lucy toma otra fotografía.
—¿Comprobaste el ADN de los árboles, los pájaros y las ardillas del jardín? —continúa Scarpetta, poniéndose un guante de caucho negro encima del guante de algodón que ya lleva en la mano izquierda—. ¿Y rociaste el vecindario entero en busca de algún rastro?
—Me parece que estás de muy mal humor.
—Y a mí me parece que estoy cansada de que me evites. Sólo llamas en ocasiones como ésta.
—Ninguna mejor.
—¿Eso es lo que soy para ti? ¿Un miembro de tu plantilla?
—Me cuesta creer que me preguntes eso siquiera. ¿Lista para que apague la luz?
—Adelante.
Lucy tira de una cuerda y apaga la bombilla del techo. La habitación se queda completamente a oscuras. Scarpetta empieza por rociar con Luminol una muestra de sangre de control, una única gota de sangre seca sobre un cuadrado de cartón: resplandece un momento con un brillo azul verdoso y se desvanece. Entonces empieza a pulverizar a derecha e izquierda humedeciendo zonas de embaldosado que empiezan a brillar intensamente, como si el suelo entero estuviera en llamas, llamas de neón azul verdoso.
—Dios santo —exclama Lucy. El objetivo chasquea de nuevo y Scarpetta rocía un poco más—. Nunca había visto algo así.
La intensa luminiscencia azul verdosa se desvanece tras unos segundos al ritmo lento y fantasmal del rociador. Cuando éste se detiene, la oscuridad se la traga y Lucy enciende la luz. Scarpetta y ella estudian de cerca el suelo de hormigón.
—Yo no veo nada más que suciedad —dice Lucy, frustrada.
—Vamos a barrerlo antes de pisarlo más de lo que ya lo hemos pisado.
—¡Mierda! —exclama Lucy—. Ojalá hubiéramos probado antes con el microscopio Mini-Crime.
—Ahora mismo no, pero podemos hacerlo más tarde —dice Scarpetta.
Con ayuda de una brocha limpia, Lucy barre un poco de suciedad del suelo y la recoge en una bolsa de plástico para pruebas. Luego vuelve a colocar la cámara y el trípode. Toma más fotografías del contexto, ahora de las estanterías de madera; apaga la luz y esta vez el Luminol reacciona de un modo distinto. Se iluminan de azul eléctrico varias zonas emborronadas que bailan como chispas, y la cámara se dispara una y otra vez, y Scarpetta no deja de rociar, y el intenso azul palpita rápidamente, se ilumina y se apaga mucho más deprisa de lo que es normal en el caso de la sangre y de la mayoría de las sustancias que reaccionan a la luminiscencia química.
—Lejía —dice Lucy, porque varias sustancias dan falsos positivos y la lejía es una de ellas; su aspecto es característico.
—Será algo con un espectro diferente; desde luego se parece bastante a la lejía —contesta Scarpetta—. Podría ser un producto de limpieza que contenga una lejía con base de hipoclorito. Clorox, Drano, Fantastic, The Works, Babo Cleanser, por nombrar unos cuantos. No me sorprendería encontrar algo así en este lugar.
—¿Ya lo tienes?
—Otra vez.
La luz se enciende y ambas guiñan los ojos al duro resplandor de la bombilla del techo.
—Basil le dijo a Benton que había limpiado con lejía —apunta Lucy—. Pero el Luminol no va a reaccionar a la lejía al cabo de dos años y medio, ¿no?
—Quizá, si se filtró a la madera y se dejó tal cual. Y digo quizá porque no sé qué sucedió en realidad, no sé si alguien ha realizado alguna vez una prueba como ésta —dice Scarpetta buscando una lupa con luz en su bolsa. A continuación la pasa por los bordes de los estantes de contrachapado, atestados de equipo de buceo y camisetas—. Si te fijas bien —agrega—, distinguirás la madera un tanto descolorida aquí y allá. Posiblemente haya un dibujo en forma de salpicadura.
Lucy se pone a su lado y empuña la lupa.
—Creo que lo veo —anuncia.
Hoy ha estado entrando y saliendo y la ha ignorado por completo, excepto para traerle un sandwich de queso y más agua. Él no vive aquí. Nunca está por la noche, y si está es más silencioso que un muerto.
Es tarde, pero no sabe si mucho o poco, y al otro lado de la ventana rota la luna se ha ocultado detrás de unas nubes. Lo oye moverse por la casa. Se le acelera el pulso cuando escucha sus pisadas acercarse a ella y esconde la pequeña zapatilla de tenis rosa a la espalda porque se la quitará si descubre que tiene importancia para ella. En esto, aparece en forma de una sombra oscura que sostiene un largo dedo de luz. Lleva la araña encima de la mano. Es la araña más grande que haya visto en su vida.
Escucha por si oye a Kristin y a los niños mientras la luz sondea sus muñecas y sus tobillos hinchados y en carne viva. La luz sondea el mugriento colchón y la túnica sucia de color verde chillón que tiene echada sobre la parte baja de las piernas. Levanta las rodillas y los brazos en un intento de cubrirse cuando la luz toca partes privadas de su cuerpo. Se encoge sobre sí misma al notar que él la está mirando fijamente. No acierta a verle la cara. No tiene idea de cómo es. Siempre va vestido de negro. De día se tapa la cara con la capucha y se viste de negro de pies a cabeza; de noche no puede verlo en absoluto, sólo distingue una forma, porque le ha quitado las gafas.
Eso fue lo primero que hizo cuando entró por la fuerza en la casa.
—Dame las gafas —ordenó—. Vamos.
Ella estaba paralizada en la cocina. El terror y la incredulidad la habían dejado insensible. No podía pensar, se sentía como si la sangre hubiera escapado de su cuerpo. Entonces el aceite de oliva que había en la sartén comenzó a humear y los niños rompieron a llorar y él los apuntó con la escopeta. También apuntó a Kristin. Llevaba la capucha, la ropa negra, cuando Tony abrió la puerta trasera y él se coló. Todo sucedió muy deprisa.
—Dame las gafas.
—Dáselas —le aconsejó Kristin—. Por favor, no nos haga daño. Llévese lo que quiera.
—Si no cierras la boca os mato a todos.
Ordenó a los niños que se tumbaran boca abajo en el suelo del cuarto de estar y les dio un fuerte golpe en la nuca con la culata del arma para que no intentaran echar a correr. Después apagó todas las luces y ordenó a Ev y a Kristin que llevaran a rastras los cuerpos inertes de los niños por el pasillo y los sacaran por la puerta corredera del dormitorio principal. El suelo se manchó de sangre y no deja de pensar que alguien tiene que haber visto esa sangre. A estas alturas, alguien tiene que haber estado en la casa intentando averiguar qué les ha ocurrido y tiene que haber visto la sangre. ¿Dónde está la policía?
Los niños no se movieron del césped de la piscina y él los ató con cables de teléfono y los amordazó con toallas, aunque no se movían ni emitían ningún sonido. Acto seguido, obligó a Ev y a Kristin a ir caminando en la oscuridad hasta el monovolumen.
Ev se puso al volante.
Kristin se instaló en el asiento delantero y él se acomodó atrás, con el cañón de la escopeta apuntándole a la cabeza.
Su voz fría y apagada le dijo dónde debía ir.
—Voy a llevaros a vosotras a un sitio y después regresaré a buscar a los niños —dijo la voz fría y apagada mientras ella conducía.
—Pero llame a alguien —rogó Kristin—. Necesitan ir a un hospital. Por favor, no deje que se mueran ahí. Son niños.
—Ya he dicho que volveré a buscarlos.
—Necesitan ayuda. No son más que unos niños pequeños. Huérfanos. Sus padres han muerto.
—Bien, así nadie los echará de menos.
Su voz era fría e inexpresiva, inhumana, una voz sin personalidad ni sentimientos.
Recuerda haber visto señales en la carretera que indicaban Naples. Se dirigían al oeste, hacia Everglades.
—No puedo conducir sin gafas —dijo Ev. El corazón le latía con tanta fuerza que creyó que iba a partirle las costillas. Apenas podía respirar. Llegó a salirse de la calzada y entonces él le entregó las gafas, pero volvió a quitárselas cuando llegaron a aquel lugar siniestro y horroroso en el que se encuentra desde entonces.
Scarpetta rocía las paredes de ladrillo del cuarto de baño, que resplandecen formando un dibujo de pasadas, barridos y salpicaduras invisibles con la luz encendida.
—Lo han limpiado —apunta Lucy a oscuras.
—Voy a dejarlo ya, no quiero correr el riesgo de destruir la sangre, si es que la hay. ¿Lo has fotografiado?
—Sí. —Enciende la luz.
Scarpetta saca un equipo de análisis de manchas de sangre y pasa un algodón por las áreas de la pared en las que ha visto reaccionar el Luminol, introduciendo la punta del algodón en el hormigón poroso ahí donde podría haber sangre incrustada, incluso después del lavado. Sirviéndose de un cuentagotas, vierte su mejunje químico sobre el algodón y éste se vuelve de un color rosa vivo, lo cual viene a confirmar que lo que ha resplandecido en la pared podría ser sangre, posiblemente sangre humana. Habrá que verificarlo en el laboratorio.
Si es sangre, no le sorprendería que fuera ya vieja, de hace dos años y medio. El Luminol reacciona a la hemoglobina de los glóbulos rojos y, cuanto más antigua es la sangre, más se oxida y más intensa es la reacción.
Continúa pasando el algodón empapado de agua destilada, recogiendo muestras y sellándolas dentro de cajas de pruebas que seguidamente etiqueta, con cinta y las iniciales.
Todo el proceso ha durado una hora, y ella y Lucy tienen calor con los trajes de protección. Oyen a Larry al otro lado de la puerta, moviéndose por la tienda. En varias ocasiones suena el teléfono.
Regresan al almacén y Lucy abre una robusta maleta negra y saca de ella una fuente luminosa forense para un microscopio Mini-Crime, una unidad metálica portátil, cuadrada y con entradas laterales, y una lámpara halógena de alta intensidad con brazo flexible que parece una manguera de brillante acero provista de una luz de guía que permite cambiar la longitud de onda. Enchufa el microscopio, acciona el interruptor de corriente y empieza a zumbar un ventilador. Ajusta con el mando la intensidad y fija la longitud de onda en 455 nanómetros. Las dos se colocan unas gafas tintadas de anaranjado que aumentan el contraste y les protegen los ojos.
Una vez apagada la luz, Scarpetta carga con la unidad sosteniéndola del asa y va pasando lentamente la luz azul por las paredes, los estantes y el suelo. La sangre y otras sustancias que reaccionan al Luminol no reaccionan necesariamente a otra fuente luminosa, y las áreas que antes han resplandecido ahora permanecen oscuras. Pero aparecen varias manchas pequeñas en el suelo de un tono rojo intenso. Encienden la luz y Lucy vuelve a situar el trípode en posición y pone un filtro anaranjado sobre la lente de la cámara. De nuevo con la luz apagada, fotografía las marcas rojas fluorescentes. Con la luz otra vez encendida las manchas apenas son visibles, no son más que una sucia decoloración de un suelo sucio y descolorido, pero al mirarlo con aumento Scarpetta detecta un ligerísimo tinte rojo. Sea cual sea esa sustancia no se disuelve en agua destilada, y no quiere utilizar un disolvente y arriesgarse a destruirla, sea lo que sea.
—Necesitamos tomar una muestra. —Scarpetta estudia el hormigón.
—Enseguida vuelvo.
Lucy abre la puerta y llama a Larry, que se encuentra una vez más detrás del mostrador, hablando por teléfono. Cuando alza la vista y la ve cubierta de papel plastificado de pies a cabeza, se sorprende visiblemente.
—¿He sido transportado en un rayo luminoso a la estación espacial Mir? —pregunta.
—¿Tiene herramientas en este garito? ¿Es para evitarme ir hasta el coche?
—Ahí detrás hay una caja de herramientas pequeña. En la estantería que está contra la pared. —Le indica la pared en cuestión—. Es una caja roja pequeña.
—Puede que tenga que estropearle un poco el suelo. Sólo un poco.
Parece que Larry va a decir algo pero cambia de opinión, se encoge de hombros y ella cierra la puerta. Saca un martillo y un destornillador de la caja y, con unos cuantos golpes, hace saltar esquirlas que contienen parte de las manchas rojas y las guarda en bolsas de plástico.
A continuación Scarpetta y ella se quitan los trajes protectores y los echan a un cubo de basura. Recogen su equipo y se van.
—¿Por qué haces esto? —Ev hace la misma pregunta siempre que aparece él, se lo pregunta con voz ronca mientras la apunta con la luz, que se le clava en los ojos igual que un cuchillo—. Por favor, apártame esa luz de la cara.
—Eres la cerda más gorda y más fea que he visto en mi vida —replica él—. No me extraña que no le gustes a nadie.
—Las palabras no pueden hacerme daño. Tú no puedes hacerme daño. Yo pertenezco a Dios.
—Mírate. Quién iba a querer estar contigo. Puedes estar agradecida de que yo te preste atención.
—¿Dónde están los otros?
—Di que lo sientes. Sabes perfectamente lo que has hecho. Los pecadores deben ser castigados.
—¿Qué has hecho con ellos? —Hace la misma pregunta de siempre—. Suéltame. Dios te perdonará.
—Di que lo sientes.
Le empuja los tobillos con las botas; el dolor es horrible.
—Dios santo, perdónale —reza Ev en voz alta—. No querrás ir al infierno —le dice a él, al malvado—. No es demasiado tarde.