Basil vuelve a sonreír.
—No he encontrado nada acerca de un asesinato —le está diciendo Benton—, pero hace dos años y medio desaparecieron una mujer y su hija de un comercio llamado La Tienda de Navidad.
—¿No se lo conté yo? —dice Basil sonriendo.
—Usted no dijo nada de que hubiera desaparecido nadie, ni de la existencia de ninguna hija.
—No quieren darme el correo.
—Estoy en ello, Basil.
—Ya me dijo eso mismo hace una semana. Quiero mi correo. Y lo quiero hoy. Dejaron de entregármelo justo cuando tuve esa disputa.
—¿Cuándo se enfadó con Geoff y lo llamó Tío Remus?
—Y por eso no me pasan el correo. Creo que me escupe en la comida. Lo quiero todo, todo el correo atrasado que lleva un mes esperando. Después podrá trasladarme a otra celda.
—Eso no puedo hacerlo, Basil. Es por su propio bien.
—Supongo que no quiere saber nada —replica Basil.
—¿Qué tal si le prometo que tendrá su correo antes de que termine el día?
—Más vale que me lo entreguen o se acabará nuestra amistosa conversación acerca de La Tienda de Navidad. Estoy empezando a hartarme de su proyectito científico.
—La única tienda de artículos de Navidad que he encontrado es una que había en Las Olas, en la playa —dice Benton—. El catorce de julio desaparecieron de allí Florrie Quincy y su hija de diecisiete años, Helen. ¿Le dice algo, Basil?
—No se me dan bien los nombres.
—Descríbame lo que recuerda de La Tienda de Navidad, Basil.
—Árboles con luces, trenes de juguete y muchos adornos —responde Basil, que ya no sonríe—. Ya le he contado todo eso. Dígame qué ha encontrado dentro de mi cerebro. ¿Ha visto las imágenes? —Se señala la cabeza—. Debería ver en ellas todo lo que quiere saber. Mire, me está haciendo perder el tiempo. ¡Quiero mi maldito correo!
—Se lo he prometido, ¿no?
—También había un baúl en la parte de atrás, ya sabe, uno de esos grandes. Era una jodida estupidez. Le dije que lo abriera y dentro guardaba un montón de adornos fabricados en Alemania, en cajas de madera pintada. Cosas como Hansel y Gretel, Snoopy y Caperucita Roja. Los guardaba bajo llave porque eran muy caros y yo le dije: «¿Para qué cojones? Lo único que tiene que hacer un ladrón es llevarse el baúl entero. ¿De verdad cree que guardando estas cosas aquí bajo llave va a impedir que se las roben?».
De pronto enmudece y se queda mirando fijamente la pared de ladrillos de ceniza.
—¿De qué más habló con ella antes de matarla?
—Le dije: «Vas a palmarla, puta».
—¿En qué momento le habló del baúl de la trastienda?
—No hice nada de eso.
—Pero acaba de decir que…
—En ningún momento he dicho que le hablara del baúl —replica Basil impaciente—. Quiero que me den algo. Por qué no puede darme algo. No puedo dormir, no puedo estarme quieto sentado. Me entran ganas de joderlo todo y luego deprimirme, y no puedo levantarme de la cama. Quiero mi correo.
—¿Cuántas veces al día se masturba? —le pregunta Benton.
—Seis o siete. Quizá diez.
—Más que de costumbre.
—Usted y yo mantuvimos nuestra charla anoche y en todo el día no he hecho otra cosa. No me he levantado de la cama más que para mear y comer algo. No me he molestado en ducharme. Sé dónde está esa mujer —dice entonces—. Déme mi correo.
—¿La señora Quincy?
—Mire, estoy aquí dentro. —Basil se reclina en la silla—. ¿Qué tengo que perder? ¿Qué incentivo tengo para hacer lo correcto? Favores, un poquito de tratamiento especial, colaboración quizá. Quiero mi puto correo.
Benton se pone de pie y abre la puerta. Le dice a Geoff que vaya al cuarto del correo y averigüe qué ha pasado con el de Basil. Por la reacción del guardia, detecta que está perfectamente enterado de lo que ha sucedido con el correo de Basil y que no le hace ninguna gracia ocuparse de nada que le haga la vida más agradable. Así que probablemente es verdad: se lo han estado reteniendo.
—Necesito que lo haga ahora mismo —le dice Benton a Geoff, sosteniéndole la mirada—. Es importante.
Geoff afirma con la cabeza y se va. Benton cierra otra vez la puerta y vuelve a sentarse a la mesa.
Quince minutos después, Benton y Basil finalizan la conversación, un embrollo de desinformación y jueguecitos enrevesados. Benton está molesto pero lo disimula; experimenta una sensación de alivio cuando aparece Geoff.
—Tu correo te está esperando sobre la cama —dice Geoff desde la puerta, observando a Basil con la mirada inexpresiva y fría.
—Más te vale no haberme robado las revistas.
—A nadie le interesan tus putas revistas de pesca. Discúlpeme, doctor Wesley. —Y añade, dirigiéndose otra vez a Basil—: Tienes cuatro encima de la cama.
Basil lanza el sedal de una imaginaria caña de pescar.
—El que se escapa siempre es el más grande —dice—. Cuando era pequeño mi padre me llevaba a pescar. Cuando no estaba pegándole una paliza a mi madre.
—Te lo advierto —dice Geoff—. Te lo advierto delante del doctor Wesley. Si vuelves a joderme, Jenrette, tu correo y tus revistas de pesca no serán el único problema que vas a tener.
—Lo ve, a esto me refiero —le dice Basil a Benton—. Así es como me tratan aquí.