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Benton aparca su Porsche en una plaza reservada para las visitas, al otro lado de la alta valla metálica, curvada como una ola a punto de romper y coronada por alambre de espino en espiral. Las torres de vigilancia se elevan en cada esquina del recinto, recortadas contra el cielo frío y nublado. Estacionadas en un aparcamiento lateral hay varias camionetas blancas y sin distintivos provistas de paneles divisorios de acero, sin ventanas ni cierres interiores; son celdas móviles que se utilizan para sacar del recinto a presos como Basil.

Las ocho plantas de hormigón con ventanas protegidas por malla de acero del hospital estatal Butler ocupan una superficie de ocho hectáreas. Rodeado de bosque y estanques, el edificio que se encuentra a menos de una hora al suroeste de Boston. A Butler envían a quienes delinquen debido a alguna enfermedad mental; está considerado un modelo de ilustración y de buen trato por sus pabellones especiales de alojamiento, cada uno especializado en acoger a pacientes que requieren diversos grados de seguridad y de atención. En el Pabellón D, independiente y no muy lejos del edificio de Administración, se alojan aproximadamente un centenar de peligrosos depredadores.

Segregados del resto de la población del hospital, pasan la mayor parte del día, dependiendo de su condición, en celdas individuales, cada una de ellas con su ducha, que puede utilizarse diez minutos al día. Las cisternas de los inodoros pueden accionarse dos veces por hora. El Pabellón D tiene un equipo de psiquiatras forenses y otros profesionales del sistema judicial y de salud mental, que entran y salen como Benton del mismo con regularidad. Se supone que Butler es un espacio humano y constructivo, un lugar donde reponerse. Pero para Benton no es más que un atractivo lugar de confinamiento de máxima seguridad para personas que jamás podrán rehabilitarse. No se hace ilusiones. Los individuos como Basil no tienen una vida ni la han tenido nunca. Se echan a perder y siempre lo harán en cuanto tengan oportunidad.

En el vestíbulo pintado de beis, Benton se acerca a un cristal blindado y habla por un intercomunicador.

—¿Cómo te va, George?

—No mucho mejor que la última vez que me lo preguntó.

—Lamento que digas eso —dice Benton. Al instante, un sonoro chasquido metálico le permite la entrada por la primera serie de puertas herméticas—. ¿Eso quiere decir que aún no te han convencido para que veas a tu médico?

La puerta se cierra tras él y deposita su maletín sobre una mesita metálica. George tiene sesenta y tantos años y nunca se encuentra bien. Odia su trabajo, a su esposa, el tiempo que hace. También odia a los políticos y, cuando puede, quita la fotografía del gobernador que hay en la pared del vestíbulo. Lleva un año luchando contra el agotamiento extremo, problemas de estómago y la sensación de que le duele todo el cuerpo. También odia a los médicos.

—No pienso tomar medicinas, así que ¿para qué? Eso es lo que hacen ahora los médicos, atiborrarte de medicamentos. —George registra el maletín de Benton antes de devolvérselo—. Su amigo está en el lugar de siempre. Que se divierta.

Otro chasquido y Benton atraviesa una segunda puerta de acero. Un guardia de uniforme marrón, Geoff, lo conduce por un pasillo muy brillante y lo hace pasar por otra serie de puertas herméticas que llevan a la unidad de máxima seguridad en la que los trabajadores de salud mental y los abogados se reúnen con los internos en unas habitaciones pequeñas y sin ventanas, de ladrillo de ceniza.

—Basil dice que no le entregan el correo —comenta Benton.

—Basil dice muchas cosas —responde Geoff sin sonreír—. Lo único que hace es largar.

A continuación abre una puerta de acero gris y la sostiene para que pase Benton.

—Gracias —dice Benton.

—Estaré aquí mismo. —Geoff dirige una mirada fulminante a Basil y cierra la puerta.

Basil está sentado a una mesita de madera y no se levanta. No está atado y lleva su atuendo normal de la cárcel: pantalón azul, camiseta blanca y calcetines con sandalias. Tiene los ojos inyectados en sangre y la mirada distraída, y huele que apesta.

—¿Qué tal está, Basil? —le pregunta Benton tomando asiento frente a él.

—He tenido mal día.

—Eso me han dicho. Cuénteme.

—Estoy nervioso.

—¿Qué tal duerme?

—Me paso casi toda la noche despierto. No dejo de pensar en nuestra conversación.

—Parece agitado —coincide Benton.

—Es que no puedo quedarme quieto. Es por culpa de lo que le dije. Necesito algo, doctor Wesley. Necesito Ativan o lo que sea. ¿Ya ha visto las imágenes?

—¿Qué imágenes?

—Las de mi cerebro. Tiene que haberlas visto, sé que es un hombre curioso. Por aquí todo el mundo siente curiosidad, ¿verdad? —dice con una sonrisa nerviosa.

—¿Para eso quería verme?

—Mayormente. Además, quiero mi correo. No quieren dármelo y yo no puedo ni comer ni dormir de lo alterado y estresado que estoy. Y quizá también un poco de Ativan. Espero que haya pensado en eso.

—¿En qué?

—En lo que le conté de la mujer ésa que fue asesinada.

—La mujer de La Tienda de Navidad.

—Diez-cuatro.

—Sí, he estado pensando bastante en lo que me contó, Basil —afirma Benton, como si aceptara que lo que le ha contado Basil es cierto.

No puede dejar que se note que opina que un paciente está mintiendo, en ningún caso. En éste no está seguro de que Basil mienta, ni mucho menos.

—Volvamos a ese día de julio de hace dos años y medio —propone Benton.

A Marino le molesta que la doctora Self haya cerrado la puerta y echado de inmediato el cerrojo, como si le excluyera.

Se siente insultado por ese gesto y por lo que implica. Siempre le ocurre lo mismo. A ella no le importa lo más mínimo, él no es más que una cita. Se alegra de quitárselo de encima y de no tener que soportar su compañía hasta dentro de una semana, y entonces lo aguantará cincuenta minutos justos, ni un segundo más, aunque haya dejado de tomar la medicación.

Ese medicamento es una mierda. No podía follar. ¿De qué sirve un antidepresivo si uno no puede follar? Si quieres deprimirte, tómate un antidepresivo que anule las relaciones sexuales.

Permanece unos instantes de pie frente a la puerta cerrada de la consulta, en el soleado porche, contemplando con expresión más bien aturdida los dos sillones con cojines verde claro y la mesa de cristal verde con su pila de revistas. Las revistas ya se las ha leído, todas, porque siempre llega temprano a las citas. Eso también le fastidia. Preferiría llegar tarde, pasar a la habitación como si tuviera mejores cosas que hacer que ir al loquero, pero si se retrasa pierde minutos, y no puede permitirse el lujo de perder ni siquiera uno cuando cada minuto cuenta y cuesta tan caro.

Seis dólares, para ser exactos. Cincuenta minutos y ni uno más, ni un segundo más. La doctora no va a excederse uno o dos minutos por si acaso, ni como gesto de buena voluntad ni por ningún motivo. Ya podría él amenazarla con matarse, que ella miraría su reloj de pulsera y diría: «Tenemos que terminar». Ya podría él estar contándole un caso de asesinato, a punto de apretar el gatillo, que ella diría: «Tenemos que terminar».

—¿Pero no siente curiosidad? —le ha preguntado en el pasado—. ¿Cómo puede terminar así, de golpe, cuando ni siquiera he llegado todavía a la parte interesante?

—Ya me contará el resto en la próxima ocasión, Pete. —Siempre sonríe.

—Pues a lo mejor no. Tendrá suerte si se lo cuento, punto. Mucha gente pagaría por conocer el resto de la historia, la historia verídica.

—En la próxima ocasión.

—Olvídelo. No habrá próxima ocasión.

La doctora no discute con él cuando es hora de terminar. Haga lo que haga para robar otro minuto, o dos, ella se levanta, abre la puerta y espera a que salga para echar el cerrojo. Cuando es hora de terminar, no hay negociación. Seis dólares el minuto, ¿a cambio de qué? De ser insultado. No sabe por qué sigue volviendo.

Contempla la pequeña piscina en forma de riñón con su borde de azulejos españoles de colores. Contempla los naranjos y los pomelos cargados de fruta, las franjas rojas pintadas alrededor de los troncos.

Mil doscientos dólares al mes. ¿Por qué lo hace? Con ese dinero podría comprarse una de esas camionetas Dodge con motor Viper V-10. Con mil doscientos dólares al mes podría comprarse un montón de cosas.

En esto oye la voz de la doctora detrás de la puerta cerrada. Está al teléfono. Marino finge leer una revista y escucha.

—Perdone, ¿quién es? —está diciendo la doctora Self.

Posee una voz potente, una voz radiofónica, que se proyecta y transmite tanta autoridad como un arma o una placa. Esa voz le atrapa de verdad. Le gusta y desde luego causa un cierto efecto sobre él. Y está buena, está muy buena, tanto que se le hace difícil sentarse frente a ella e imaginarse a otros hombres sentados en su mismo sillón y viendo lo que ve él: ese cabello oscuro y esas facciones delicadas, esos ojos brillantes y esos dientes blancos y perfectos. No le gusta que haya empezado a salir en un programa de televisión, no quiere que otros hombres vean lo buena que está, lo sensual que es.

—¿Quién es usted y cómo ha conseguido este número? —dice ella al otro lado de la puerta cerrada—. No, no está y tampoco atiende personalmente esa clase de llamadas. ¿Quién es usted?

Marino escucha, cada vez más inquieto y más acalorado en el soleado porche. Hace una tarde bochornosa y el agua gotea de los árboles y se condensa sobre la hierba. La doctora Self no parece muy contenta; habla con alguien a quien por lo visto no conoce.

—Comprendo su preocupación por la privacidad y estoy segura de que entiende que no es posible verificar la validez de su afirmación si no dice quién es. Estas cosas tienen que someterse a un seguimiento y ser verificadas, de lo contrario la doctora Self no puede ocuparse de ellas. Pero eso es un apodo, no un nombre auténtico. Ah, sí que lo es, entiendo. Muy bien.

Marino se da cuenta de que está fingiendo ser otra persona. No sabe quién le habla por teléfono y eso la pone nerviosa.

—Sí, muy bien —dice la persona que finge ser—. Puede hacer eso. Naturalmente, puede hablar con el productor. He de reconocer que es interesante, cierto, pero tiene que hablar con el productor. Le sugiero que lo haga inmediatamente porque el programa del jueves trata acerca de ese tema. No, el de radio no; mi nuevo programa de televisión —dice con la misma voz firme, una voz que atraviesa con facilidad la madera de la puerta y se derrama sobre el porche.

Por teléfono habla mucho más alto que durante las sesiones. Eso es bueno; no estaría bien que los otros pacientes sentados en el porche oyeran todo lo que le dice a Marino durante los breves pero intensos cincuenta minutos que pasan juntos. Cuando están juntos tras esa puerta cerrada no habla tan alto. Por supuesto, durante su sesión nunca hay nadie aguardando en el porche; él siempre es el último, razón de más para que aflojase un poco y le regalase unos cuantos minutos. No iba a hacer esperar a nadie, porque no hay nadie. Nunca. Uno de estos días le va a decir algo tan importante y tan conmovedor que le concederá unos minutos añadidos. Puede que sea la primera vez que haga algo así en su vida, y lo hará con él. Querrá hacerlo. Y puede que en esa ocasión no sea él quien disponga de más tiempo.

«Tengo que irme», se imagina diciendo. «Por favor, termine. Estoy deseando saber qué ocurrió». «No puedo. Tengo que ir a un sitio. —Se levantará del sillón—. En la próxima ocasión. Le prometo que le contaré cómo acaba, cuándo… vamos a ver… la semana que viene, cuando sea. Recuérdemelo, ¿vale?».

Marino se da cuenta de que la doctora Self ya no está al teléfono; entonces cruza el porche silencioso como una sombra y sale por la puerta de cristal. La cierra sin hacer ruido y toma el camino que rodea la piscina, atraviesa el huerto de cítricos pintados con una franja roja y pasa junto a la pequeña casa blanca de estuco en la que vive la doctora Self pero en la que no debería vivir. Simplemente, no le conviene vivir allí. Cualquiera podría llegar andando hasta la puerta de su casa. Cualquiera podría llegar andando hasta su consulta, situada en la parte de atrás, junto a la piscina sombreada por las palmeras. No es seguro. Todas las semanas la escuchan millones de personas y ella viviendo de esta manera. No es seguro. Debería dar media vuelta, llamar a la puerta y decírselo.

Su decorada Screamin Eagle Deuce está aparcada en la calle; da una vuelta a su alrededor para cerciorarse de que nadie le haya hecho nada mientras estaba con la doctora. Piensa en el neumático pinchado. Como le ponga las manos encima al que se lo hizo, sea quien sea… Una ligera capa de polvo cubre las UamaS que destacan sobre la pintura azul y los cromados, y eso le irrita profundamente. Ha limpiado la moto esta mañana, la ha pulido centímetro a centímetro, y primero se encuentra con un neumático pinchado y ahora esta capa de polvo. La doctora Self debería tener un aparcamiento cubierto, debería tener un maldito garaje. Su bonito Mercedes blanco descapotable se encuentra en el camino de entrada, donde ya no cabe otro coche, de modo que sus pacientes aparcan en la calle. No es seguro.

Desbloquea el manillar de la moto y el contacto y luego pasa una pierna por encima del sillín, a horcajadas, pensando en lo mucho que le gusta no vivir ya como el pobre policía de ciudad que ha sido durante casi toda su vida. La Academia le proporciona un Hummer H2, negro y con motor V8 turbodiésel de 250 caballos, transmisión de cuatro velocidades, baca exterior para transportar pesos, torno elevador y equipamiento de todoterreno. Compró la Deuce y la decoró tal como le pedía el cuerpo y, además, puede permitirse el lujo de tener un psiquiatra. Imagínate.

Pone punto muerto y aprieta el botón de encendido mientras contempla la atractiva casita blanca en la que vive pero no debería vivir la doctora Self. Agarra el embrague y acelera un poco el motor haciendo rugir los tubos de escape ThunderHead, mientras, a lo lejos, se distingue el destello de los relámpagos y un siniestro ejército de nubes que se repliegan descarga su artillería sobre el mar.