La pequeña casa de invitados se encuentra detrás de una piscina de azulejos españoles, rodeada de árboles frutales y arbustos cuajados de flores. No es un sitio normal para atender pacientes ni, probablemente, el mejor sitio para hacerlo, pero el entorno es poético y está repleto de símbolos. Cuando llueve, la doctora Marilyn Self se siente tan creativa como la tierra cálida y húmeda.

Tiende a interpretar el tiempo atmosférico como una manifestación de lo que sucede cuando los pacientes salen por la puerta de su consulta. Las emociones reprimidas, algunas de ellas torrenciales, se liberan en la seguridad de su entorno terapéutico. Las veleidades del tiempo tienen lugar a su alrededor y son únicamente para ella, van dirigidas a ella. Están rebosantes de significado y de instrucciones.

«Bienvenido a mi tormenta. Ahora hablemos de la suya».

Es una buena frase y la emplea con frecuencia en su consulta, en su programa de radio y, ahora también, en su nuevo programa de televisión. Las emociones humanas son sistemas atmosféricos interiores, les explica a sus pacientes, a la multitud de oyentes. Todos los frentes de tormenta tienen una causa. Nada es por nada. Hablar del tiempo no es ni ocioso ni trivial.

—Me estoy fijando en la expresión de su cara —dice desde su sillón de cuero, en la acogedora salita de estar—. Ha vuelto a tener esa expresión cuando ha dejado de llover.

—Le repito de nuevo que no tengo ninguna expresión en la cara.

—Resulta interesante que adopte esa expresión cada vez que cesa la lluvia. No cuando empieza a llover ni cuando está en su peor momento, sino cuando cesa de pronto, como ha ocurrido ahora —insiste ella.

—Yo no tengo ninguna expresión en la cara.

—Justo ha dejado de llover y usted ha adoptado esa expresión —repite la doctora Self—. Es la misma que pone cuando nuestra sesión toca a su fin.

—No lo es.

—Le prometo que sí.

—No pago trescientos dólares por una puta hora para hablar de tormentas. Yo no tengo ninguna expresión en la cara.

—Pete, le estoy diciendo lo que veo.

—Yo no tengo ninguna expresión —repite Pete Marino desde el diván situado enfrente de la doctora—. Eso es una gilipollez. ¿Por qué iba a preocuparme una tormenta? Llevo toda la vida viendo tormentas. No me he criado en un desierto.

La doctora estudia su rostro. Es más bien apuesto, de una forma muy ruda y masculina. Observa los*ojos gris oscuro detrás de las gafas de montura metálica. Su calvicie le recuerda el culito de un bebé, pálida y desnuda a la suave luz de la lámpara. Esa calva redondeada y carnosa es una nalga blandita que pide que le den una palmada.

—Me parece que tenemos un problema de confianza —dice.

Él la mira desde su diván con cara de pocos amigos.

—Por qué no me cuenta por qué le preocupan las tormentas, por qué le preocupa que se acaben, Pete. Porque yo creo que así es. Incluso mientras estamos hablando tiene esa expresión en la cara. Se lo prometo. Aún la tiene —le dice.

Marino se toca la cara como si fuera una máscara, como si fuera algo que no le perteneciera.

—Mi cara es normal. No le pasa nada. Nada. —Se toquetea la ancha mandíbula y después la amplia frente—. Si tuviera una expresión especial, lo notaría. Pero no tengo ninguna.

Los últimos minutos han transcurrido en silencio dentro del coche, de regreso al aparcamiento del Departamento de Policía de Hollywood, donde Joe podrá recoger su Corvette rojo y dejarla tranquila el resto del día.

De repente dice:

—¿Te he contado que me he sacado el carné de submarinismo?

—Me alegro por ti —responde Scarpetta sin fingir interés.

—Voy a comprarme un piso en las islas Caimán. Bueno, no exactamente; lo vamos a comprar mi novia y yo, juntos. Ella gana más dinero que yo —dice—. Qué te parece. Yo soy médico y ella es ayudante de un abogado, ni siquiera es una abogada de verdad y, sin embargo, gana más que yo.

—Nunca he dado por hecho que hubieras elegido la patología forense por dinero.

—No me he metido en esto con la intención de ser pobre.

—En ese caso, a lo mejor deberías pensar en dedicarte a otra cosa, Joe.

—Pues no me da la impresión de que a ti te falte el dinero.

Se gira hacia ella cuando se detienen en un semáforo. Scarpetta siente su mirada.

—Imagino que no viene mal tener una sobrina tan millonaria como Bill Gates —añade—. Y un novio de una familia rica de Nueva Inglaterra.

—¿Qué estás insinuando exactamente? —dice Scarpetta, pensando en Marino. Piensa en sus reconstrucciones de crímenes.

—Que es fácil no preocuparse por el dinero cuando uno lo tiene en abundancia. Y que quizá no lo has ganado tú precisamente.

—Mis finanzas no son de tu incumbencia pero, si trabajas tantos años como he trabajado yo y eres inteligente, podrás arreglártelas bastante bien.

—Depende de lo que quieras decir con eso de «arreglármelas».

Scarpetta piensa en lo impresionante que parecía Joe sobre el papel. Cuando solicitó la beca para la Academia, le pareció que era posiblemente el becario más prometedor que había tenido nunca. No entiende cómo pudo equivocarse tanto.

—Ninguno de los tuyos que yo sepa se limita a arreglárselas —afirma Joe, cada vez más sarcástico—. Hasta Marino gana más que yo.

—¿Y cómo sabes tú cuánto gana?

El Departamento de Policía de Hollywood aparece justo de frente, a la izquierda. Es un edificio de hormigón de cuatro plantas tan cercano a un campo de golf que no es infrecuente que bolas perdidas sobrevuelen la verja y aterricen en los coches patrulla. Descubre el preciado Corvette rojo de Joe en un lugar alejado, apartado de la trayectoria de cualquier cosa que pudiera siquiera tocarlo de refilón.

—Todo el mundo sabe más o menos cuánto ganan los demás —está diciendo Joe—. Es del dominio público.

—No lo es.

—En un sitio tan pequeño no se puede guardar un secreto.

—La Academia no es tan pequeña y en ella hay muchas cosas confidenciales. Como los sueldos.

—Yo debería cobrar más. Marino no es un puto médico, apenas terminó el instituto y gana más que yo. Y Lucy, lo único que hace es andar por ahí jugando a ser agente secreto con sus Ferraris, sus helicópteros, sus aviones y sus motos. Ya me gustaría saber qué diablos hace para tener todas esas cosas. Es un pez gordo, una supermujer, pura arrogancia, pura pose. No me extraña que a los alumnos les desagrade tanto.

Scarpetta para el coche detrás de su Corvette y se vuelve hacia Joe con el semblante más serio que nunca.

—Joe —le dice—, te queda un mes. Pasémoslo.

En la opinión profesional de la doctora Self, la causa de las mayores dificultades de Marino en la vida es la expresión de su cara en este preciso momento.

Es la sutileza de esa expresión facial de negatividad, que contradice la expresión facial en sí, lo que le dificulta las cosas, como si necesitara que algo se las pusiera todavía más difíciles. Ojalá no fuera sutil acerca de sus miedos secretos, las cosas que detesta, sus desenfrenos, su inseguridad sexual, su fanatismo y otras negatividades reprimidas. Aunque la doctora detecta la tensión en su boca y en sus ojos, otras personas probablemente no lo hacen, al menos no de forma consciente. Pero inconscientemente sí que la captan y reaccionan en consecuencia.

Marino es a menudo víctima de insultos, lo tratan mal, con falta de sinceridad, lo rechazan y lo traicionan. Él mismo se busca las peleas. Afirma haber matado a varias personas a lo largo de su exigente y peligrosa carrera. Está claro que cualquiera que sea lo bastante insensato para meterse con él sale peor parado de lo que merece, pero Marino no lo ve así. Opina que la gente se mete con él sin motivo alguno. Según él, esa hostilidad tiene que ver en parte con su trabajo. La mayoría de sus problemas nacen de los prejuicios, porque se crió siendo pobre en Nueva Jersey. No entiende por qué la gente le ha puteado tanto toda la vida, dice con frecuencia.

En las últimas semanas ha estado mucho peor. Y esta tarde está peor aún.

—En los minutos que nos quedan, vamos a hablar de Nueva Jersey. —La doctora Self le recuerda adrede que la sesión está a punto de finalizar—. La semana pasada mencionó Nueva Jersey varias veces. ¿Por qué piensa que sigue teniendo importancia ese lugar?

—Si usted se hubiera criado en Nueva Jersey, sabría por qué —replica Marino, y la expresión de su rostro se intensifica.

—Eso no es una respuesta, Pete.

—Mi padre era un borracho. Estábamos en el lado inadecuado de las vías. La gente me sigue viendo como un tipo de Nueva Jersey, de ahí arranca todo.

—Quizá se deba a la cara que pone, Pete, no a la que ponen los demás —repite la doctora—. Quizá sea usted la causa de todo.

En ese momento el contestador situado en la mesa contigua al sillón de cuero de la doctora Self chasquea y en la cara de Marino aflora la misma expresión, esta vez muy intensa. No le gusta que una llamada interrumpa su sesión, aunque la doctora no la atienda. No comprende por qué continúa utilizando una tecnología tan anticuada en lugar del buzón de voz, que es silencioso y no hace ruiditos cuando alguien deja un mensaje, que no molesta. Se lo recuerda a menudo a la doctora. Ella, discretamente, mira el reloj de pulsera, grande y de oro, con números romanos que distingue bien sin las gafas.

Dentro de doce minutos terminará la sesión. Pete Marino tiene dificultades con los finales, con todo lo que se termina, se extingue, se gasta o se muere. No por casualidad la doctora Self programa sus citas para primera hora de la tarde, preferiblemente alrededor de las cinco, cuando empieza a oscurecer o cesan los chubascos y las tormentas del mediodía. Marino es un caso curioso; de no ser así, ella no lo trataría. Sólo es cuestión de tiempo que consiga convencerlo de que acuda como paciente invitado a su programa de radio o tal vez a su espacio en la televisión. Resultaría impresionante delante de la cámara, mucho mejor que ese insípido y necio doctor Amos.

Nunca ha tenido como invitado a un policía. Cuando ella era la conferenciante invitada de una sesión de verano de la Academia Nacional Forense y se sentó a su lado en una cena que dieron en su honor, se le metió en la cabeza que aquel hombre podía ser un invitado fascinante para su programa, posiblemente un invitado asiduo. Desde luego, necesitaría terapia. Bebía demasiado. Se tomó cuatro whiskies delante de ella. Fumaba, se le notaba en el aliento. También comía compulsivamente: se sirvió tres postres. Cuando lo conoció se encontraba al borde de la autodestrucción, lleno de odio hacia sí mismo.

—Yo puedo ayudarlo —le dijo aquella noche.

—¿En qué? —Reaccionó como si lo hubiera sobado por debajo de la mesa.

—Con sus tormentas, Pete. Sus tormentas internas. Hábleme de sus tormentas. Le digo lo mismo que les he dicho a todos estos jóvenes alumnos tan inteligentes. Puede dominar ese tiempo intempestivo, puede hacer lo que quiera. Puede tener tormentas o tiempo soleado. Puede agacharse y esconderse o caminar al descubierto.

—En mi tipo de trabajo, hay que tener cuidado de caminar al descubierto —dijo él.

—Yo no quiero que se muera, Pete. Es usted un hombre grande, inteligente, apuesto. Yo quiero que siga mucho tiempo con nosotros.

—Pero si ni siquiera me conoce.

—Lo conozco mejor de lo que se imagina.

Y empezó a verla. Al cabo de un mes, redujo la dosis de alcohol y tabaco y adelgazó cinco kilos.

—Ahora mismo no tengo esa cara. No sé de qué me habla —dice Marino palpándose con los dedos como haría un ciego.

—Sí que la tiene. En el instante en que ha dejado de llover, usted ha adoptado esa expresión. Sea lo que sea lo que siente, se le refleja en la cara, Pete —asegura con énfasis—. Me pregunto si esa expresión no se remontará a la época de Nueva Jersey. ¿Qué opina?

—Opino que todo esto es una porquería. Al principio vine a verla a usted porque no podía dejar de fumar y estaba comiendo y bebiendo un poco de más. No vine porque tuviera una expresión estúpida en la cara. Nadie se ha quejado nunca de que yo tenga una expresión estúpida en la cara. Ella no me dejó por culpa de ninguna cara que yo pusiera. Ninguna de las mujeres con las que he salido lo ha hecho.

—¿Y la doctora Scarpetta?

Marino se pone tenso, pues una parte de él siempre huye cuando surge el tema de Scarpetta. La doctora Self ha esperado intencionadamente a que la sesión estuviera a punto de terminar para sacar a colación el tema de Scarpetta.

—Ahora mismo debería estar en el depósito.

—Siempre y cuando no sea como paciente… —comenta la doctora con ligereza.

—Hoy no estoy de humor para bromas. Trabajaba en un caso y me han apartado de él. Últimamente, ésa es la historia de mi vida.

—¿Ha sido Scarpetta quien lo ha apartado?

—No ha tenido ocasión de hacerlo. Yo no deseaba que se creara un conflicto de intereses, así que no he asistido a la autopsia, por si alguien me acusaba de algo. Además, es bastante obvio de qué ha muerto esa mujer.

—¿Acusarle de qué?

—La gente siempre está acusándome de algo.

—La semana que viene hablaremos de su manía persecutoria. Todo termina girando alrededor de la expresión de su cara, de verdad que sí. ¿No cree que Scarpetta puede haber captado alguna vez ese gesto? Porque yo estoy segura de que sí. Debería preguntárselo.

—Esto es una puta mierda.

—Recuerde lo que dijimos acerca de los tacos. Recuerde el pacto que hemos hecho. Decir tacos no es más que una representación. Yo quiero que me hable de lo que siente, no que me haga una interpretación.

—Pues lo que siento es que esto es una puta mierda. —La doctora Self le sonríe como si fuera un niño travieso que necesita que le den un azote—. No he venido a verla porque tenga una expresión concreta en la cara, una expresión que usted opina que tengo y que yo opino que no tengo.

—¿Por qué no le pregunta a Scarpetta al respecto?

—Porque siento que no me pasa por los huevos hacerlo.

—Hablemos de ello, sin representar.

La complace oírse decir eso. Piensa en la frase con que promociona su programa en la radio: «Hable de ello con la doctora Self».

—¿Qué ha ocurrido hoy en realidad? —le pregunta a su paciente.

—¿Se está quedando conmigo? Me he encontrado con una anciana a la que le habían volado la cabeza. ¿Ya que no adivina quién era el detective?

—Yo diría que usted, Pete.

—No estoy precisamente al mando —replica él—. En los viejos tiempos, por supuesto que sí. Ya se lo he dicho. Puedo ser el investigador de la muerte y ayudar al médico. Pero no puedo responsabilizarme globalmente del caso a no ser que la jurisdicción a la que le corresponda me lo pase, y Reba no hará eso de ningún modo. Ella no sabe una mierda, pero la tiene tomada conmigo.

—Que yo recuerde, usted la tuvo tomada con ella hasta que le faltó al respeto e intentó humillarlo, según lo que me ha contado usted.

—No debería ser una puta detective —exclama Marino con el rostro congestionado.

—Hábleme de eso.

—No puedo hablar de mi trabajo. Ni siquiera con usted.

—No le estoy pidiendo detalles de casos ni de investigaciones, aunque puede contarme lo que le apetezca. Lo que sucede en esta habitación jamás sale de aquí.

—A menos que lo diga por la radio o por ese nuevo programa de televisión que tiene ahora.

—Esto no sale por la radio ni por la televisión —contesta ella con otra sonrisa—. Si quiere acudir a uno de los programas, puedo organizado. Su participación sería mucho más interesante que la del doctor Amos.

—Ése es un gilipollas integral. Menudo mamón.

—Pete… —le advierte la doctora, con amabilidad naturalmente—. Sé muy bien que tampoco le gusta el doctor Amos, que también tiene ideas paranoicas acerca de él. En este momento no hay en la habitación ningún micrófono ni ninguna cámara, tan sólo estamos usted y yo.

Marino mira alrededor como si no estuviera seguro de si creerla del todo y dice:

—No me gustó que hablara con él justo delante de mis narices.

—Supongo que se refiere a Benton y Scarpetta.

—Me obliga a reunirme con ella y luego se pone a hablar por teléfono teniéndome a mí sentado delante.

—Se parece mucho a lo que le pasa cuando hace ruidos mi contestador.

—Podría haberle llamado cuando yo no estuviera. Lo hizo a propósito.

—Es una costumbre que tiene, ¿verdad? —comenta la doctora Self. Llamar a su amante justo delante de usted cuando sin duda sabe lo que siente usted, cuando sabe que tiene celos.

—¿Celos? ¿De qué? Él es un niño rico, un antiguo elaborador de perfiles del FBI de pacotilla.

—Eso no es verdad. Es psicólogo forense, miembro del profesorado de Harvard, y proviene de una distinguida familia de Nueva Inglaterra. A mí me parece bastante impresionante.

Ella no conoce a Benton. Le gustaría conocerlo, la encantaría tenerlo en su programa.

—Es una vieja gloria. Las viejas glorias se dedican a enseñar.

—Creo que él hace algo más que enseñar.

—Es una puta antigualla.

—Por lo visto, la mayoría de las personas que conoce son ya viejas glorias. Incluida Scarpetta. También lo ha dicho de ella.

—Lo digo como lo veo.

—Me pregunto si usted no se sentirá también una vieja gloria.

—¿Quién, yo? ¿Está de coña? Yo soy capaz de levantar pesas de más del doble de mi peso, y el otro día estuve corriendo en la cinta. La primera vez en veinte putos años.

—Casi se nos ha acabado el tiempo —le recuerda de nuevo la doctora—. Hablemos de su ira hacia Scarpetta. Tiene que ver con la confianza, ¿no es así?

—Tiene que ver con el respeto. Con el hecho de que me trata como si fuera una mierda y de que me miente.

—Usted piensa que ya no se fía de usted por lo que ocurrió el verano pasado en ese lugar de Knoxville en el que llevan a cabo todas esas investigaciones sobre cadáveres. ¿Cómo se llama? La Investigación de la Muerte o algo así.

—La Granja de Cuerpos.

—Ah, sí.

Qué interesante tema de conversación para hablar de él en uno de sus programas: «La Granja de Cuerpos no es el nombre de un balneario. ¿Qué es la muerte? Hable de ello con la doctora Self». Ya tiene la frase de promoción.

Marino consulta su reloj alzando la muñeca con teatralidad para ver qué hora es, como si no le importara que esté a punto de agotarse el tiempo, como si estuviera deseándolo.

Pero ella no se deja engañar.

—Miedo. —La doctora Self inicia su resumen—. Un miedo existencial de no contar para nadie, de no importarle a nadie, de estar completamente solo. Cuando termina el día, cuando termina la tormenta. Cuando se acaban las cosas. Da miedo que se acaben las cosas, ¿verdad? Se acaba el dinero, se acaba la salud, se acaban la juventud, el amor. ¿Tal vez acabará su relación con la doctora Scarpetta? ¿Puede ser que finalmente le rechace?

—No hay nada que acabar, excepto el trabajo, y eso va a durar para siempre porque la gente es una mierda y seguirá matándose mucho después de que yo reciba mis alitas de ángel. No pienso volver aquí nunca más a oír todas estas sandeces. Lo único que hace usted es hablar de la doctora. Creo que resulta bastante obvio que mi problema no es ella.

—Ahora sí que tenemos que dejarlo.

Se levanta de su sillón y le sonríe.

—He dejado de tomar ese medicamento que me recetó. Hace ya un par de semanas, pero se me olvidó comentárselo. —Marino se levanta también y su enorme presencia parece llenar la estancia—. No me hace ningún efecto, así que para qué —dice.

Cuando Marino está de pie, la doctora Self siempre se queda un poco sorprendida por lo grande que es. Sus manos bronceadas por el sol le recuerdan unos guantes de béisbol, dos jamones. Se lo imagina aplastando el cráneo o el cuello de alguien, haciendo picadillo los huesos de otra persona como si fueran patatas fritas.

—Ya hablaremos del Effexor la semana que viene. Lo veré… —toma la agenda de citas de su escritorio— el próximo jueves a las cinco.

Marino mira por la puerta abierta, escudriñando la pequeña y soleada salita exterior, con su mesa, sus dos sillones y sus plantas, varias de ellas palmeras, tan altas que casi tocan el techo. No hay otros pacientes esperando, nunca los hay a esta hora del día.

—Sí —responde—. Menos mal que nos hemos dado prisa y hemos terminado a la hora. Odio hacer esperar a la gente.

—¿Le parece bien pagarme en la próxima cita?

Es la manera que tiene la doctora Self de recordarle que le debe trescientos dólares.

—Sí, sí. He olvidado el talonario de cheques —contesta.

Y naturalmente que se le ha olvidado. No es su intención deberle dinero a la doctora. Piensa regresar.