Benton está sentado en su despacho, situado en la planta baja del Laboratorio de Imágenes Neuronales Cognitivas, uno de los pocos edificios contemporáneos en un campus de casi noventa y cinco hectáreas construido con ladrillo y pizarra centenarios y lleno de árboles frutales y estanques. A diferencia de la mayoría de los despachos del McLean, el suyo no tiene vistas. Da a una plaza de aparcamiento para minusválidos, que queda justo enfrente de la ventana, luego a una carretera y, más allá, a una extensión de terreno famosa por estar habitada por gansos de Canadá.
Su despacho, en el centro de la hache que forma el laboratorio, es pequeño y está atestado de papeles y libros. En cada rincón hay un escáner de resonancia magnética. En conjunto crean un campo electromagnético lo bastante potente para hacer descarrilar un tren. Él es el único psicólogo forense cuyo despacho se encuentra dentro del laboratorio; tiene que estar a mano de los neurocientíficos a causa del estudio PREDATOR.
Llama al coordinador del estudio.
—¿Ha vuelto a llamar nuestro último individuo normal? —Observa por la ventana dos gansos que deambulan por la carretera—. ¿Kennyjumper?
—Un momento, puede que sea él. —Y al momento añade—: Doctor Wesley, lo tiene al teléfono.
—Hola —saluda Benton—. Buenas tardes, Kenny. Soy el doctor Wesley. ¿Qué tal se encuentra hoy?
—No demasiado mal.
—Por la voz parece un poco acatarrado.
—Quizá sea alergia. Me he comprado un gato.
—Voy a hacerle unas cuantas preguntas más, Kenny —dice Benton mirando un formulario telefónico.
—Ya me ha hecho todas esas preguntas.
—Éstas son distintas. Preguntas de rutina, se las hacemos a todos los que participan en nuestro estudio.
—Está bien.
—¿Desde dónde llama? —pregunta Benton.
—Desde una cabina. Usted no puede llamarme, tengo que llamarlo yo.
—¿No tiene teléfono donde vive?
—Como ya le dije, estoy en casa de un amigo aquí, en Waltham, y no tiene teléfono.
—Está bien. Quisiera confirmar unas cuantas cosas que me dijo ayer, Kenny. Es usted soltero.
—Sí.
—Tiene veinticuatro años.
—Sí.
—Es de raza blanca.
—Sí.
—Kenny, ¿es usted diestro o zurdo?
—Diestro. No tengo carné de conducir, si quiere una identificación.
—No importa —contesta Benton—. No hace falta.
No sólo no hace falta, sino que pedir un documento de identificación, fotografiar a los pacientes o hacer cualquier intento de verificar quiénes son en realidad constituye una infracción de la Restricción de Información para la Protección de la Salud de la HIPPA.
Benton recorre todas las preguntas del cuestionario y va interrogando a Kenny acerca de si usa dentadura postiza o aparato de ortodoncia, implantes médicos, placas o clavos metálicos y qué tal se sostiene. Le pregunta acerca de posibles alergias aparte de a los gatos, problemas respiratorios, enfermedades o medicación; también si alguna vez ha sufrido una herida en la cabeza o si se le ha ocurrido autolesionarse o hacer daño a otras personas, o si se encuentra actualmente siguiendo una terapia o en un período de prueba. Lo típico es que las respuestas sean negativas. Más de un tercio de los que se presentan como sujetos de control normales tienen que ser eliminados del estudio porque de normales no tienen nada. Sin embargo, hasta el momento Kenny parece prometedor.
—¿Cuáles han sido sus hábitos con la bebida a lo largo del pasado mes? —Benton continúa formulando preguntas de la lista, que ya se le está haciendo odiosa.
Los cuestionarios por teléfono son tediosos y pedestres, pero aunque no los realice él de todas formas termina al teléfono, porque no se fía de la información recabada por los ayudantes de investigación y el personal sin cualificación. No sirve de nada sacar de la calle a un potencial sujeto de estudio y descubrir, tras invertir incontables horas de valioso tiempo en interrogatorios, entrevistas de diagnóstico, clasificaciones, pruebas neurocognitivas, obtención de imágenes cerebrales y trabajo de laboratorio, que no es un sujeto adecuado o que es inestable o potencialmente peligroso.
—Bueno, quizás una o dos cervezas de vez en cuando —está diciendo Kenny—. La verdad es que no bebo mucho. Y no fumo. ¿Cuándo puedo empezar? El anuncio decía que me pagarían ochocientos dólares y que ustedes se encargaban del taxi. Es que no tengo coche, de modo que no tengo transporte, y no me vendría mal el dinero.
—¿Por qué no viene este viernes? A las dos de la tarde. ¿Le viene bien?
—¿Es para lo del escáner?
—Exacto.
—No, mejor el jueves a las cinco. El jueves a las cinco sí que puedo ir.
—Muy bien, pues el jueves a las cinco. —Benton toma nota.
—Y ustedes me envían un taxi.
Benton le dice que le mandará un taxi y le pide la dirección. La respuesta de Kenny lo deja desconcertado: le dice que mande el taxi a la funeraria Alfa y Omega de Everett, una casa de pompas fúnebres de la que él jamás ha oído hablar y que se encuentra en una zona no muy agradable del extrarradio de Boston.
—¿Por qué una funeraria? —inquiere Benton dando golpecitos con el lápiz sobre el papel.
—Porque está cerca de donde vivo. Y tiene cabina telefónica.
—Kenny, quisiera que me llamara otra vez mañana para confirmar que va a venir pasado mañana, jueves, a las cinco. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Lo llamaré desde esta misma cabina.
Wesley cuelga y consulta el listín para ver si existe en Everett una funeraria llamada Alfa y Omega. Y existe. Llama y al momento lo ponen en espera escuchando La razón de Hoobastank.
«¿La razón de qué? —piensa con impaciencia—. ¿De morirse?».
—¿Benton?
Levanta la vista y ve a la doctora Susan Lane en la puerta del despacho, con un informe en la mano.
—Hola —la saluda, colgando el auricular.
—Tengo noticias de tu amigo Basil Jenrette —dice la doctora mirándolo fijamente—. Pareces estresado.
—¿Y cuándo no? ¿Ya está terminado el análisis?
—Tal vez deberías irte a casa, Benton. Tienes cara de estar agotado.
—Preocupado. Me acuesto demasiado tarde. Cuéntame cómo funciona el cerebro de nuestro muchacho Basil. Estoy en ascuas —dice Benton.
La doctora le entrega su copia del análisis de las imágenes estructurales y funcionales y comienza a explicarle:
—Aumento de la actividad amigdalar como reacción a los estímulos afectivos. Sobre todo a las caras, ya fueran mostradas abiertamente u ocultas, que revelaban miedo o poseían un contenido negativo.
—Sigue siendo un dato interesante —comenta Benton—. Es posible que con el tiempo nos revele algo acerca del motivo por el que escogen a sus víctimas. Una expresión facial que nosotros interpretaríamos como de curiosidad o de sorpresa, ellos podrían interpretarla como de cólera o miedo. Y eso las pone en su punto de mira.
—Inquieta pensarlo.
—Tengo que insistir más enérgicamente sobre ese punto cuando hable con ellos. Empezando por él.
Acto seguido abre un cajón y saca un bote de aspirinas.
—Vamos a ver. Durante el ejercicio de interferencias de Stroop —dice la doctora mirando el informe— se aprecia una disminución de la actividad del cíngulo anterior, tanto en la región dorsal como en la subgenual, acompañada de un aumento de la actividad prefrontal dorsolateral.
—Hazme un resumen, Susan. Tengo dolor de cabeza.
Sacude el bote para hacer caer tres aspirinas en la palma de su mano y se las traga sin agua.
—¿Cómo demonios haces eso?
—La práctica.
—Ya. —Reanuda la lectura del análisis del cerebro de Basil—. En conjunto, el estudio refleja sin duda una conectividad anómala de las estructuras límbicas frontales, lo que sugiere una mala inhibición de las reacciones debida probablemente a un déficit en varios procesos en los que interviene el área frontal.
—Y eso afecta a su capacidad para controlar e inhibir la conducta —dice Benton—. Lo estamos viendo una y otra vez en nuestros encantadores invitados de Butler. ¿Encaja con el trastorno bipolar?
—Desde luego. Con ése y con otros trastornos psiquiátricos.
—Discúlpame un minuto —dice Benton descolgando el teléfono. Marca la extensión de la coordinadora del estudio y le pregunta—: ¿Puedes consultar tu registro de entradas y decirme desde qué número ha llamado Kenny?
—Era una llamada sin identificar.
—Ah —responde—. No sabía que en las llamadas desde una cabina telefónica no quedara constancia del número.
—De hecho, acabo de cortar la comunicación con Butler —dice ella—. Por lo visto Basil no se encuentra bien. Dice que si podrías ir a verle.
Son las cinco y media de la tarde y el aparcamiento del Laboratorio del Forense del condado de Broward está casi vacío. Los empleados, en particular los que no pertenecen al área médica, rara vez se quedan en el depósito fuera del horario.
El laboratorio se encuentra en el número 31 de la avenida Southwest, en medio de un terreno urbanizado a medias, repleto de palmeras, robles y pinos y salpicado de caravanas. Típico de la arquitectura del sur de Florida, el edificio de una sola planta está revestido de coralina y estuco. La parte posterior da a un angosto canal de agua salobre infestado de mosquitos y donde los caimanes en ocasiones merodean fuera de su hábitat. Junto al depósito se encuentra el servicio de rescate y antiincendios, lo que recuerda constantemente a los de emergencias dónde terminan sus pacientes menos afortunados.
Prácticamente ha dejado de llover y Scarpetta y Joe van esquivando charcos cuando se encaminan hacia un Hummer H2 plateado; no lo ha escogido ella, pero resulta bastante útil para acudir a lugares apartados de la carretera donde se han cometido crímenes y para transportar equipo engorroso. A Lucy le gustan los Hummer; a Scarpetta le preocupa dónde aparcarlos.
—No entiendo cómo se las ha arreglado una persona para entrar con una escopeta en pleno día —dice Joe, un comentario que no deja de repetir desde hace una hora—. Tiene que haber un modo de distinguir si era recortada.
—Si no limaron el cañón después de recortarlo, podría haber marcas de sierra en el taco —contesta Scarpetta.
—Pero la ausencia de marcas de sierra no significa que no haya sido serrado.
—Exacto.
—Porque podría haber limado él mismo el cañón. Si lo hizo, no tenemos forma de saberlo sin recuperar el arma. Es del calibre doce. Hasta ahí sabemos.
Hasta ahí saben basándose en el taco de plástico Power Pistón de cuatro pétalos de la Remington, que Scarpetta ha recuperado del interior de la destrozada cabeza de Daggie Simister. Aparte de eso, Scarpetta sólo puede afirmar con rotundidad unos cuantos hechos más, como por ejemplo la índole de la agresión sufrida por la señora Simister, que, según ha revelado la autopsia, fue distinta de lo que suponía todo el mundo. Si no le hubieran pegado un tiro, las posibilidades de que hubiera muerto de todas formas eran muchas. Scarpetta está bastante segura de que la señora Simister se encontraba inconsciente cuando su asesino le metió el cañón de la escopeta en la boca y apretó el gatillo. No ha sido fácil llegar a dicha conclusión.
La exploración de heridas grandes abiertas en la cabeza puede enmascarar lesiones que tal vez se han producido antes del trauma mutilador y definitivo. En ocasiones la patología forense requiere cirugía plástica. En el depósito Scarpetta ha hecho lo que ha podido para reconstruir la cabeza de la señora Simister, encajando trozos de hueso y de cuero cabelludo y después afeitando el cabello. Así ha encontrado una laceración en la parte posterior de la cabeza y una fractura de cráneo. El punto del impacto guarda relación con un hematoma subdural en una zona subyacente del cerebro que había quedado relativamente intacta tras la explosión de la escopeta.
Si las manchas de la alfombra que hay junto a la ventana del dormitorio resultan ser de sangre de la señora Simister, es posible que fuera allí donde la agredieron inicialmente; eso también explicaría la suciedad y las fibras azuladas que tenía en las palmas de las manos. La golpearon con fuerza desde atrás con un objeto romo y se desplomó. Acto seguido su agresor la tomó en brazos, cargó con sus cuarenta y tres kilos y la dejó sobre la cama.
—Me refiero a que es fácil llevar una escopeta de cañón recortado en una mochila —está diciendo Joe.
Scarpetta apunta con el mando a distancia para desbloquear las puertas del Hummer y responde en tono cansado:
—No necesariamente. —Joe la cansa. A cada día que pasa la fastidia más—. Aunque uno serrase treinta o incluso cuarenta centímetros del cañón y quince de la culata —observa—, aún le quedaría un arma de cuarenta centímetros de largo, por lo menos. Eso suponiendo que se tratara de una de carga automática. —Piensa en la bolsa negra grande que llevaba el inspector de cítricos—. Si se trata de una de carga manual seguramente sería todavía más larga —añade—. En ninguna de las dos hipótesis cabría en una mochila, a no ser que fuera enorme.
—Un petate, entonces.
Scarpetta piensa otra vez en el inspector de cítricos, en el largo recogefruta que ha desmontado y guardado en su bolsa negra. Ya ha visto inspectores de cítricos en otras ocasiones y nunca se ha fijado en que utilicen un recogefruta. Normalmente inspeccionan lo que queda a su altura.
—Seguro que llevaba un petate —dice Joe.
—No tengo ni idea. —Scarpetta está a punto de tirársele al cuello.
Durante toda la autopsia, Joe no ha dejado de cotorrear y pontificar, hasta que ella a duras penas podía pensar. A Joe le parecía necesario anunciar todo lo que iba haciendo, todo lo que iba escribiendo en el protocolo sujeto a su cuaderno. Le parecía necesario decirle el peso de cada órgano y deducir cuándo había comido por última vez la señora Simister a juzgar por la carne y las verduras parcialmente digeridas que se encontraban en el estómago. Se ha asegurado de que Scarpetta oyera el crujido de los depósitos de calcio cuando ha abierto parcialmente las coronarias ocluidas con el escalpelo y ha anunciado que a lo mejor la había matado la arteriesclerosis.
«Ja, ja».
En fin, lo cierto era que la señora Simister no tenía muchas esperanzas. Estaba enferma del corazón. Sus pulmones presentaban adherencias, probablemente a causa de una antigua neumonía, y su cerebro estaba un tanto atrofiado, de manera que lo más seguro era que padeciera Alzheimer. Si uno tiene que morir asesinado, ha dicho antes Joe, más le vale tener mala salud.
—Estoy pensando que el asesino la golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta —dice ahora—. Ya sabes, así. —Arremete con una culata imaginaria contra una cabeza imaginaria—. Ni siquiera llegaba al metro y medio de estatura —continúa explicando su hipótesis—. De modo que para golpearle la cabeza con la culata de un arma que pesa quizá tres o cuatro kilos, suponiendo que no hubiese sido recortada, el asesino necesitaría ser razonablemente fuerte y más alto que ella.
—No podemos afirmar eso en absoluto. —Scarpetta saca el coche del aparcamiento—. Depende mucho de su postura en relación con la víctima. Depende de muchas cosas. Y no sabemos si la golpeó con el arma. No sabemos si el asesino es varón. Ten cuidado, Joe.
—¿Con qué?
—En tu gran entusiasmo por reconstruir exactamente cómo y por qué ha muerto la señora Simister, corres el riesgo de confundirla teoría con la verdad y de transformar la realidad en ficción. Esto no es una reconstrucción, esto es un ser humano de verdad que ha muerto realmente.
—La creatividad no tiene nada de malo —protesta él con la vista fija al frente, los labios apretados y la barbilla larga y puntiaguda en tensión, el gesto que adopta siempre que está de mal humor.
—La creatividad es buena —dice Scarpetta—. Debe sugerirnos hacia dónde mirar y qué buscar, pero no necesariamente coreografiar reconstrucciones como las que se ven en la televisión y en el cine.