Llueve intensamente cuando se detiene frente a la casa de la señora Simister. Delante hay aparcados tres coches de policía y una ambulancia.
Scarpetta se apea del coche y, sin molestarse en llevar un paraguas, termina la conversación con la Oficina del Forense del condado de Broward, que tiene jurisdicción sobre todas las muertes súbitas y violentas que se producen entre Palm Beach y Miami. Examinará el cadáver in situ porque ya está en el lugar de los hechos, está diciendo, y necesitará lo antes posible un medio para transportar el cadáver al depósito. Recomienda que la autopsia se realice inmediatamente.
—¿No puede esperar hasta mañana? Entiendo que podría tratarse de un suicidio, dado que la fallecida tiene un historial de depresión —comenta el administrador con cautela, porque no quiere que parezca que cuestiona el criterio de Scarpetta.
No desea salir por la tremenda y decir que no está seguro de que el caso sea urgente. Pone sumo cuidado al escoger las palabras, pero Scarpetta sabe lo que está pensando.
—Marino dice que no hay ningún arma en el lugar del crimen —le explica dándose prisa en subir los escalones del porche, empapada.
—Está bien. Eso no lo sabía.
—No tengo noticia de que alguien suponga que se trata de un suicidio.
Scarpetta piensa en la presunta explosión de un tubo de escape que han oído hace un rato Reba y ella. Intenta acordarse del momento exacto.
—Entonces, ¿viene para acá?
—Por supuesto —responde Scarpetta—. Dígale al doctor Amos que lo tenga todo preparado.
Cuando alcanza la puerta y pasa al interior apartándose el pelo mojado de los ojos, ve que Marino la está esperando.
—¿Dónde está Wagner? —pregunta él—. Supongo que ya vendrá. Por desgracia. Mierda, no nos hace ninguna falta que venga a manejar el cotarro ninguna retrasada mental.
—Ha salido unos minutos después que yo. No sé dónde está.
—Es probable que se haya perdido. Tiene el sentido de la orientación más nefasto que he visto nunca.
Scarpetta le cuenta lo de la Biblia hallada en el dormitorio de Ev y Kristin y lo del versículo marcado con varias equis.
—¡Es lo mismo que me dijo el tipo que me llamó! —exclama Marino—. Dios. ¿Qué pasa aquí? ¡Maldita imbécil! —protesta, refiriéndose otra vez a Reba—. Voy a tener que aparcarla y buscarme a un detective de verdad para que no se joda este asunto.
Scarpetta ya está harta de los comentarios despectivos de Marino.
—Hazme un favor: ayúdala todo lo que puedas y guárdate para ti tus rivalidades personales. Cuéntame qué es lo que sabes.
Observa, detrás de Marino, lo que se ve por la puerta de la casa, que está entreabierta. Dos enfermeros de urgencias están recogiendo sus maletines, poniendo fin a un esfuerzo que ha resultado ser una pérdida de tiempo.
—Herida por disparo de escopeta en la boca que le ha volado la parte superior de la cabeza —recita Marino quitándose de en medio para dejar pasar a los de urgencias, que salen de camino a la ambulancia—. Está tendida sobre la cama de espaldas y completamente vestida. La televisión está encendida. No hay nada que indique que hayan forzado la entrada o que haya habido intento de robo ni de agresión sexual. Hemos encontrado un par de guantes de látex en el lavabo del cuarto de baño. Uno está manchado de sangre.
—¿Qué cuarto de baño?
—El del dormitorio.
—¿Hay algún otro indicio de que el asesino haya limpiado el lugar antes de irse?
—No. Solamente los guantes del lavabo. Ni toallas manchadas de sangre ni agua teñida de sangre.
—Tengo que echar un vistazo. ¿Estamos seguros de la identidad de la fallecida?
—Sabemos a quién pertenece la casa: a Daggie Simister. No puedo decirte con seguridad quién es la que está tendida en la cama.
Scarpetta hurga en el interior de su bolsa buscando un par de guantes y pasa al vestíbulo. Se detiene a mirar alrededor pensando en las puertas correderas sin llave que ha visto en el dormitorio principal de la otra casa. Recorre con la mirada el suelo de terrazo, las paredes azul claro y el pequeño cuarto de estar. Éste está abarrotado de muebles, fotografías y pájaros de porcelana y otras figuritas pasadas de moda. Nada parece estar fuera de sitio. Marino la conduce hasta la cocina y al otro lado de la casa, donde se encuentra el cadáver, en un dormitorio que da al canal.
La anciana, vestida con un chándal de color rosa y zapatillas del mismo color, está tendida de espaldas sobre la cama. Tiene la boca abierta y los ojos inexpresivos y fijos debajo de una tremenda herida que le ha abierto la parte superior de la cabeza como una cáscara de huevo. Hay masa encefálica y fragmentos de hueso esparcidos por la almohada empapada de sangre, de un rojo oscuro, que empieza a coagularse. También hay trozos de piel y sesos adheridos al cabecero de la cama y a la pared, ambos salpicados de regueros sanguinolentos.
Scarpetta mete una mano por debajo del chándal ensangrentado para palpar el pecho y el vientre, y después toca las manos. El cuerpo está tibio y aún no se aprecia rigor mortis. Abre la cremallera de la chaqueta del chándal y coloca un termómetro de mercurio en el sobaco derecho. Mientras espera la lectura de la temperatura corporal, busca otras lesiones aparte de la obvia de la cabeza.
—¿Cuánto tiempo calculas que lleva muerta? —pregunta Marino.
—Aún está muy caliente. Ni siquiera ha aparecido la rigidez.
Piensa otra vez en lo que Reba y ella han tomado por el tubo de escape de un coche y llega a la conclusión de que ha sido hace aproximadamente una hora. Se acerca a un termostato que hay en la pared. El aire acondicionado está en marcha, en el dormitorio la temperatura es de veinte grados. Toma nota y seguidamente mira a su alrededor, sin prisas, recorriéndolo todo con la mirada. El pequeño dormitorio tiene el suelo de terrazo cubierto en buena parte por una alfombra azul oscuro que llega desde el pie de la cama con edredón de plumas azul hasta la ventana que da al canal. Las persianas están cerradas. Sobre una mesilla de noche hay un vaso de lo que parece ser agua, una edición en letra grande de una novela de Dan Brown y unas gafas. A primera vista, no hay signos de forcejeo.
—Así que la han matado justo antes de llegar yo —está diciendo Marino con cierto desasosiego, procurando que no se le note—. De modo que podría haber ocurrido minutos antes de que yo llegara en moto. Me he retrasado. Alguien me ha pinchado una rueda.
—¿A propósito? —dice Scarpetta, intrigada por la coincidencia de que eso haya ocurrido precisamente cuando ha ocurrido.
Si Marino hubiera llegado antes, tal vez la mujer no estuviera muerta. Entonces le habla de lo que ahora supone que ha sido un disparo de escopeta. En ese momento sale del cuarto de baño un agente uniformado cargado de medicamentos que deposita sobre un tocador.
—Sí, ha sido de lo más a propósito —responde Marino.
—Obviamente, no lleva mucho tiempo muerta. ¿Qué hora era cuando la has encontrado?
—Cuando te he llamado llevaba aquí unos quince minutos. Quería cerciorarme de que la casa estuviera despejada antes de hacer nada, de que el que la había matado no estuviera escondido en un armario o algo parecido.
—¿Los vecinos no han oído nada?
Marino responde que no hay nadie en las casas de ambos lados, ya lo ha comprobado uno de los agentes uniformados. Suda profusamente y tiene el rostro congestionado y los ojos muy abiertos, con expresión desquiciada.
—De verdad que no sé de qué va todo esto —vuelve a decir, mientras la lluvia repiquetea sobre el tejado—. Tengo la sensación de que de alguna manera nos han dado el pego. Wagner y tú estabais justo en la otra orilla del canal. Y yo he llegado tarde por culpa de un pinchazo.
—Había un inspector —dice Scarpetta—. Un tipo que andaba por aquí inspeccionando los cítricos. —Le habla del artilugio para recoger fruta que el individuo ha desmontado y guardado en una bolsa grande de color negro—. Yo comprobaría eso inmediatamente.
Retira el termómetro de debajo del brazo de la muerta y anota treinta y cuatro coma ocho grados. A continuación entra en el cuarto de baño alicatado y mira en la ducha, en el inodoro y en la cesta de papel usado. El lavabo está seco, no hay rastro de sangre, ni el más mínimo, lo cual no tiene lógica. Se vuelve hacia Marino y le pregunta:
—¿Los guantes estaban en el lavabo?
—Así es.
—Si el asesino… o la asesina, supongo, se los ha quitado después de matar a la anciana y los ha tirado en el lavabo, deberían haber dejado un resto de sangre, por lo menos el manchado.
—A no ser que la sangre del guante ya se hubiera secado.
—No debería —replica Scarpetta abriendo el botiquín, en el que encuentra la típica mezcla de fármacos para dolores y molestias intestinales—. A menos que el asesino los haya llevado puestos el tiempo suficiente para que se secara la sangre.
—No sería tanto tiempo.
—Puede que no. ¿Los tienes a mano?
Salen del cuarto de baño y Marino saca de un maletín un sobre grande de pruebas de papel marrón. Lo abre para que Scarpetta mire dentro sin tocar los guantes. Uno está limpio, el otro parcialmente del revés y manchado de sangre seca marrón oscuro. Los guantes no están forrados de talco y el limpio parece sin estrenar.
—Necesitaremos analizar el ADN del interior, también. Y buscar huellas —dice.
—Seguro que el asesino no sabe que se pueden dejar huellas en el interior de los guantes de látex —apunta Marino.
—Entonces es que no ve la televisión —tercia un agente.
—No me hables de la mierda que sale por la televisión. Me está destrozando la vida —comenta otro con medio cuerpo debajo de la cama, y añade—: Bien, bien.
Se incorpora sosteniendo en las manos una linterna y un pequeño revólver de acero inoxidable con culata de palo de rosa. Abre la recámara procurando tocar el metal lo menos posible.
—Está descargado. De bien poco le ha servido a la víctima. Tiene pinta de no haber sido disparado desde la última vez que se limpió, si es que se ha disparado alguna vez.
—De todas formas analizaremos las huellas —le dice Marino—. Vaya sitio extraño para esconder un arma. ¿Estaba muy adentro?
—Demasiado lejos para alcanzarlo sin tirarse al suelo y arrastrarse debajo de la cama, como he hecho yo. Calibre veintidós. ¿Qué demonios es una Viuda Negra?
—Estás de broma —dice Marino echando un vistazo—. Armas norteamericanas, de un solo disparo. Una pistola más bien absurda para una viejecita de manos nudosas y artríticas.
—Debió de regalársela alguien para que se protegiera y ella no hizo caso.
—¿Ha visto por alguna parte una caja de munición?
—De momento, no.
El agente mete la pistola en una bolsa de pruebas, que deposita sobre un tocador en el que otro agente empieza a hacer inventario de los frascos de medicamentos.
—Accuretic, Diurese y Enduron —dice leyendo las etiquetas—. Ni idea.
—Un inhibidor de la ACE y diuréticos. Para la hipertensión —explica Scarpetta.
—Verapamil, ya caducado. Es del mes de julio.
—Hipertensión, angina, arritmia.
—Apresoline y Loniten. A ver quién es el listo que sabe pronunciar esto. Lleva un año caducado.
—Son vasodilatadores. Para la hipertensión, también.
—Así que a lo mejor se ha muerto de un ataque. Vicodin. Esto sí que sé lo que es. Y Ultram. Estos medicamentos son más nuevos.
—Son analgésicos. Posiblemente para la artritis.
—Y Zithromax. Esto es un antibiótico, ¿no? Caducó en diciembre.
—¿Nada más? —inquiere Scarpetta.
—No, señora.
—¿Quién le ha dicho a la Oficina del Forense que la víctima tenía un historial de depresión? —pregunta, mirando a Marino.
Al principio no contesta nadie.
Entonces Marino responde:
—Desde luego yo no he sido.
—¿Quién ha llamado a la Oficina del Forense?
Los dos agentes y Marino se miran.
—Mierda —masculla Marino.
—Un momento —dice Scarpetta; llama a la Oficina del Forense y consigue que se ponga al teléfono el administrador—. ¿Quién te ha comunicado el caso de muerte por disparo de escopeta?
—La policía de Hollywood.
—Pero ¿qué agente?
—La detective Wagner.
—¿La detective Wagner? —Scarpetta se queda perpleja—. ¿Qué hora figura en el registro de llamadas?
—Pues… vamos a ver. Las dos y once minutos.
Scarpetta mira otra vez a Marino y le pregunta:
—¿Sabes a qué hora exacta me has llamado?
Él consulta su teléfono móvil y contesta:
—A las dos y veintiuno.
Scarpetta consulta el reloj de pulsera; ya son casi las tres y media. No va a llegar al vuelo de las seis y media.
—¿Va todo bien? —le pregunta el administrador por teléfono.
—¿Apareció algo en el identificador de llamadas cuando has recibido ésa, la que supuestamente te ha hecho la detective Wagner?
—¿Supuestamente?
—Porque fue una mujer la que llamó…
—Sí.
—¿Había algo inusual en su manera de hablar?
—Nada en absoluto —responde el otro, y hace una pausa—. No tenía nada de sospechoso.
—¿Algún acento?
—¿Qué sucede, Kay?
—Nada bueno.
—Estoy mirando… aquí está, las dos y once. Ponía número desconocido.
—Claro —dice Scarpetta—. Nos veremos dentro de una hora.
A continuación se inclina sobre la cama y observa detenidamente las manos de la anciana antes de darles la vuelta con suavidad. Siempre actúa con suavidad, independientemente del hecho de que sus pacientes ya no sientan nada. No advierte abrasiones, cortes ni contusiones que sugieran que la hayan atado o que se haya defendido. Vuelve a mirar con ayuda de la lupa y encuentra fibras y suciedad adheridas a las palmas de ambas manos.
—Es posible que en algún momento haya estado en el suelo —dice.
En ese momento entra Reba en la habitación, pálida y mojada a causa de la lluvia, y a todas luces agitada.
—Aquí las calles son un laberinto —comenta.
—Oiga —la interpela Marino—, ¿a qué hora ha llamado a la Oficina del Forense?
—¿En relación a qué tema?
—En relación al precio de los huevos en China.
—¿Cómo? —responde ella fijándose en la masacre de la cama.
—En relación a este caso —replica Marino huraño—. ¿De qué diablos se imagina que estoy hablando? ¿Y por qué no se compra un maldito GPS?
—Yo no he llamado a la Oficina del Forense. ¿Para qué iba a llamar, teniéndola a ella justo a mi lado? —responde Reba mirando a Scarpetta.
—Pónganle bolsas en las manos y los pies —dice Scarpetta—. Y quiero que la envuelvan en la colcha y en un plástico limpio. La ropa de cama también nos la llevamos.
Se acerca a una ventana que da al jardín trasero de la casa y al canal. Observa cómo la lluvia golpea los árboles y piensa en el inspector de cítricos. Estaba en este jardín, de eso no le cabe casi ninguna duda, y trata de calcular con exactitud la hora a la que lo ha visto. Sabe que no ha sido mucho antes de oír la explosión que ahora sospecha que era un disparo de escopeta.
Vuelve a recorrer la habitación con la mirada y repara en dos manchas oscuras que hay en la alfombra, cerca de la ventana que da a los árboles y al canal. Cuesta mucho verlas sobre el fondo azul oscuro. Decide sacar de su bolsa equipo para analizar muestras que se supone de sangre, así que extrae productos químicos y un cuentagotas. Hay dos manchas, a varios centímetros de distancia la una de la otra, más o menos del tamaño de una moneda de veinticinco centavos y de forma ovalada. Pasa un algodón por una de ellas y, acto seguido, vierte en él unas gotas de alcohol isopropílico, después fenolftaleína y, por último, peróxido de hidrógeno; el algodón adquiere un color rosa vivo. Eso no prueba que las manchas sean de sangre humana, pero hay muchas posibilidades de que lo sean.
—Si es sangre de la víctima, ¿qué hace aquí, tan lejos? —Scarpetta habla para sí misma.
—Quizás haya salpicado hasta ahí —aventura Reba.
—No es posible.
—Las gotas no son redondas —apunta Marino—. Es como si quienquiera que estuviera sangrando se encontrase erguido, casi.
Busca más manchas alrededor.
—Resulta más bien insólito que las haya aquí y en ningún otro sitio. Si alguien ha sangrado mucho, cabría esperar que hubiera más gotas —sigue diciendo, como si Reba no estuviera presente.
—Cuesta trabajo distinguirlas sobre una superficie oscura como ésta —contesta Scarpetta—. Pero no veo más.
—Tal vez debiéramos volver con luminol. —Marino habla sin incluir a Reba en la conversación y a la mujer empieza a notársele la cólera en la cara.
—Habrá que tomar una muestra de las fibras de esta alfombra cuando lleguen los técnicos —dice Scarpetta dirigiéndose a todo el mundo.
—Podemos aspirarla y buscar rastros —añade Marino evitando la mirada de Reba.
—Voy a tener que pedirle una declaración antes de que se vaya, dado que ha sido usted quien ha encontrado a la víctima —le dice Reba a Marino—. No estoy segura de qué se proponía entrando en la casa.
Marino no le responde. Reba no existe.
—¿Qué le parece si usted y yo salimos fuera un momento para que me cuente lo que tenga que contarme? —le dice Reba—. Mark —se dirige a uno de los agentes—. ¿Qué tal si examinamos al investigador Marino, a ver si lleva encima residuos del disparo de una escopeta?
—Que la jodan —responde Marino.
Scarpetta reconoce el rugido de su voz; suele ser el preludio de un arrebato descontrolado.
—No es más que un examen pro forma —dice Reba—. Ya sé que no quiere que nadie lo acuse de nada.
—Esto… Reba —dice el agente que responde al nombre de Mark—. Nosotros no llevamos encima material para eso. Tienen que hacerlo los técnicos.
—Bueno, ¿y dónde demonios están? —pregunta Reba irritada, sin miramientos, porque aún es nueva en este trabajo.
—Marino —dice Scarpetta—, ¿qué te parece si te encargas del servicio de retirada del cadáver? Mira a ver dónde están.
—Siento curiosidad —dice Marino acercándose tanto a Reba que ésta se ve obligada a dar un paso atrás—. ¿Cuántas veces ha sido usted la única detective presente en un lugar del delito en el que hubiera un cadáver?
—Voy a tener que ordenarle que se vaya de aquí —contesta ella—. Los dos, usted y la doctora Scarpetta. Así podremos empezar a trabajar.
—La respuesta es no. —Marino continúa hablando—. Rotundamente no. —Eleva la voz—. Mire, si echa un vistazo a sus apuntes de Detective para tontos, a lo mejor descubre que el cadáver cae dentro de la jurisdicción del forense, lo cual quiere decir que quien manda aquí es la doctora, no usted. Y ya que da la casualidad de que yo soy investigador jurado, además de tener todos mis otros títulos, de lo más estrambóticos, y de que actúo como ayudante de la doctora cuando es necesario, tampoco puede ordenarle a mi culo que salga de aquí.
Los agentes uniformados hacen esfuerzos para no romper a reír.
—Todo lo cual lleva a una importante conclusión —prosigue Marino—: Que la doctora y yo somos los que mandamos aquí y que usted no tiene ni puta idea y ya está estorbando.
—¡No puede hablarme así! —exclama Reba, al borde de las lágrimas.
—¿Podría alguno de ustedes traer a un detective de verdad? —pregunta Marino a los policías uniformados—. Porque no pienso marcharme hasta entonces.