Últimamente ha hecho un tiempo insólitamente cálido y lluvioso, y Scarpetta nota la hierba esponjosa y tiesa bajo los pies. Cuando el sol asoma de nuevo por detrás de las nubes oscuras, irradia una luz intensa y caliente sobre su cabeza y sus hombros mientras deambula por el jardín trasero de la casa.
Se fija en los arbustos de hibisco de color rosado y rojo, en las palmeras, también en varios cítricos con una franja roja pintada alrededor del tronco y se queda mirando al inspector que, al otro lado del canal, en ese momento está cerrando la cremallera de su bolsa. Se pregunta si la anciana que acaba de increparlo a voces no será la señora Simister. Marino aún no ha llegado a esa casa, supone. Siempre se retrasa, nunca se da prisa para hacer lo que le pide Scarpetta, si es que se toma la molestia de hacerlo. Se acerca a un muro de hormigón que desciende en vertical hacia el canal; es probable que no haya caimanes, pero sin valla de protección un niño o un perro podría caerse fácilmente y ahogarse.
Ev y Kristin asumieron la custodia de dos niños y no se molestaron en poner una valla a lo largo del jardín trasero de la casa. Scarpetta se imagina el lugar de noche, lo fácil que debe de ser olvidarse de dónde termina el jardín y dónde empieza el agua. El canal discurre de este a oeste y se estrecha al pasar por detrás de la casa, pero después se ensancha de nuevo. A lo lejos se ven bonitos veleros y lanchas amarrados detrás de viviendas mucho mejores que la casa en que vivían Ev, Kristin, David y Tony.
Según Reba, las dos hermanas y los niños fueron vistos por última vez el jueves por la noche, el diez de febrero. A la mañana siguiente, Marino recibió la llamada telefónica de aquel hombre que dijo llamarse Puerco. Para entonces la familia ya había desaparecido.
—¿Se publicó algo en la prensa acerca de su desaparición? —pregunta Scarpetta a Reba. Supone que quizás el anónimo comunicante podría haberse enterado del nombre de Kristin por el periódico.
—No, que yo sepa.
—Usted redactó el informe policial.
—No era un caso que resultara interesante para la prensa. Me temo que aquí desaparece gente todos los días, doctora Scarpetta. Bienvenida al sur de Florida.
—Dígame qué más sabe de la última vez que los vieron, supuestamente el jueves pasado por la noche.
Reba contesta que Ev predicó en su templo y que Kristin hizo varias lecturas de la Biblia. Al ver que ninguna de las dos aparecía por la iglesia al día siguiente para asistir a una oración comunitaria, un feligrés las llamó pero no obtuvo respuesta, así que dicho feligrés, una mujer, se acercó hasta la casa en coche. Tenía una llave y entró. Nada le pareció fuera de lo normal, aparte de que Ev, Kristin y los chicos habían desaparecido y se habían dejado una sartén vacía sobre un fogón de la cocina encendido. El detalle de la cocina es importante y Scarpetta le prestará atención cuando entre en la casa, pero aún no está preparada. Se aproxima al lugar donde se ha cometido un delito como un depredador, desde la periferia hacia el centro, dejando lo peor para el final.
Lucy le pregunta a Larry si la trastienda es distinta ahora de como era cuando se instaló él, hace aproximadamente dos años y medio.
—No he cambiado nada —responde Larry.
Recorre con la mirada las grandes cajas de cartón y las estanterías repletas de camisetas, cremas solares, toallas de playa, gafas de sol, productos de limpieza y demás a la dura luz de una única bombilla que cuelga desnuda del techo.
—No vale la pena preocuparse del aspecto que tiene todo esto —comenta Larry—. ¿Qué es lo que le interesa, exactamente?
Lucy va hasta el cuarto de aseo, atestado y sin ventanas, con un lavabo y un inodoro. Las paredes son de ladrillo con una ligera capa de pintura verde pálido y el suelo es de baldosas marrones. Del techo pende otra bombilla desnuda.
—¿No pintó ni cambió las baldosas? —pregunta Lucy.
—Cuando llegué yo, esto estaba exactamente igual que ahora. ¿No estará pensando que aquí sucedió algo?
—Quisiera volver con otra persona —dice Lucy.
Al otro lado del canal, la señora Simister está al acecho.
Se mece en su porche acristalado y empuja la puerta corredera con el pie, adelante y atrás, tocando apenas el suelo con las zapatillas y produciendo un suave susurro de deslizamiento. Está buscando a la mujer rubia de traje oscuro que andaba deambulando por el jardín de la casa anaranjada. También busca al inspector intruso que se ha atrevido a tocar otra vez sus árboles, a rociarlos con pintura roja. Se ha ido. También se ha ido la rubia.
Al principio, la señora Simister ha pensado que la mujer rubia era otra fanática religiosa, porque últimamente ha habido muchas como ella rondando esa casa. Pero después de observarla con los prismáticos ya no estaba tan segura. La rubia tomaba notas y llevaba una bolsa negra al hombro. Será una banquera o una abogada, estaba a punto de decidirlo cuando ha aparecido la otra mujer, ésta bastante bronceada, de cabello rubísimo, con pantalones caqui y un arma en una sobaquera. A lo mejor es la misma que estuvo allí el otro día. El viernes. Era de piel morena y muy rubia. Pero la señora Simister no está segura.
Las dos mujeres han estado hablando y a continuación han desaparecido de la vista por un costado de la casa, en dirección a la fachada. Puede que vuelvan. La señora Simister está atenta por si reaparece el inspector, el mismo que tan agradable fue la primera vez, preguntándole por sus árboles, cuándo los había plantado y qué significaban para ella. ¡Y luego viene otra vez y se los pinta! Ese hombre ha conseguido que piense en su arma por primera vez en muchos años. Cuando se la regaló su hijo, ella dijo que para lo único que serviría sería para que el malo se hiciera con ella y la utilizara para matarla. La tiene guardada debajo de la cama, fuera de la vista.
Al inspector no le hubiese disparado. Aunque le hubiera gustado asustarlo un poco. Todos esos inspectores a quienes pagan para que arranquen unos árboles que la gente ha tenido toda la vida en su casa. Oye que hablan de ello por la radio. Es probable que sus árboles sean los siguientes. Adora sus árboles. El jardinero cuida de ellos, recoge la fruta y la deja en el porche. Jake le plantó el jardín entero de árboles cuando compró la casa, justo después de que se casaran. La señora Simister está absorta en su pasado cuando de pronto suena el teléfono de la mesa que hay junto a la puerta corredera.
—Diga —contesta.
—¿La señora Simister?
—¿Quién es?
—El investigador Pete Marino. Ya hemos hablado anteriormente.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es usted?
—Usted llamó hace unas horas a la Academia Nacional Forense.
—Puedo asegurarle que no. ¿Vende algo, usted?
—No, señora. Quisiera pasar un momento a hablar con usted, si le parece bien.
—No me parece bien —replica ella, y cuelga.
Se aferra al frío reposabrazos metálico con tanta fuerza que sus grandes nudillos palidecen bajo la piel flácida y salpicada de manchas de sus viejas e inútiles manos. No deja de llamarla gente que ni siquiera la conoce. Recibe incluso llamadas automáticas; no entiende cómo hay personas capaces de quedarse ahí sentadas escuchando una grabación de algún agente que pide dinero.
De nuevo suena el teléfono, pero no hace caso y empuña los prismáticos para observar la casa anaranjada en la que viven las dos mujeres con esos dos pequeños golfillos.
Enfoca el canal y luego otra vez la vivienda, en un barrido. De pronto el jardín y la piscina se ven grandes, de un intenso verde azulado, ambas cosas nítidamente, pero a la rubia de traje oscuro y a la bronceada que lleva el arma no se las ve por ninguna parte. ¿Qué estarán buscando? ¿Dónde estarán las dos mujeres que viven ahí? ¿Y los golfillos? Hoy en día todos los niños son unos golfillos.
En eso suena el timbre de la puerta y la señora Simister deja de mecerse, con el corazón desbocado. Cuanto más vieja se hace, más fácilmente se sobresalta con los movimientos y los sonidos repentinos, y más teme la muerte y lo que ésta implica, si es que implica algo. Transcurren varios minutos; el timbre vuelve a sonar y ella permanece inmóvil, esperando. Suena una vez más y alguien golpea vigorosamente la puerta. Finalmente se levanta.
—Un momento, ya voy —murmura, fastidiada y nerviosa—. Más le vale no ser un vendedor. —Entra en el cuarto de estar arrastrando los pies despacio sobre la moqueta. Ya no puede levantarlos como antes, ya apenas puede caminar—. Un momento, estoy dándome toda la prisa que puedo —dice impaciente cuando vuelve a sonar el timbre.
A lo mejor son los de UPS. A veces su hijo le compra cosas por Internet. Echa un vistazo por la mirilla de la puerta. Desde luego, la persona que aguarda en el porche no viste uniforme azul ni marrón, ni trae correo ni paquetes. Es él otra vez.
—¿Qué ocurre ahora? —pregunta enfadada con el ojo pegado a la mirilla.
—¿Señora Simister? Traigo unos impresos para que los rellene.