La casa de color anaranjado y tejado blanco fue construida en la misma década en que nació Scarpetta, la de los cincuenta. Se imagina cómo será la gente que vive en ella y percibe su ausencia al caminar dando la vuelta al jardín.
No se le quita de la cabeza la persona que dijo que se llamaba Puerco, su críptica referencia a Johnny Swift y a lo que Marino pensó que era Christian Christian. Cree tener la seguridad de que lo que dijo Puerco de hecho fue Kristin Christian. Johnny está muerto. Kristin ha desaparecido. Con frecuencia se le ha ocurrido pensar que en el sur de Florida hay lugares de sobra en los que arrojar cadáveres: numerosos pantanos, canales, lagos y extensos pinares. En las zonas subtropicales la carne se descompone con rapidez y los insectos se dan un festín; los animales roen los huesos y los esparcen por ahí como piedras y palos. En el agua la carne no dura mucho y la sal del mar blanquea el esqueleto y lo disuelve en su totalidad.
El canal que discurre por detrás de la casa tiene el color de la sangre putrefacta. En sus aguas pardas y estancadas flotan hojas muertas como escombros de una explosión, cocos verdes y marrones que se bambolean semejantes a cabezas cortadas. El sol se asoma y se esconde detrás de gruesas nubes de tormenta, el aire cálido se nota pesado y húmedo, el viento se hace racheado.
La detective Wagner prefiere que la llamen Reba. Es atractiva y sensual, con un estilo pretencioso, marchita por el sol, con el cabello desgreñado y teñido de rubio platino y los ojos muy azules. No tiene el cerebro de mosquito. No es tan idiota como una vaca y está muy lejos de dar la impresión de ser una perra sobre ruedas de diez radios, para citar a Marino, que la ha llamado también persiguepollas, aunque Scarpetta no tiene muy claro qué significa eso. Lo que sí está claro es que a Reba le falta experiencia, pero se esfuerza. Scarpetta no sabe si hablarle o no de la llamada anónima acerca de Kristin Christian.
—Llevan una temporada viviendo aquí, pero no están empadronadas —dice Reba acerca de las dos hermanas que viven en esta casa con dos niños, en situación de acogida—. Son de origen surafricano. Los dos niños también, seguramente por eso los trajeron a vivir con ellas. Si quiere mi opinión, los cuatro han regresado al lugar de donde son.
—¿Y por qué razón iban a decidir desaparecer, tal vez huir, a Suráfrica? —pregunta Scarpetta mirando fijamente el estrecho y oscuro canal; siente la humedad oprimiéndola como una mano caliente y pegajosa.
—Tengo entendido que querían adoptar a los dos niños. Y no era muy probable que lo consiguieran.
—¿Por qué no?
—Al parecer, los niños tienen parientes, allí en Suráfrica, que quieren recuperarlos, sólo que no podían hasta trasladarse a una casa más grande. Y las hermanas son fanáticas religiosas, lo cual puede que haya obrado en su contra.
Scarpetta se fija en las casas que hay al otro lado del canal, se fija en los trozos de hierba de un verde intenso y en las pequeñas piscinas azul claro. No está segura de qué casa es la de la señora Simister y se pregunta si Marino habrá hablado ya con ella.
—¿Qué edad tienen los niños? —inquiere.
—Siete y doce.
Scarpetta echa un vistazo a su cuaderno y retrocede varias páginas.
—Eva y Kristin Christian. No tengo claro por qué cuidan de ellos. —Pone cuidado en hablar de los desaparecidos en presente.
—No, no es Eva. Es sin «a». —Corrige Reba.
—¿Ev o Eve?
—Es Ev, como Evelyn, sólo que ella se llama sólo Ev. Sin más. Sólo Ev.
Scarpetta escribe «Ev» en su cuaderno negro pensando que vaya nombrecito. Luego contempla el canal, cuyas aguas han adquirido un color de té fuerte al ser tocadas por el sol. Ev y Kristin Christian. Vaya unos nombres para unas mujeres religiosas que se han esfumado como fantasmas. De pronto el sol se esconde otra vez detrás de las nubes y el agua se vuelve oscura.
—¿Ev y Kristin Christian son sus verdaderos nombres? ¿Seguro que no son apodos? ¿Seguro que no se cambiaron el nombre en algún momento, quizá para darle una connotación religiosa? —pregunta Scarpetta contemplando las casas de la otra orilla del canal, que parecen dibujadas con tiza.
Se fija en una figura con pantalones oscuros y camisa blanca que entra en el jardín de atrás de alguien, posiblemente el de la señora Simister.
—Que nosotros sepamos, son sus nombres auténticos —contesta Reba mirando al mismo sitio que Scarpetta—. Esos malditos inspectores de la cancrosis están por todas partes. Política. Se empeñan en impedir que la gente cultive sus propios cítricos para que tenga que comprarlos.
—En realidad, no es así. La cancrosis de los cítricos es una plaga terrible. Si no se controla, nadie volverá a cultivar cítricos en el jardín.
—Es una conspiración. He oído lo que dicen los comentaristas en la radio. ¿Alguna vez ha escuchado el programa de la doctora Self? Debería oír lo que opina ella.
Scarpetta no escucha nunca a la doctora Self, si puede evitarlo. Observa que la figura del otro lado del canal se agacha en cuclillas en la hierba y hurga en el interior de lo que parece ser una bolsa oscura. A continuación extrae un objeto.
—Ev Christian es reverenda, o sacerdote, o como se la quiera llamar, de una Iglesia minoritaria un tanto excéntrica que se llama… Voy a tener que leérselo, es demasiado largo para recordarlo de memoria —dice Reba pasando las páginas de su libreta—. Las Verdaderas Hijas del Sello de Dios.
—Jamás he oído hablar de ella —comenta Scarpetta más bien con ironía al tiempo que toma nota—. ¿Y Kristin? ¿A qué se dedica?
El inspector se pone de pie y monta un artilugio que parece ser un recogedor de fruta. Lo levanta hacia un árbol y tira hacia abajo de un pomelo que va a aterrizar sobre la hierba.
—Kristin también trabaja en el templo, de ayudante. Se encarga de las lecturas y los rezos durante el servicio religioso. Los padres de los niños fallecieron en un accidente de moto hace aproximadamente un año. Ya sabe, una de esas Vespas.
—¿Dónde?
—En Suráfrica.
—¿Y de dónde procede esa información? —pregunta Scarpetta.
—De una persona de la congregación.
—¿Tiene un informe de ese accidente?
—Como le digo, tuvo lugar en Suráfrica —responde la detective Wagner—. Estamos intentando investigarlo.
Scarpetta continúa deliberando si debe hablarle de la inquietante llamada de Puerco.
—¿Cómo se llaman los niños?
—David y Tony Fortuna. Tiene gracia, cuando una lo piensa. Fortuna.
—¿No está obteniendo colaboración de las autoridades de Suráfrica? ¿De qué parte de Suráfrica?
—De Ciudad del Cabo.
—¿Y de allí son también las hermanas?
—Eso es lo que me han dicho. Al fallecer los padres, las hermanas tomaron a los niños a su cargo. Su templo se encuentra a unos veinte minutos de aquí, en el paseo Davie, justo al lado de una de esas tiendas de animales de compañía exóticos, lógico.
—¿Ha consultado al Departamento Forense de Ciudad del Cabo?
—Aún no.
—Puedo ayudarla en eso.
—Sería estupendo. Todo encaja, ¿no cree? Arañas, escorpiones, ranas venenosas, esas crías de rata blanca que se compran para dar de comer a las serpientes —dice Reba—. Tiene toda la pinta de haber por aquí una secta de fanáticos.
—Nunca permito que nadie fotografíe un local mío a menos que se trate de algo que verdaderamente incumbe a la policía. En cierta ocasión me robaron. Eso ocurrió hace algún tiempo —explica Larry desde su banqueta, detrás del mostrador.
Al otro lado de la ventana se ve el tráfico constante de la Al A y, más allá, el mar. Ha comenzado a caer una lluvia fina y se avecina una tormenta que se dirige hacia el sur. Lucy piensa en lo que le ha dicho Marino hace unos minutos acerca de la casa y de las personas desaparecidas, y por supuesto acerca del pinchazo del neumático, que ha sido de lo que más se ha quejado. Piensa en lo que debe de estar haciendo su tía en este mismo instante y en la tormenta que viene hacia ella.
—Claro que he oído muchos comentarios sobre ello. —Larry vuelve al tema de Florrie y Helen Quincy tras una larga digresión sobre lo mucho que ha cambiado Florida, lo mucho que lleva pensando seriamente en mudarse de nuevo a Alaska—. Es como todo. Con el tiempo, los detalles terminan exagerándose. Pero me parece que no quiero que grabe usted mi local en vídeo —vuelve a decir.
—Es un caso policial —insiste Lucy—. Me han pedido que lo investigue de manera particular.
—¿Y cómo sé yo que no es usted una reportera o algo así?
—He trabajado para el FBI y para la ATE ¿Ha oído hablar de la Academia Nacional Forense?
—¿Es ese gigantesco campo de entrenamiento que hay en el parque Everglades?
—No está exactamente en el Everglades. Tenemos laboratorios privados, y expertos, y un acuerdo con la mayoría de los departamentos de policía de Florida. Los ayudamos cuando lo necesitan.
—Eso suena a caro. Déjeme adivinar, contribuyentes como yo.
—De forma indirecta. Subvenciones, quid pro quo, o sea, un servicio a cambio de otro. Ellos nos ayudan y nosotros los formamos. En toda clase de cosas.
Introduce la mano en un bolsillo de atrás y saca una billetera negra que le entrega a Larry. Él estudia sus credenciales: un carné de identidad falso, una placa de investigadora que no vale ni el estaño de que está hecha porque también es falsa.
—No lleva foto —observa.
—No es un permiso de conducir.
Larry lee el nombre ficticio en voz alta y también que ella pertenece a Operaciones Especiales.
—Exacto.
—Si usted lo dice. —Y le devuelve la billetera.
—Cuénteme lo que sepa —le pide Lucy colocando la cámara de vídeo encima del mostrador.
Lanza una mirada a la puerta de la calle, cerrada con llave. Una pareja de jóvenes con exiguos trajes de baño intentan abrirla. Miran por el cristal y Larry niega con la cabeza. No, no está abierto.
—Me está haciendo perder negocio —le dice a Lucy, pero no parece importarle mucho—. Cuando se me presentó la oportunidad de ocupar este local, oí hablar mucho de la desaparición de las Quincy. Lo que me contaron es que ella siempre llegaba a las siete y media de la mañana para conectar los trenecitos eléctricos y encender las luces de los árboles, poner la música navideña y todas esas cosas. Parece ser que aquel día no llegó a abrir la tienda. El cartel de cerrado seguía colgado en la puerta cuando su hijo por fin empezó a preocuparse y vino a buscarlas, a ella y a la hija.
Lucy busca en un bolsillo del pantalón y saca un bolígrafo negro con una grabadora oculta. Saca también un cuaderno pequeño.
—¿Le importa que tome notas?
—No se tome todo lo que le diga como si fuera el Evangelio. Cuando ocurrió aquello, yo no estaba aquí. No estoy haciendo más que contarle a usted lo que me contaron a mí.
—Tengo entendido que la señora Quincy llamó a un servicio de comida a domicilio —dice Lucy—. En el periódico se decía algo al respecto.
—El Floridian, ese viejo restaurante que hay al otro lado del puente levadizo. Es un sitio muy chulo, por si no lo conoce. Tengo entendido que no llamó, porque no le hizo falta. Siempre le tenían preparado el mismo plato: atún.
—¿Trajeron algo también para la hija, Helen?
—De eso no me acuerdo.
—¿La señora Quincy solía recogerlo ella misma?
—A no ser que estuviese su hijo por la zona. Él es una de las razones por las que sé unas cuantas cosas acerca de lo que pasó.
—Me gustaría hablar con él.
—Hace un año que no lo veo. Al principio, durante una temporada, venía por aquí, miraba, charlábamos. Supongo que se puede decir que estuvo obsesionado más o menos un año desde la desaparición de su familia, y después, y es mi opinión, ya no pudo soportar más pensar en ello. Vive en una casa muy bonita de Hollywood.
Lucy echa un vistazo a la tienda.
—Aquí no hay artículos de Navidad —dice Larry, por si es eso lo que se está preguntando su visitante.
Lucy no pregunta nada sobre el hijo de la señora Quincy. Ya sabe por el HIT que Fred Anderson Quincy tiene veintiséis años. Conoce su dirección y sabe que trabaja como autónomo en infografía y diseño de páginas web. Larry continúa diciendo que, el día en que desaparecieron la señora Quincy y Helen, Fred intentó muchas veces dar con ellas y finalmente fue hasta la tienda y la encontró cerrada, pero que el Audi de su madre seguía aparcado detrás.
—¿Estamos seguros de que aquella mañana llegaron a abrir la tienda? —pregunta Lucy—. ¿Existe alguna posibilidad de que les ocurriera algo nada más apearse del coche?
—Supongo que es posible cualquier cosa.
—¿El libro de bolsillo de la señora Quincy y las llaves de su coche estaban en la tienda? ¿Había hecho café, utilizó el teléfono, hizo algo que pudiera indicar que Helen y ella habían estado allí? Por ejemplo, ¿estaban los árboles iluminados y los trenes de juguete funcionando? ¿Estaba puesta la música de Navidad? ¿Estaban las luces de la tienda encendidas?
—Creo que no llegaron a encontrar el libro ni las llaves del coche. He oído contar diferentes historias sobre las cosas de la tienda. Unos dicen que estaban conectadas, otros dicen que no lo estaban.
La atención de Lucy se centra en la puerta de la trastienda. Piensa en lo que le contó a Benton Basil Jenrette. No comprende cómo es posible que Basil violara y asesinara a una persona en el almacén. Cuesta creer que pudiera limpiarlo todo y sacar el cadáver, meterlo en un coche y marcharse sin que lo viera nadie, a plena luz del día y esa zona, muy poblada incluso en julio, fuera de temporada. Además dicha hipótesis desde luego no explica lo que le ocurrió a la hija, a no ser que la secuestrara y quizá la matara en otro lugar, como hizo con sus otras víctimas. Una idea espantosa. La chica tenía diecisiete años.
—¿Qué ocurrió con este local tras la desaparición de las dos? —pregunta Lucy—. ¿Volvieron a abrirlo?
—No. De todas formas, no había mucho mercado para artículos de Navidad. Si quiere que le dé mi opinión, era más una afición excéntrica de ella que otra cosa. El negocio no volvió a abrirse y el hijo se llevó toda la mercancía como un mes o dos después. En septiembre llegaron los de Chulos de Playa y me contrataron a mí.
—Me gustaría echar un vistazo a la parte de atrás —dice Lucy—. Después lo dejaré tranquilo.
Puerco toma dos naranjas más, a continuación se hace con dos pomelos con la cestilla en forma de garra que hay en el extremo del largo recogefruta. Después mira al otro lado del canal y observa cómo Scarpetta y la detective Wagner caminan alrededor de la piscina.
La detective gesticula mucho. Scarpetta toma notas y lo mira todo. A Puerco le produce un placer extremo contemplar el espectáculo. Idiotas. Ninguna de las dos es tan inteligente como cree ser. Él los supera a todos. Sonríe imaginando a Marino llegando un poco tarde, retrasado por un inesperado pinchazo, situación que podría remediar de manera fácil y rápida viniendo hasta aquí en un vehículo de la Academia. Pero él no. Él no puede soportarlo, tiene que arreglarlo todo inmediatamente. Será paleto y estúpido. Puerco se agacha en la hierba, desmonta el recogefruta desenroscando los segmentos de aluminio que lo componen y vuelve a guardarlo en la gran bolsa negra de nilón. Pesa mucho y se la echa al hombro igual que un leñador cargando con un hacha, igual que el leñador de La Tienda de Navidad.
Cruza el jardín sin darse prisa, de camino a la casita blanca de estuco que tiene al lado. La ve meciéndose en el soleado porche, enfocando con unos prismáticos la vivienda de color anaranjado que hay al otro lado del canal. Lleva varios días vigilando la casa. Qué entretenido. Puerco ya ha entrado y salido de ella tres veces y nadie se ha dado cuenta. Ha entrado y salido para acordarse de lo, que sucedió, para revivirlo, para pasar allí dentro todo el tiempo que se le antoje. Nadie puede verlo; es capaz de desaparecer.
Entra en el jardín de la señora Simister y se pone a examinar uno de sus limeros. Ella lo enfoca con los prismáticos. Al cabo de un momento abre la puerta corredera, pero no sale al jardín. No la ha visto en el jardín ni una sola vez. El jardinero va y viene, pero ella jamás abandona la casa ni habla con él. Le lleva la compra a casa siempre el mismo individuo. Puede que sea un familiar, un hijo quizá. Lo único que hace es entrar las bolsas en la casa, nunca se queda mucho tiempo. Nadie se molesta por ella. Debería estarle agradecida a Puerco. Muy pronto recibirá atención de sobra. Mucha gente oirá hablar de ella cuando termine saliendo en el programa de la doctora Self.
—No toque mis árboles —exclama en voz alta la señora Simister con un marcado acento—. Esta semana ya han venido ustedes tres veces, esto es acoso.
—Perdone, señora. Ya casi he terminado —dice Puerco con amabilidad al tiempo que arranca una hoja del limero y la examina.
—Salga de mi propiedad o llamo a la policía. —Su voz adquiere un tono más agudo.
Está asustada. Está enfadada porque le aterroriza perder sus preciados árboles, y los perderá, pero para entonces ya no tendrá importancia. Los árboles están infectados. Son viejos, por lo menos tienen veinte años, y no hay solución para ellos. Ha sido fácil. Por dondequiera que pasan los grandes camiones de naranjas para talar y fumigar los árboles infectados de cancrosis siempre quedan hojas en la carretera. Él las recoge, las trocea, las pone en agua y observa cómo suben las bacterias en forma de pequeñas burbujas. Luego llena una jeringa, la que le entregó Dios.
Puerco abre la cremallera de su enorme bolsa y saca un bote de pintura roja en aerosol. A continuación pinta una franja roja alrededor del tronco del limero. Una marca de sangre en el dintel de la puerta, como el ángel de la muerte, sólo que nadie se salvará. Puerco oye una oración en algún lugar oscuro y recóndito de su cerebro, como una caja oculta fuera de alcance, dentro de su cabeza.
No pienso decir nada.
Los mentirosos son castigados.
Yo no he dicho nada. Nada.
El castigo de mi mano no tiene fin.
No he dicho nada. ¡Nada!
—¿Qué está haciendo? ¡No toque mis árboles, le digo!
—Con mucho gusto se lo explico, señora —responde Puerco educadamente, solidario.
La señora Simister sacude la cabeza en un gesto negativo. Y seguidamente, enfadada, cierra la puerta corredera de cristal y echa la llave.