Marino hunde las manos en los bolsillos de los vaqueros y se apoya en la puerta para ver cómo se las arregla Scarpetta con la tal señora Simister.
En los viejos tiempos le gustaba pasarse horas sentado en el despacho de Scarpetta, escuchándola mientras tomaba café y fumaba. No le importaba pedirle que le explicara lo que no entendía, no le importaba esperar cuando a ella la interrumpían, cosa que sucedía a menudo. Tampoco le importaba que llegara tarde.
Ahora las cosas son diferentes, por culpa de ella. No tiene la menor intención de esperarla. No quiere que le explique nada y prefiere seguir en la ignorancia antes que hacerle una pregunta médica, profesional o personal, aunque se esté muriendo, cuando antes le preguntaba todo lo que se le antojaba. Pero ella lo traicionó. Lo humilló, con toda la intención, y está haciéndolo de nuevo, también intencionadamente, diga lo que diga.
Siempre justifica lo que le conviene, siempre hace cosas que duelen en nombre de la lógica y de la ciencia, como si lo considerara un imbécil incapaz de ver más allá de sus narices.
Lo mismo que le ocurrió a Doris. Llegó un día a casa llorando, él no supo si de furia o de tristeza, pero estaba muy alterada, quizá más alterada de lo que la había visto nunca.
—¿Qué pasa? ¿Tienen que sacarte una muela? —le preguntó Marino, que estaba tomándose una cerveza sentado en su sillón favorito y viendo las noticias. Doris se sentó en el sofá y empezó a sollozar—. Mierda. ¿Qué ocurre, nena?
Ella se cubrió la cara con las manos y lloró como si fuera a morirse alguien, así que Marino se sentó a su lado y la rodeó con el brazo. La tuvo abrazada varios minutos y, como ella no le contaba nada, le exigió que le explicase qué demonios ocurría.
—Me ha tocado —respondió ella llorando—. Yo sabía que aquello no estaba bien y no dejaba de preguntarle por qué lo hacía, pero él me ha dicho que me relajara, que era médico, y una parte de mí sabía lo que estaba haciendo, pero tenía miedo. Debería haber sabido qué hacer, debería haberle dicho que no, pero es que no sabía qué hacer.
Y a continuación explicó que el dentista o especialista en raíces o como demonios se llamara a sí mismo le había dicho que era posible que sufriera una infección sistémica debido a que se le había fracturado una raíz y que tenía que examinarle las glándulas. Ésa fue la palabra que empleó, según Doris. Glándulas.
—No cuelgue —está diciendo Scarpetta a la tal señora Simister—. Voy a pasarla al manos libres. Tengo aquí conmigo a un investigador.
Lanza una mirada a Marino para darle a entender que está preocupada por lo que le dicen y él intenta sacarse a Doris de la cabeza. Todavía piensa en ella con frecuencia y al parecer, cuanto mayor se va haciendo, más se acuerda de lo que hubo entre ambos y de lo que sintió cuando la sobó aquel dentista y cuando ella lo abandonó por el vendedor de coches, aquel condenado vendedor de coches de mierda. Todo el mundo lo abandona. Todo el mundo lo traiciona. Todo el mundo quiere lo que él posee. Todo el mundo lo considera demasiado idiota para adivinar sus maquinaciones y sus manipulaciones. En las últimas semanas la situación ha superado lo soportable.
Y ahora esto. Scarpetta le miente acerca de ese estudio que están llevando a cabo. Lo excluye, lo degrada. Toma tranquilamente lo que le apetece cuando le conviene, lo trata como si no fuera nadie.
—Ojalá tuviera más información. —La voz de la señora Simister entra en el espacio donde se encuentran, una voz más vieja que la de Matusalén—. Desde luego, espero que no haya sucedido ninguna desgracia, pero temo que así es. Es horrible que a la policía no le importe lo más mínimo.
Marino no tiene ni idea de qué está hablando la señora Simister ni de quién es ni de por qué ha llamado a la Academia Nacional Forense, y no consigue exorcizar a Doris. Ojalá hubiera hecho algo más que amenazar a aquel maldito dentista o especialista en raíces o lo que fuera. Debería haberle partido la cara a aquel gilipollas, y quizás haberle roto unos cuantos dedos.
—Explique al investigador Marino a qué se refiere con eso de que a la policía no le importa —dice Scarpetta al manos libres.
—La última vez que vi algún signo de vida por allí fue el jueves pasado por la noche. Cuando caí en la cuenta de que todo el mundo había desaparecido sin dejar rastro llamé inmediatamente al nueve-uno-uno y enviaron un agente de policía a la casa, que luego llamó a una detective. Está claro que no les importa lo más mínimo.
—Se refiere usted a la policía de Hollywood —aclara Scarpetta, mirando a Marino.
—Sí. A una tal detective Wagner.
Marino pone los ojos en blanco. Esto es increíble. Con la mala suerte que está teniendo últimamente y encima esto.
Pregunta desde la puerta:
—¿Se refiere a Reba Wagner?
—¿Cómo? —responde la voz cascada.
Marino se acerca un poco más al teléfono que descansa sobre la mesa y repite la pregunta.
—Lo único que sé es que las iniciales que figuran en su tarjeta son R. T., así que supongo que podría llamarse Reba.
Marino vuelve a poner los ojos en blanco y se da unos golpes en la cabeza para indicar que la detective R. T. Wagner es más mema que un ladrillo.
—Echó un vistazo por el jardín y la casa y dijo que no había nada que pudiera hacer la policía.
—¿Usted conoce a esa gente? —le pregunta Marino.
—Yo vivo justo enfrente de ellos, al otro lado del canal. Y voy a la misma iglesia. Estoy segura de que les ha ocurrido alguna desgracia.
—Está bien —contesta Scarpetta—. ¿Qué es lo que nos pide que hagamos, señora Simister?
—Que por lo menos vayan a ver la casa. Verá, la iglesia es la arrendataria, pero desde que desaparecieron los inquilinos está cerrada con llave. El alquiler vence dentro de tres meses y el casero dice que va a echar a la iglesia sin indemnización porque ya tiene otro inquilino. Algunas de las señoras de la iglesia están pensando en pasarse por allí a primera hora de la mañana y empaquetarlo todo. Así pues, ¿qué es lo que pasa, según todos los indicios?
—Está bien —dice otra vez Scarpetta—. Voy a decirle lo que vamos a hacer. Vamos a llamar a la detective Wagner. Nosotros no podemos entrar en la casa sin el permiso de la policía. No tenemos jurisdicción a no ser que soliciten nuestra ayuda.
—Entiendo. Muchas gracias. Por favor, hagan algo.
—Muy bien, señora Simister, ya volveremos a hablar con usted. Necesitamos su número de teléfono.
—Hummm —dice Marino cuando Scarpetta cuelga—. Probablemente sea un caso mental.
—¿Qué tal si llamas tú a la detective Wagner, ya que por lo visto la conoces? —propone Scarpetta.
—Antes era una poli en moto. Burra como ella sola, pero conducía bastante bien su Road King. Me cuesta creer que haya llegado a detective.
Saca su Treo con miedo de oír la voz de Reba y deseando poder sacarse de la cabeza a Doris. Llama a la comisaría de Hollywood y pide que digan a la detective Wagner que se ponga en contacto con él lo antes posible. Terminada la llamada recorre con la vista el despacho de Scarpetta mirándolo todo excepto a ella, sin dejar de pensar en Doris y en el dentista, o lo que diablos fuera, y en el vendedor de coches. Piensa con cuánta satisfacción le hubiese dado una paliza al dentista, o lo que diablos fuera, hasta dejarlo inconsciente, en lugar de emborracharse e irrumpir en su consulta exigiéndole que saliera y, en medio de un vestíbulo lleno de pacientes, preguntarle por qué le había parecido necesario examinar las tetas de su mujer y pedirle que por favor explicase qué tenían que ver las tetas con las raíces de los dientes.
—¿Marino?
Es un misterio por qué aquel incidente sigue acosándolo con tanta insistencia después de todos estos años. No entiende por qué hay un montón de cosas que han empezado a molestarlo de nuevo. Las últimas semanas han sido un infierno.
—¿Marino?
Vuelve a la realidad y mira a Scarpetta al mismo tiempo que cae en la cuenta de que está vibrando su móvil.
—Sí —contesta.
—Soy la detective Wagner.
—Investigador Pete Marino —dice él, como si no la conociera.
—¿Qué necesita, investigador Pete Marino? —Ella también habla como si no lo conociera.
—Tengo entendido que una familia ha desaparecido en la zona de West Lake. Por lo visto, desapareció el jueves por la noche.
—¿Cómo se ha enterado de eso?
—Al parecer, hay inquietud porque haya algo turbio en ello. Y se comenta que ustedes no están siendo de mucha ayuda.
—Si creyéramos que sucede algo inusual estaríamos investigándolo a fondo. ¿De qué fuente procede su información?
—De una señora de la iglesia de dicha familia. ¿Tiene los nombres de las personas que presuntamente han desaparecido?
—Déjeme pensar. Tienen unos nombres un tanto extraños, Eva Christian y Crystal, o Christine, Christian. Algo así. Los nombres de los niños no los recuerdo.
—¿Podría ser Christian Christian?
Scarpetta y Marino se miran.
—Algo que se le parece mucho. No tengo delante las notas sobre el caso. Si usted quiere investigarlo, será bienvenido. Mi departamento no va a dedicar demasiados recursos a un caso cuando no tenemos absolutamente ninguna prueba de…
—Eso ya lo he entendido —la corta Marino de forma grosera—. Por lo visto, mañana la congregación va a empezar a embalar los enseres de esa casa. Si queremos echar un vistazo, ésta es la ocasión.
—¿No llevan ni una semana desaparecidos y los de la iglesia ya quieren hacer la mudanza? A mí me da la sensación de que se han largado y no piensan volver. ¿Qué opina usted?
—Yo opino que deberíamos asegurarnos —responde Marino.
El hombre que está detrás del mostrador es mayor y más distinguido de lo que Lucy se esperaba. Suponía que el tipo parecería un viejo surfista, curtido y cubierto de tatuajes. Ésa es la clase de individuo que trabajaría en una tienda llamada Chulos de Playa.
Deja en el suelo el estuche de la cámara y comienza a pasar los dedos por las perchas de camisetas enormes y estridentes, con estampados de tiburones, flores, palmeras y otros motivos tropicales. Observa con atención los montones de sombreros de paja, los cestos de chancletas y los expositores de gafas de sol y cremas solares, sin interés por comprar nada pero pensando que ojalá pudiera hacerlo. Fisgonea para hacer tiempo hasta que se vayan otras dos dientas. Se pregunta cómo se siente una siendo como los demás, preocupada por los souvenirs y las prendas chillonas y por pasar el día al sol, cómo será sentirse bien con la propia imagen, semidesnuda en traje de baño.
—¿Tiene cremas que contengan óxido de zinc? —pregunta una de las dientas a Larry, que está sentado detrás del mostrador.
Larry, de pelo blanco y espeso, lleva la barba cuidadosamente recortada. Tiene sesenta y dos años, nació en Alaska, conduce un Jeep, jamás ha sido dueño de una casa, no fue a la Universidad y en 1957 lo detuvieron por embriaguez y alteración del orden público. Larry lleva unos dos años al frente de Chulos de Playa.
—Eso ya no gusta —le contesta a la dienta.
—Pues a mí, sí. No me destroza la piel como las demás cremas. Creo que soy alérgica al áloe.
—Estas cremas solares no llevan áloe.
—¿Tiene gafas de Maui Jim?
—Demasiado caras, cielo. Las únicas gafas de sol que tenemos son las que estás viendo.
La cosa sigue así un rato, las dos dientas realizan pequeñas compras y por fin se van. Entonces Lucy se acerca al mostrador.
—¿En qué puedo servirla? —pregunta Larry fijándose en cómo va vestida—. ¿De dónde sale usted, de una película de Misión imposible?
—He venido en moto.
—Ah, pues usted es una de las pocas personas con sentido común. Mire por la ventana. Todo el mundo va en camiseta y pantalón corto, sin casco. Algunos incluso llevan chanclas.
—Usted debe de ser Larry.
Él pone cara de sorpresa y dice:
—¿Ya ha venido por aquí otras veces? No me acuerdo de usted, y eso que se me dan muy bien las caras.
—Quisiera hablarle de Florrie y Helen Quincy —dice ella—. Pero necesito que cierre la puerta con llave.
La Harley-Davidson Screamin Eagle Deuce, con sus llamas sobre un fondo azul y cromo, está aparcada en una esquina, al fondo del aparcamiento del profesorado. Marino aprieta el paso en cuanto se acerca.
—Maldito hijo de puta. —Echa a correr.
Grita sus obscenidades lo bastante fuerte para que Link, el encargado de mantenimiento, que está quitando las malas hierbas de un cantero de flores, deje lo que está haciendo y se incorpore de un brinco.
—¿Se encuentra bien?
—¡Cabrón hijo de puta! —chilla Marino.
El neumático delantero de su moto nueva está deshinchado hasta la reluciente llanta cromada. Marino se agacha para mirarlo bien, alterado y furioso, buscando un clavo o un tornillo, algún objeto puntiagudo que pudiera haberse clavado en la rueda esta mañana en el camino de ida al trabajo. Mueve la moto adelante y atrás y descubre el pinchazo; un corte de aproximadamente medio centímetro, aparentemente causado por algo afilado, posiblemente una navaja. Tal vez por un bisturí de acero inoxidable. Mira enseguida a uno y otro lado, buscando a Joe Amos.
—Sí, ya me había fijado —dice Link, que se acerca limpiándose la suciedad de las manos en el mono azul.
—Muy amable por su parte que me lo diga —dice Marino furioso, buscando en la maleta el equipo de reparación de pinchazos y piensa indignado en Joe Amos, más indignado por momentos.
—Debe de haber pillado un clavo —aventura Link agachándose para inspeccionar el neumático más de cerca—. Tiene mala pinta.
—¿Ha visto por aquí a alguien mirando mi moto? ¿Dónde diablos está mi equipo para pinchazos?
—Llevo aquí todo el día y no he visto a nadie rondando cerca de su moto. Es una moto estupenda. ¿Qué tiene, unos mil cuatrocientos centímetros cúbicos? Yo tenía una Springer hasta que un descerebrado frenó de golpe delante de mí y salí volando por encima. Me he puesto a trabajar en los canteros a eso de las diez de la mañana. Y a esa hora el neumático ya estaba pinchado.
Marino hace recuento. Él ha llegado entre las nueve y cuarto y las nueve y media.
—Con un pinchazo así y el neumático tan deshinchado no habría llegado a este maldito aparcamiento, y tengo la completa seguridad de que no estaba pinchado cuando paré a comprar los donuts —recapitula—. Ha tenido que ser después de aparcar aquí.
—Vaya, eso me suena fatal.
Marino mira a su alrededor pensando en Joe Amos. Va a matarlo. Si ha tocado la moto, es hombre muerto.
—No quiero ni pensarlo —está diciendo Link—. Hay que tener mucho valor para venir aquí en plena mañana y hacer algo así. Si es eso lo que ha pasado.
—Maldita sea, ¿dónde estará? —dice Marino mirando en la otra maleta—. ¿Tiene usted algo para sellar el pinchazo? Qué diablos. —Continúa rebuscando—. Aunque lo más probable es que no funcione, con un agujero tan grande, ¡maldita sea!
—Va a tener que cambiar el neumático. En el hangar hay algunos de sobra.
—¿Y qué me dice de Joe Amos? ¿Le ha visto? ¿Ha visto su asqueroso culo a un kilómetro a la redonda?
—No.
—¿Y a alguno de los alumnos?
Los alumnos lo odian. Todos sin excepción.
—No —contesta Link—. Me hubiera dado cuenta si hubiera venido alguien a este aparcamiento y se hubiera puesto a manipular su moto o uno de los coches.
—¿Nadie? —Marino sigue insistiendo y, entonces, empieza a albergar la sospecha de que a lo mejor Link tiene algo que ver con el asunto.
Probablemente Marino no cae bien a nadie de la Academia. Medio mundo tiene envidia de su preciosa Harley. Desde luego es verdad que la gente se la queda mirando, que lo siguen con la mirada cuando entra en las gasolineras y las zonas de descanso.
—Va a tener que llevarla empujando hasta el garaje de ahí abajo, junto al hangar —dice Link—, a no ser que quiera subirla a uno de esos camiones que usa Lucy para todos esos nuevos V-Rod suyos.
Marino está pensando en las puertas que hay tanto en la entrada delantera como en la trasera de la Academia. Nadie puede entrar sin un código. Ha tenido que hacerlo alguien de dentro. Vuelve a pensar en Joe Amos y cae en la cuenta de un detalle importante: Joe ya estaba en la reunión de personal. Estaba allí sentado, largando por esa bocaza que tiene, cuando él ha llegado.