Cuando Scarpetta accedió a ser la patóloga forense asesora del estudio PREDATOR lo hizo sin el menor entusiasmo. Se lo advirtió a Benton, intentó convencerlo de que abandonara el proyecto, le recordó una y otra vez que a los sujetos de dicho estudio no les importa que uno sea médico, psicólogo o profesor de Harvard.
—Te romperán el cuello o te machacarán la cabeza contra una pared igual que hacen con todo el mundo —le dijo—. No existe eso de la inmunidad del soberano.
—Llevo casi toda la vida tratando con personas así —contestó él—. A eso es a lo que me dedico, Kay.
—Pero nunca lo has hecho en un entorno como éste, un hospital psiquiátrico de la Ivy League donde nunca han tratado con asesinos convictos. No sólo estás asomado al abismo, además estás instalando en él focos y un trampolín, Benton.
Oye a Rose hablar al otro lado de la pared de su despacho.
—¿Dónde demonios se había metido? —está diciendo.
—Bueno, ¿y cuándo me vas a dejar que te lleve a dar una vuelta en moto? —responde Marino en voz alta.
—Ya se lo he dicho, no pienso subirme de paquete en ese trasto. Me parece que le pasa algo a su teléfono.
—Siempre he tenido la fantasía de verte vestida de cuero negro.
—He ido a buscarle, pero no estaba usted en su despacho. O por lo menos no ha abierto la puerta…
—He estado toda la mañana fuera.
—Pero su línea está iluminada.
—No lo está.
—Lo estaba hace unos minutos.
—¿Ya estás controlándome otra vez? Me parece que estás enamorada de mí, Rose.
Marino continúa hablando en su tono escandaloso mientras Scarpetta revisa un correo electrónico que acaba de recibir de Benton, otro anuncio de trabajo que va a publicarse en The Boston Globe y en Internet.
Adultos sanos para estudio IRM
Varios investigadores adscritos a la Facultad de Medicina de Harvard estudian actualmente la estructura y el funcionamiento del cerebro en el Centro de Imágenes Cerebrales del Hospital McLean de Belmont, Massachusetts.
—Vamos, la doctora Scarpetta lo está esperando y ya ha vuelto a retrasarse. —Oye que Rose reprende a Marino en tono firme pero cariñoso—. Tiene que dejar de hacer esto de desaparecer de improviso.
LOS CANDIDATOS DEBEN REUNIR LOS REQUISITOS SIGUIENTES:
Scarpetta lee rápidamente el resto del anuncio hasta llegar a la mejor parte, una posdata de Benton:
Te asombraría descubrir cuánta gente se cree normal. Ojalá dejara de nevar de una vez. Te quiero.
La enorme presencia de Marino llena el hueco de la puerta.
—¿Qué hay? —pregunta.
—Cierra la puerta, por favor —dice Scarpetta descolgando el teléfono.
Marino cierra y se sienta en una silla, no directamente enfrente de ella sino en ángulo, para no tener que mirarla directamente cuando ella tome asiento detrás de su gran mesa en su gran sillón de cuero. Scarpetta ya se conoce esos trucos, se conoce todas sus burdas manipulaciones. A Marino no le gusta tratar con ella desde el otro lado de su gran escritorio; preferiría que estuvieran sentados sin que hubiera nada entre ellos, como iguales. Scarpetta entiende de psicología de oficina, entiende mucho más que él.
—Dame sólo un minuto —le dice.
BONG-BONG-BONG-BONG-BONG-BONG. Los rápidos pitidos de los impulsos de radiofrecuencia hacen que un campo magnético excite los protones.
En el laboratorio de IRM se está efectuando un barrido de la estructura de otro cerebro supuestamente normal.
—¿Hace muy mal tiempo por ahí? —está diciendo Scarpetta por teléfono.
La doctora Lane pulsa el botón del intercomunicador.
—¿Se encuentra bien? —le pregunta al actual sujeto de estudio de PREDATOR, un sujeto que afirma ser normal pero probablemente no lo sea. No tiene ni idea de que de lo que se trata es de comparar su cerebro con el de un asesino.
—No lo sé —responde el normal desconcertado.
—No hace demasiado mal tiempo —dice Benton a Scarpetta por teléfono—, si no vuelve a retrasarte. Pero por lo visto mañana por la noche va a empeorar…
BUAU… BUAU… BUAU… BUAU…
—¡No oigo nada! —exclama exasperado.
La cobertura es pésima. A veces ni siquiera le funciona el móvil aquí dentro, y está nervioso, frustrado, cansado. La exploración no va como debiera. Hoy no ha ido nada debidamente. La doctora Lane está desanimada. Josh, sentado delante de su pantalla, aburrido.
—No tengo demasiadas esperanzas —le dice a Benton la doctora Lane con una expresión de resignación en la cara—. Ni siquiera con los tapones en los oídos.
Dos veces hoy sujetos de control normales se han negado a ser escaneados alegando claustrofobia, un detalle que no mencionaron cuando se les aceptó para el estudio. Y ahora este otro se queja del ruido, dice que oye como si alguien estuviera tocando una guitarra eléctrica en el mismísimo infierno. Por lo menos es creativo.
—Te llamaré antes de despegar —está diciendo Scarpetta por teléfono—. El anuncio ha quedado muy bien, tanto como cualquiera de los demás.
—Gracias por el entusiasmo. Necesitamos que responda mucha gente, porque las bajas son cada vez más numerosas. Las fobias flotan en el aire. Y, por si fuera poco, aproximadamente uno de cada tres sujetos normales no lo es.
—Ya no estoy segura de lo que es normal.
Benton se tapa el otro oído y camina por la habitación intentando captar mejor la señal.
—Me temo que se ha presentado un caso importante, Kay. Vamos a tener un montón de trabajo.
—¿Qué tal ahí dentro? —pregunta la doctora Lane por el intercomunicador.
—No muy bien —vuelve a oírse la voz del sujeto.
—Siempre pasa lo mismo cuando estamos a punto de vernos —está diciendo Scarpetta por encima de lo que ahora parece un martillo que aporrea con insistencia un tablón de madera—. Te ayudaré cuanto pueda.
—En realidad empiezo a alucinar —dice la voz del sujeto normal.
—Esto no va. —Benton mira a través del plexiglás al sujeto normal, situado en el extremo opuesto del imán.
Mueve la cabeza, sujeta con cinta adhesiva.
—Susan —dice Benton mirando a la aludida.
—Ya sé —responde la doctora Lane—. Voy a tener que resituarlo.
—Buena suerte. Yo creo que se ha terminado —dice Benton.
—Ha destrozado el punto de referencia —dice Josh levantando la vista.
—Está bien —dice la doctora Lane al sujeto—. Vamos a dejarlo. Enseguida lo saco de ahí.
—Lo siento, pero no puedo soportarlo —dice la voz tensa del sujeto.
—Perdona. Otro que se raja —dice Benton a Scarpetta por teléfono mientras observa cómo la doctora Lane entra en la sala del imán para liberar a su último intento fallido—. Acabo de pasar dos horas evaluando a este individuo para nada. A la calle. Josh —ordena—, llama para que le pidan un taxi.
Marino hace crujir el cuero negro de su atuendo Harley mientras se acomoda. Se esfuerza mucho por demostrar lo relajado que está, despatarrado en la silla con las piernas estiradas.
—¿Qué anuncio es ése? —inquiere cuando Scarpetta cuelga el teléfono.
—Para otro estudio de investigación en el que anda metido, eso es todo.
—Ah. ¿Qué clase de estudio? —pregunta Marino como si sospechara algo.
—De neuropsicología. Acerca de cómo las distintas personas procesan tipos de información distintos, esa clase de cosas.
—Ah. Esa respuesta está muy bien. Probablemente es la misma que da siempre que lo llama un periodista, una respuesta inocua. ¿Para qué querías verme?
—¿Has recibido mis mensajes? Desde el domingo por la noche te he dejado cuatro.
—Sí, los he recibido.
—Habría sido un detalle que contestaras.
—No dejaste dicho que fuera un nueve-uno-uno.
Ése era el código que utilizaban en los años en que se enviaban mensajes, cuando no se usaban tanto los teléfonos móviles y, más tarde, porque no estaban seguros. Ahora Lucy tiene distorsionadores de voz y Dios sabe qué cachivaches para proteger la intimidad, así que tanto da dejar un mensaje de voz.
—Cuando es un mensaje telefónico no digo lo de nueve-uno-uno —replica Scarpetta—. ¿Cómo funciona eso? ¿Tengo que decir nueve-uno-uno después del pitido?
—A lo que voy es a que no dijiste que se tratara de una emergencia. ¿Qué querías?
—Me diste plantón, íbamos a repasar el caso Swift, ¿no te acuerdas?
Y además le preparó una cena, pero eso prefiere saltárselo.
—He estado ocupado, de viaje.
—¿Te importaría decirme qué has estado haciendo y dónde?
—He estado conduciendo mi moto nueva.
—¿Dos días enteros? ¿No paraste a echar gasolina, ni para ir al servicio de caballeros? ¿No tuviste ni un instante para llamar por teléfono?
Scarpetta se reclina contra el gran sillón, detrás de su mesa, y se siente pequeña mirándolo.
—Me estás llevando la contraria. Eso es lo que pasa.
—¿Por qué tengo que decirte a ti lo que hago?
—Porque soy la directora de Medicina y Ciencia Forense, aunque sólo sea por eso.
—Y yo soy el jefe de Investigación, que de hecho depende de Formación y Operaciones Especiales. De manera que en realidad mi supervisora es Lucy, no tú.
—Lucy no es supervisora tuya.
—Supongo que será mejor que hables con ella al respecto.
—Investigación forma parte de Medicina y Ciencia Forense. En realidad no eres un agente de Operaciones Especiales, Marino. Tu sueldo te lo paga mi departamento. —Está a punto de lanzársele al cuello y sabe que no debe.
Marino la contempla con su rostro grande y rudo, tamborileando con sus dedazos sobre el apoyabrazos del asiento. Se cruza de piernas y empieza a mover un pie enorme embutido en una bota Harley.
—Tu trabajo consiste en ayudarme con los casos —dice ella—. Eres la persona de la que más dependo.
—Mejor será que discutas eso con Lucy.
Sigue tamborileando y mueve el pie con lentitud, con sus ojos duros como piedras fijos más allá de ella.
—Se supone que yo tengo que contártelo todo y tú no me cuentas una mierda —se queja—. Haces lo que te viene en gana y nunca se te ocurre que puedas deberme una explicación. Estoy aquí sentado, escuchándote como si fuera un imbécil incapaz de entender nada. No me preguntas ni me cuentas nada, a menos que te convenga.
—Yo no trabajo para ti, Marino. —No puede evitar decirlo—. Más bien creo que sucede justo al contrario.
—Ah, ¿sí?
Marino se acerca un poco al enorme escritorio con el rostro enrojecido.
—Pregúntaselo a Lucy —dice—. Ella es la dueña de este maldito lugar. Ella paga el sueldo de todo el mundo. Pregúntaselo a ella.
—Es evidente que no estabas durante la mayor parte de nuestra conversación sobre el caso Swift —dice Scarpetta cambiando de tono, intentando poner fin a lo que está a punto de convertirse en una batalla.
—¿Para qué iba a molestarme? Soy yo quien tiene la maldita información.
—Abrigábamos la esperanza de que la compartieras con nosotros. Estamos juntos en esto.
—Déjate de coñas. Todo el mundo está metido en todo. Ya no hay nada mío. Se ha abierto la veda para mis antiguos casos y mis reconstrucciones de crímenes. Te limitas a contar lo que te da la gana y no te importa lo que yo sienta.
—Eso no es verdad. Ojalá te calmaras un poco. No quiero que te dé un ataque.
—¿Estás enterada de la reconstrucción de ayer? ¿De dónde crees que ha salido? Ese tipo se está metiendo en nuestros archivos.
—Eso es imposible. Las copias impresas están guardadas bajo llave y las electrónicas son completamente inaccesibles. Y en cuanto ala reconstrucción de ayer, estoy de acuerdo en que se parece mucho a…
—Se parece a mi culo. ¡Es idéntica!
—Marino, también se publicó en la prensa. De hecho, todavía circula por Internet. Lo he comprobado.
El enorme rostro congestionado de Marino la mira fijamente, un rostro tan poco amistoso que ya apenas lo reconoce.
—¿Podemos hablar un momento de Johnny Swift, por favor? —pregunta Scarpetta.
—Pregúntame lo que quieras —contesta Marino, taciturno.
—Me confunde la posibilidad de que el móvil fuera el robo. ¿Fue un robo o no?
—No se echó en falta nada de valor, salvo lo que no podemos calcular de la mierda de tarjeta de crédito.
—¿Qué mierda de tarjeta de crédito?
—En la semana posterior a su muerte, alguien sacó un total de dos mil quinientos dólares en efectivo, en reintegros de quinientos pavos, de cinco cajeros distintos del área de Hollywood.
—¿Se ha investigado de cuáles?
Marino se encoge de hombros y dice:
—Sí. Dos cajeros situados en aparcamientos, en días y horas diferentes, todo distinto salvo la cantidad. Siempre quinientos pavos. Cuando la compañía de la tarjeta de crédito intentó informar a Johnny Swift, que para entonces ya estaba muerto, acerca de un comportamiento que no coincidía con la pauta habitual y que podía indicar que su tarjeta la estaba usando otra persona, los reintegros habían cesado.
—¿Y las cámaras? ¿Cabe alguna posibilidad de que esa persona aparezca en un vídeo?
—Eligió cajeros sin cámara. El tipo sabía lo que hacía, probablemente no era la primera vez.
—¿Tenía Laurel el número secreto?
—Johnny no podía conducir debido a la intervención quirúrgica. Así que Laurel tuvo que encargarse de todo, incluido sacar dinero del cajero.
—¿Alguien más tiene el número secreto?
—No, que nosotros sepamos.
—Desde luego, la cosa no pinta bien para él —comenta Scarpetta.
—Ya, pero yo no me creo que se cargara a su hermano por la tarjeta del cajero automático.
—Hay gente que ha matado por mucho menos.
—A mí me parece que se trataba de otra persona, tal vez alguien con quien Johnny Swift tuvo algún encuentro. Tal vez esa persona acababa de matarlo cuando de repente oyó llegar el coche de Laurel. Así que se escondió, lo cual explica por qué la escopeta estaba todavía en el suelo. Después, cuando Laurel salió corriendo de la casa, recogió el arma y se largó.
—¿Por qué estaba la escopeta en el suelo, en primer lugar?
—A lo mejor estaba preparando el lugar para que pareciera un suicidio cuando le interrumpieron.
—Me estás diciendo que no te cabe duda de que fue un homicidio.
—¿Me estás diciendo tú que no crees que lo fuera?
—No hago más que preguntar.
Los ojos de Marino se pasean por el despacho, se posan en la superficie del escritorio de Scarpetta, recorren los montones de papeles y de expedientes de casos. Luego la miran a ella con una expresión dura que intimidaría a Scarpetta si no hubiera visto tantas veces en esos ojos inseguridad y dolor. A lo mejor Marino parece diferente y distante sólo porque se afeita la cabeza calva y lleva un pendiente de diamante. Se ejercita en el gimnasio de manera obsesiva y está más musculoso que nunca.
—Te agradecería que repasaras mis reconstrucciones de crímenes —dice Marino—. En este disco he grabado todas las que se me han ocurrido. Me gustaría que las estudiaras detenidamente, ya que vas a estar sentada en un avión sin nada mejor que hacer.
—A lo mejor sí que tengo algo mejor que hacer. —Su intención es tomarle un poco el pelo, conseguir que aligere el ánimo.
Pero no funciona.
—Rose las ha grabado todas, desde la primera del año pasado, en el disco que hay dentro de la carpeta. En un sobre sellado —indica unos expedientes que hay encima de la mesa—. Quizá puedas abrirlo en tu portátil y echarle un vistazo. La bala con las estrías en cuadrícula producidas por la malla también está ahí. Esa mierda. Te juro que fui yo el primero que la encontró.
—Haz una búsqueda en Internet de objetivos intermedios en tiroteos y te garantizo que encontrarás casos y pruebas con armas de fuego en los que hay balas disparadas a través de una malla —dice Scarpetta—. Me temo que en realidad ya no quedan muchas cosas nuevas ni particulares.
—Ese tipo no es más que una rata de laboratorio que hasta hace un año vivía dentro de un microscopio. No tiene modo de conocer las cosas sobre las que escribe. Es imposible. Es por lo que ocurrió en la Granja de Cuerpos. Por lo menos podrías haber sido sincera en eso.
—Tienes razón —contesta Scarpetta—. Debería haberte contado que después de aquello dejé de recibir tus reconstrucciones de crímenes. Como todos nosotros. Debería haberme sentado a explicártelo, pero tú estabas tan furioso y tan combativo que nadie quería vérselas contigo.
—A lo mejor si te hicieran la cama como me la hicieron a mí también estarías furiosa y combativa.
—Joe no estaba en la Granja de Cuerpos ni en Knoxville cuando sucedió aquello —le recuerda Scarpetta—. Así que, por favor, explícame cómo pudo haber metido una aguja hipodérmica en el bolsillo de la chaqueta de un muerto.
—Aquel ejercicio sobre el terreno tenía por finalidad poner a los alumnos ante un cadáver real que se está pudriendo en la Granja de Cuerpos y ver si eran capaces de dominar las náuseas y recoger varias pruebas. Una aguja sucia no era una de ellas. Eso lo preparó él para pillarme.
—No todo el mundo está empeñado en pillarte.
—Si él no me tendió la trampa, ¿por qué la chica no llegó a denunciarnos? Porque todo era mentira, por eso. La maldita aguja no estaba infectada de sida, ¿sabes?, estaba sin usar. Un pequeño descuido de ese cabrón.
Scarpetta se levanta de su mesa.
—El problema principal es qué voy a hacer contigo —dice al tiempo que cierra con llave su maletín.
—Yo no soy el único que guarda secretos —comenta él, observándola.
—Tú tienes un montón de secretos. Nunca sé dónde estás ni qué haces.
Recoge la chaqueta del traje de la parte posterior de la puerta. Marino la mira tranquilamente con sus ojos duros como piedras. Deja de tamborilear en el reposabrazos. Después se levanta de la silla haciendo crujir el cuero.
—Benton debe de sentirse como un auténtico pez gordo trabajando con toda esa gente de Harvard —comenta, y no es la primera vez que lo dice—. Todos esos científicos espaciales con sus secretos. —Scarpetta se lo queda mirando con la mano en la manecilla de la puerta. A lo mejor también está paranoica—. Sí. Debe de ser emocionante lo que hace allí. Pero, si quieres mi opinión, te diría que no pierdas el tiempo con ello. —No es posible que se refiera a PREDATOR—. Por no mencionar que es una pérdida de dinero. Un dinero que sin duda alguna podría gastarse mucho mejor. Yo no soportaría la idea de regalar tanto dinero y atención a semejantes cabronazos.
Se supone que nadie está al corriente del estudio PREDATOR, salvo el equipo que lo lleva a cabo, el director del hospital, el Consejo Interno de Revisión y algunos funcionarios de prisiones importantes. Ni siquiera los sujetos normales del estudio saben cómo se llama ni de qué va. Marino no puede saberlo a no ser que de alguna manera haya accedido a su correo electrónico o a las copias impresas que ella guarda bajo llave en los archivadores. Por primera vez le da por pensar que, si alguien está violando la seguridad, puede que sea él.
—¿De qué estás hablando? —le pregunta en voz baja.
—Quizá deberías tener un poco más de cuidado cuando envías archivos, cerciorarte de que no lleven ningún documento anexo —replica Marino.
—¿Al enviar qué archivos?
—Las notas que tomaste después de tu primera reunión con el querido Dave acerca de ese caso del bebé al que sacudieron que él quiere que todo el mundo piense que fue un accidente.
—A ti no te he enviado ninguna nota.
—Ya lo creo que sí. Me la enviaste el viernes pasado, sólo que no abrí el mensaje hasta después de haberte visto el domingo. Eran unas notas anexas de forma accidental a un correo que te envió Benton. Un correo que no me cabe la menor duda de que yo no tendría que haber visto.
—No he sido yo —insiste ella cada vez más alarmada—. Yo no te he enviado nada.
—Quizá no lo hayas hecho adrede. Es curioso cómo se pilla a la gente en una mentira —comenta Marino al tiempo que suenan unos leves golpecitos en la puerta.
—¿Por eso no te presentaste en mi casa el domingo por la noche? ¿Por eso no acudiste a la reunión de ayer por la mañana con Dave?
—Discúlpenme —dice Rose entrando en el despacho—. Creo que uno de ustedes debería ocuparse de una cosa.
—Podrías haber dicho algo, haberme dado una oportunidad para defenderme —le dice Scarpetta—. Puede que no siempre te lo cuente todo, pero no miento.
—Mentir por omisión es mentir de todas formas.
—Discúlpenme —prueba de nuevo Rose.
—PREDATOR —le dice Marino a Scarpetta—. Prueba con esa mentira, a ver si te conviene.
—Es la señora Simister —los interrumpe Rose subiendo el tono de voz—. La señora de la iglesia que llamó hace un rato. Lo siento, pero parece más bien algo urgente.
Marino no hace ademán alguno de acercarse al teléfono, como si quisiera recordarle a Scarpetta que no trabaja para ella, que puede atender personalmente la llamada.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclama Scarpetta regresando a su mesa—. Pásemela.