—¿Tenemos alguna idea de dónde está? —pregunta Scarpetta a Rose.
—No se encuentra en su despacho y tampoco contesta al móvil. Cuando le llamé al terminar la reunión para decirle que usted necesitaba verlo, me dijo que tenía un recado que hacer y que volvería enseguida —le recuerda Rose—. Eso fue hace ya hora y media.
—¿A qué hora me ha dicho que teníamos que salir para el aeropuerto? —Scarpetta mira por la ventana las palmeras que se agitan en el viento racheado y piensa otra vez en despedirlo—. Vamos a tener tormenta, una bien fuerte. Tiene toda la pinta. Bueno, no pienso quedarme sentada a esperarlo. Debería marcharme ahora mismo.
—Su vuelo no sale hasta las seis y media —le recuerda Rose, y le entrega a Scarpetta varios mensajes telefónicos.
—No sé por qué me molesto. ¿Por qué me molesto en hablar con él? —Echa un breve vistazo a los mensajes.
Rose la mira de un modo en que sólo ella puede mirarla. Está de pie en la puerta, en silencio, pensativa, con el cabello gris recogido en un moño francés alto y con un traje de lino color perla pasado de moda pero elegante y bien planchado. Al cabo de diez años, sus zapatos de cocodrilo gris siguen pareciendo nuevos.
—Primero quiere hablar con él, y al minuto siguiente ya no quiere. ¿Qué pasa? —señala Rose.
—Creo que debo marcharme.
—No le he preguntado cuál de las dos cosas quiere, sino qué pasa.
—No sé qué voy a hacer con él. No dejo de pensar en despedirlo, pero prefiero dimitir que echarlo a él.
—Podría aceptar el puesto de jefa —le recuerda Rose—. Si usted lo aceptara, obligarían al doctor Bronson a jubilarse, y tal vez debiera pensarlo seriamente.
Rose sabe lo que hace. Puede parecer muy sincera cuando sugiere algo que sabe en el fondo que Scarpetta no desea hacer y el resultado es predecible.
—No, gracias —responde Scarpetta tajante—. Ya me conozco esa historia. Por si lo ha olvidado, Marino es uno de sus investigadores, de manera que no es precisamente que vaya a escaparme de él dimitiendo de la Academia para terminar trabajando a jornada completa en la Oficina del Forense. ¿Quién es la señora Simister, a qué Iglesia pertenece? —pregunta, desconcertada por uno de los mensajes telefónicos.
—No sé quién es, pero hablaba como si la conociera.
—No la conozco ni poco ni mucho.
—Ha llamado hace unos minutos y me ha dicho que quería hablar con usted acerca de una familia desaparecida en la zona de West Lake Park. No dejó su número, dijo que ya volvería a llamar.
—¿Qué familia desaparecida? ¿Aquí, en Hollywood?
—Eso es lo que ha dicho. A ver, su vuelo sale de Miami, por desgracia. Es el peor aeropuerto del mundo. Yo diría que no es necesario salir hasta las… En fin, ya sabe cómo está el tráfico. Quizá debiera salir a eso de las cuatro. Pero no irá a ninguna parte hasta que yo compruebe el vuelo.
—¿Está segura de que voy en primera clase y de que no han anulado la reserva?
—Tengo la reserva impresa, pero va a tener que facturar porque se trata de una hecha a última hora.
—Es increíble. Me anulan la reserva y ahora la que tengo es de última hora porque he tenido que hacer una reserva nueva.
—Lo tiene todo listo.
—No se enfade, pero eso mismo me dijo el mes pasado, Rose. Y resultó que yo no figuraba en el ordenador y terminé yendo en la clase turista. El viaje entero hasta Los Ángeles. Y mire lo que ocurrió ayer.
—Lo primero que he hecho esta mañana ha sido confirmar la reserva. Lo haré de nuevo.
—¿Usted cree que todo esto es por las reconstrucciones de crímenes de Marino? Tal vez sea ése su problema.
—Sospecho que tiene la impresión de que después de aquello usted lo rechaza, que ya no se fía de él ni lo respeta.
—¿Cómo voy a fiarme de su criterio?
—Yo sigo sin estar segura de qué fue exactamente lo que hizo Marino —dice Rose—. Aquella reconstrucción en particular la pasé a máquina yo y la edité exactamente igual que hago con todas sus reconstrucciones. Como ya le dije en su día, en el guión no aparecía ninguna aguja hipodérmica dentro del bolsillo de aquel muerto grande, viejo y gordo.
—La escenificación la preparó él. Y la supervisó.
—Él jura que otra persona metió la aguja en el bolsillo. Probablemente fue ella. Por dinero, que, gracias a Dios, no obtuvo. No le reprocho a Marino que se sienta así. Las reconstrucciones de crímenes fueron idea suya, y ahora el doctor Amos las está llevando a cabo y tiene toda la atención de los alumnos mientras que a Marino lo tratan como…
—No es amable con los alumnos. Desde el primer día.
—Bueno, pues ahora es peor. Ellos no lo conocen y lo consideran un dinosaurio de mal carácter, una excéntrica vieja gloria. Y yo sé bien lo que es que a uno lo traten como a un viejo excéntrico o, peor aún, sentirse uno mismo así.
—Usted es cualquier cosa menos una vieja gloria excéntrica.
—Por lo menos estará de acuerdo en que soy vieja —comenta Rose al tiempo que regresa a su mesa añadiendo—: Voy a intentar localizarlo otra vez.
En la habitación 112 del motel Última Parada, Joe está sentado a la mesa barata situada al pie de la cama barata, buscando en el ordenador la reserva de plaza de Scarpetta para obtener el número de vuelo y otra información. Llama a la compañía aérea.
—Necesito cambiar una reserva —pide.
Acto seguido recita la información y cambia el asiento para la clase más económica, tan hacia la cola del avión como sea posible, preferiblemente un asiento de en medio, porque a su jefa no le gustan la ventana ni el pasillo. Justo igual que hizo la última vez y que salió tan bien, cuando ella se dirigía a Los Ángeles. Podría volver a anular el vuelo, pero esto es más divertido.
—Sí, señor.
—¿Puede expedirme un billete electrónico?
—No, señor, tratándose de un cambio tan próximo a la hora de despegue. Tendrá que presentarse en el mostrador de facturación.
Joe cuelga, entusiasmado. Ya se está imaginando a la todopoderosa Scarpetta atrapada entre dos desconocidos, a poder ser dos individuos enormes y malolientes, durante tres horas. Sonríe y conecta una grabadora digital en su superauricular telefónico de sistema híbrido. El aparato de aire acondicionado instalado en la ventana hace ruido pero no es eficaz; está empezando a tener una incómoda sensación de calor y a detectar el leve tufo a rancio de carne putrefacta procedente de una reciente reconstrucción de un crimen en el que había espetones de costilla de cerdo, hígado de vaca y piel de pollo enrollados en una alfombra y escondidos debajo del suelo de un armario.
Programó ese ejercicio para justo después de un almuerzo especial, cuya factura cargó a la Academia, consistente en costillas a la barbacoa con arroz. A consecuencia de ello varios alumnos sufrieron náuseas cuando se descubrió el asqueroso bulto rezumante de fluidos putrefactos e invadido de gusanos. En su prisa por recuperar aquellos restos humanos simulados y limpiar el lugar, el Equipo A no se fijó en un trozo de uña que también se encontraba en el fondo del armario, perdido en aquel líquido hediondo y pútrido, y que resultó ser la única prueba capaz de revelar la identidad del asesino.
Joe enciende un cigarro puro recordando con satisfacción el éxito de aquella reconstrucción, un éxito que aún lo fue más gracias al escándalo de Marino, a su insistencia en que Joe, una vez más, le había robado la idea. Ese policía paleto aún no ha descubierto que el sistema de control de comunicaciones escogido por Lucy, que conecta con la centralita de la Academia, permite, una vez dada la apropiada acreditación en Seguridad, controlar a cualquiera que se le antoje y casi de cualquier modo imaginable.
Lucy fue descuidada. La intrépida superagente Lucy se dejó su Treo (un instrumento de comunicaciones de la más alta tecnología que cabe en la palma de la mano y que es a la vez asistente personal digital, teléfono móvil, correo electrónico, cámara fotográfica y todo lo demás) dentro de uno de sus helicópteros. Eso sucedió hace casi un año. Él apenas empezaba su beca cuando tuvo el más asombroso golpe de suerte: se encontraba en el hangar con una de sus alumnas, una especialmente guapa, enseñándole los helicópteros de Lucy, cuando encontró por casualidad un Treo en el Bell 407.
El Treo de Lucy.
Todavía estaba conectada como usuario, así que él no necesitó utilizar la contraseña para acceder a todo lo que había dentro. Se quedó con el Treo el tiempo suficiente para descargar todos los archivos antes de devolverlo al helicóptero y dejarlo en el suelo, parcialmente debajo de un asiento, donde Lucy lo encontró aquel mismo día sin enterarse de lo ocurrido. Y sigue sin tener ni idea.
Joe tiene contraseñas, decenas de contraseñas, incluida la del administrador de sistemas de Lucy, que le permite a ella, y ahora a él, acceder e introducir modificaciones en el ordenador y los sistemas de comunicaciones de la sede regional del sur de Florida, la sede central de Knoxville, las delegaciones de Nueva York y Los Ángeles, así como acceder a Benton Wesley y su ultrasecreto estudio de investigación PREDATOR y a todo lo demás que Scarpetta y él se confían el uno al otro. Joe puede redirigir archivos y correo electrónico, hacerse con los números telefónicos ocultos de todo el que alguna vez haya tenido algo que ver con la Academia, provocar desastres. Se acaba la beca dentro de un mes y, cuando pase a dedicarse a otra cosa, y tiene pensado hacerlo a lo grande, quizás haya conseguido que la Academia se hunda y que todos sus inquilinos, sobre todo esa bestia imbécil de Marino y la autoritaria Scarpetta, se odien.
Es fácil vigilar la línea del despacho del imbécil y activar sin que se entere el altavoz de su manos libres, lo cual es como tener un micrófono instalado en la habitación. Marino lo dicta todo, incluidas las reconstrucciones de crímenes, y Rose las pasa a máquina porque él tiene una gramática y una ortografía que dan pena, lee en raras ocasiones y es prácticamente analfabeto.
Joe experimenta una oleada de euforia mientras echa un poco de ceniza del puro en una lata de Coca-Cola y conecta con el sistema de la centralita. Accede a la línea del despacho de Marino y activa el altavoz del manos libres para ver si está preparando alguna cosa.