El semínola se ha apeado de un desvencijado camión cargado de mazorcas de maíz, estacionado a cierta distancia de los surtidores de gasolina. Puerco lleva un rato observándolo.
—Algún hijo de puta me ha robado la cartera y el teléfono móvil. Creo que ha sido cuando estaba en la puta ducha —está diciendo el hombre en la cabina telefónica, de espaldas a la gasolinera CITGO y a todos los dieciocho ruedas que entran y salen de ella con un ruido atronador.
Puerco disimula que le divierte observar cómo el hombre despotrica sin parar acerca del hecho de que otra vez tendrá que hacer noche, quejándose y maldiciendo porque va a tener que dormir en la cabina del camión dado que no tiene teléfono ni dinero para pagar un motel. Ni siquiera tiene dinero para darse una ducha; aunque de todos modos las duchas han subido a cinco pavos y eso es mucho por una ducha cuando en el precio no entra ni siquiera el jabón. Algunos la comparten, de dos en dos para que les hagan descuento. Pasan detrás de una valla sin pintar que hay en el lado oeste del supermercado CITGO, amontonan la ropa y el calzado en un banco y se meten en un plato minúsculo de cemento, mal iluminado y provisto de una única alcachofa y un desagüe grande y oxidado en el centro del suelo.
La ducha siempre está mojada. La alcachofa gotea y los grifos chirrían. Los hombres se traen su propio jabón, champú, cepillo de dientes y dentífrico, normalmente en una bolsa de plástico. También se traen su toalla. Puerco nunca se ha duchado ahí, pero ha mirado las prendas de los hombres tratando de adivinar lo que llevan en los bolsillos. Dinero. Móviles. A veces drogas. Las mujeres se duchan en un lugar parecido, en el lado este del supermercado, nunca de dos en dos sea cual sea el descuento, y lo hacen nerviosas y con prisas, avergonzadas de su desnudez y aterrorizadas de que entre alguien a atacarlas, de que venga un hombre grande y fuerte que pueda hacerles lo que le dé la gana.
Puerco marca el número 800 en la tarjeta verde que lleva en el bolsillo trasero, una tarjeta rectangular, de unos veinte centímetros de largo, con un gran orificio y una ranura en un extremo para poder colgarla de la manecilla de una puerta. Lleva impreso, además de información, un dibujo animado de un cítrico vestido con una camisa tropical y gafas de sol. Está haciendo que se cumpla la voluntad de Dios. Él es la mano de Dios y está haciendo el trabajo de Dios. Dios posee un coeficiente intelectual de ciento cincuenta.
—Gracias por llamar al Programa de Erradicación de la Cancrosis —dice la grabación, ya familiar—. Su llamada podrá ser grabada por razones de control de calidad.
La metálica voz femenina continúa diciendo que, si ha llamado para informar acerca de daños en Palm Beach, el condado de Dade, el condado de Broward o Monroe, marque por favor el número siguiente. Puerco observa cómo el semínola sube a su camión, y su camisa de cuadros rojos le recuerda la de un leñador, el muñeco de madera que había junto a la puerta de La Tienda de Navidad. Marca el número que le ha proporcionado la voz grabada.
—Departamento de Agricultura —contesta una mujer.
—Necesito hablar con un inspector de cítricos, por favor —dice sin quitarle ojo al semínola y pensando en los individuos que luchan con caimanes.
—¿En qué puedo ayudarle?
—¿Es usted inspectora? —pregunta Puerco pensando en el caimán que ha visto hace aproximadamente una hora en la orilla del estrecho canal que discurre paralelo a la Sur 27.
Le ha parecido un buen presagio. El caimán medía por lo menos metro y medio, era muy oscuro y seco y no prestaba la menor atención a los grandes camiones madereros que pasaban rugiendo junto a él. Hubiera parado el coche si hubiera habido dónde hacerlo. Hubiera observado al caimán, estudiado cómo vive su vida sin miedo a nada, tranquilo y silencioso pero preparado para sumergirse en el agua rápido como una flecha o para aferrar a su incauta presa y arrastrarla hasta el fondo del canal, donde se ahogará, se pudrirá y será devorada. Habría contemplado el caimán un buen rato, pero no podía salirse de la autopista sin peligro y, además, cumple una misión.
—¿Tiene algo acerca de lo que informar? —le está preguntando la voz femenina por la línea.
—Trabajo para una empresa de servicios de jardinería y da la casualidad de que ayer, cuando cortaba el césped, detecté un cítrico afectado de cancrosis en un jardín situado como a una manzana de distancia.
—¿Puede darme la dirección?
Le da a la mujer una dirección de la zona de West Lake Park.
—¿Le importaría decirme su nombre?
—Prefiero dar parte de esto de manera anónima. Tendría problemas con mi jefe.
—Está bien. Quisiera formularle unas preguntas. ¿Entró personalmente en ese jardín en el que creyó detectar cancrosis?
—Es un jardín público, así que entré porque allí hay un montón de árboles muy bonitos, setos y mucho césped. Supuse que a lo mejor me salía algo de trabajo si necesitaran a alguien. Entonces me fijé en unas hojas de aspecto sospechoso. Había varios árboles con pequeñas manchas en las hojas.
—¿Se fijó si esas manchas tenían alrededor un borde como de agua?
—Me da la impresión de que esos árboles se han infectado hace poco, probablemente por eso no los han detectado ustedes en sus inspecciones rutinarias. Lo que me preocupa son los jardines que hay a cada lado. Tienen cítricos, según mis cálculos a menos de sesenta metros de los árboles afectados, lo cual significa que es probable que lo estén también, y los cítricos de otros jardines de más lejos, también según mis cálculos, se encuentran asimismo a menos de sesenta metros. Y así en todo el barrio. De modo que ya puede imaginarse lo preocupado que estoy.
—¿Qué le hace pensar que en nuestras inspecciones rutinarias no hemos detectado eso que menciona usted?
—Que no hay nada que indique que hayan estado ustedes aquí. Llevo mucho tiempo trabajando con cítricos, llevo casi toda la vida trabajando para servicios de jardinería profesionales. He visto lo peor de lo peor, huertos enteros que hubo que quemar. Personas que quedaron en la ruina.
—¿Vio manchas en la fruta?
—Como le estoy explicando, tengo la impresión de que la enfermedad se encuentra en las primeras etapas, en una muy temprana. He visto huertos enteros quemados por culpa de la cancrosis. Personas con la vida destrozada.
—Entró en el jardín en el que creyó detectarla, ¿se desinfectó cuando salió de allí? —le pregunta la mujer. A Puerco no le gusta el tono que usa.
No le gusta esta mujer. Es estúpida y tiránica.
—Por supuesto que me descontaminé. Llevo mucho tiempo en el sector de la jardinería. Siempre me rocío y rocío mis herramientas con GX—1027, como dictan las normas. Estoy enterado de todo lo que pasa. He visto viveros enteros destruidos, quemados y abandonados. Gente arruinada.
—Discúlpeme…
—Pasan cosas horribles.
—Discúlpeme…
—La gente tiene que tomarse en serio lo de la cancrosis —dice Puerco.
—¿Cuál es el número de registro de su vehículo, el que utiliza para el servicio de jardinería? Supongo que llevará usted la obligatoria pegatina negra y amarilla en el lado izquierdo del parabrisas. Necesito ese número.
—Mi número no viene al caso —replica Puerco a la inspectora, que se cree mucho más importante y poderosa que él—. El vehículo pertenece a mi jefe y tendré problemas si se entera de que he hecho esta llamada. Si la gente descubre que su servicio de jardinería ha dado parte de un caso de cancrosis de los cítricos que seguramente va a traer como consecuencia que se arranquen todos los árboles del vecindario, ¿qué cree usted que pasará con nuestro negocio de jardinería?
—Entiendo, señor. Pero es importante que me proporcione el número de la pegatina para nuestros archivos. Y en realidad me gustaría saber de qué modo podríamos ponernos en contacto con usted, si fuera necesario.
—No —contesta él—. Me despedirán.