18

Ev Christian está despierta y sentada en un colchón ennegrecido por lo que ahora está segura de que es sangre seca.

Esparcidas por el sucio suelo de la pequeña y sucia habitación de techo hundido, con el empapelado lleno de manchas de humedad, hay varias revistas. Ve muy poco sin gafas, y a duras penas logra distinguir las portadas pornográficas. Distingue apenas las botellas de tónica y los envoltorios de comida rápida que hay por el suelo. Entre el colchón y la desconchada pared hay una pequeña zapatilla de tenis de color rosa, de talla infantil. Ev la ha recogido incontables veces y la ha sostenido en alto preguntándose qué significa y a quién habrá pertenecido, preocupada de que su dueña pueda estar muerta. A veces esconde la zapatilla detrás del cuerpo cuando entra él, temerosa de que se la quite. Es todo cuanto tiene.

Nunca duerme más de una o dos horas de un tirón y no tiene idea de cuánto tiempo ha pasado. Ha perdido la noción del tiempo. Una luz gris llena la ventana rota que hay al otro extremo de la habitación y no ve el sol. Huele a lluvia.

No sabe qué ha hecho él con Kristin y con los niños. No sabe qué les habrá hecho. Recuerda vagamente las primeras horas, aquellas horas horrorosas e irreales en las que él le traía comida y agua y la contemplaba desde la oscuridad, tan negro como la misma negrura, oscuro como un espíritu siniestro, de pie en el umbral.

—¿Qué es lo que se siente? —le dijo él en un tono suave y frío—. ¿Qué se siente cuando uno sabe que va a morir?

La habitación siempre es oscura. Pero mucho más cuando él está dentro.

—No tengo miedo. No puedes tocar mi alma.

—Di que lo lamentas.

—No es demasiado tarde para arrepentirte. Dios te perdonará hasta el más horrendo de tus pecados si te humillas y te arrepientes.

—Dios es una mujer. Y yo soy su mano. Di que lo lamentas.

—Blasfemas. Deberías avergonzarte. Yo no he hecho nada que deba lamentar.

—Ya te enseñaré yo lo que es la vergüenza. Dirás que lo lamentas, igual que lo dijo ella.

—¿Kristin?

Y después desapareció y Ev oyó voces procedentes de otra parte de la casa. No logró distinguir lo que decían, pero él estaba hablando con Kristin, tenía que ser eso. Estaba hablándole a una mujer. En realidad no entendía la conversación, pero los oía hablar. No conseguía descifrar lo que decían. Recuerda unos pies que se arrastraban y unas voces al otro lado de la pared, y luego haber oído a Kristin. Supo que era ella. Cuando piensa en ello, ahora, se pregunta si no lo habrá soñado.

—¡Kristin! ¡Kristin! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí mismo! ¡No te atrevas a hacerle daño!

Oye mentalmente su propia voz, pero podría haber sido un sueño.

—¿Kristin? ¿Kristin? ¡Contéstame! ¡No te atrevas a hacerle daño!

Entonces volvió a oír hablar a alguien, así que tal vez no pasara nada. Pero no está segura. Podría haberlo soñado. Podría haber soñado que oía las botas de él avanzando por el pasillo y la puerta de la calle al cerrarse. Todo eso podría haber sucedido en cuestión de minutos, tal vez de horas. A lo mejor oyó el motor de un coche. A lo mejor fue un sueño, una fantasía. Ev se quedó sentada en la oscuridad, escuchando con el corazón acelerado por si oía a Kristin y a los niños, pero no percibió nada. Gritó hasta que empezó a dolerle la garganta y apenas pudo ver ni respirar.

La luz del día iba y venía, y aparecía la forma oscura de él trayendo vasos de papel llenos de agua y algo de comer, y su forma se quedaba allí de pie observándola, pero ella no podía verle el rostro. Nunca le ha visto el rostro, ni siquiera la primera vez, cuando él entró en la casa. Lleva una capucha negra con aberturas para los ojos, una capucha que parece una funda de almohada, larga y holgada alrededor de los hombros. A esa forma encapuchada le gusta pincharla con el cañón de la escopeta, como si fuera un animal del zoo, como si tuviera curiosidad por el modo en que va a reaccionar. La pincha en sus partes íntimas y observa su reacción.

—Deberías avergonzarte —le dice Ev cuando él la pincha—. Puedes herir mi carne, pero no puedes tocar mi alma. Mi alma pertenece a Dios.

—Ella no está aquí. Yo soy su mano. Di que lo lamentas.

—Mi Dios es un Dios celoso. «No tendrás otro Dios aparte de mí».

—Ella no está aquí.

Y continúa pinchándola con el cañón de la escopeta, a veces con tanta fuerza que le deja unos círculos negros y azulados marcados en la piel.

—Di que lo lamentas —repite.

Ev se sienta en el colchón hediondo y putrefacto. Ya ha sido usado antes, usado de una manera horrible, está duro y manchado de negro, y ella se sienta sobre él en esa habitación hedionda, agobiante, atestada de basura, escuchando e intentando pensar, escuchando y rezando y pidiendo socorro a gritos. Nadie contesta. Nadie la oye y se pregunta en qué lugar está. ¿Dónde estará, que nadie oye sus gritos?

No puede escapar porque él, muy inteligente, se agachó y le sujetó las muñecas y los tobillos con perchas para la ropa retorcidas y cuerdas que pasó por encima de una viga del techo, como si ella fuera una especie de marioneta grotesca, llena de hematomas y cubierta de picaduras de insectos y de ronchas, sintiendo su cuerpo desnudo asediado por los picores y por el dolor. Haciendo un esfuerzo, logra ponerse de pie. Puede abandonar el colchón para aliviar la vejiga y el intestino. Cuando lo hace, el dolor es tan lacerante que casi pierde el conocimiento.

Él lo hace todo en la oscuridad. Es capaz de ver en la oscuridad. Ella lo oye respirar en la oscuridad. Es una forma negra. Es Satanás.

—Dios mío, ayúdame —exclama dirigiéndose a la ventana rota, al cielo de color gris que se ve a través de ella, a ese Dios que está más allá del cielo, en alguna parte de su paraíso—. Te lo suplico, Dios mío, ayúdame.