A la mañana siguiente, martes, desde el distante mar se acercan las nubes y el ser preñado y muerto está rígido en el suelo. Lo han descubierto las moscas.
—Mira lo que has hecho. Has matado todas tus crías. Qué idiota eres.
Puerco empuja la gata con la bota y las moscas se dispersan como pavesas. Contempla cómo regresan zumbando a la cabeza cubierta de sangre coagulada. Se queda mirando el cuerpo muerto y rígido y las moscas que se abaten sobre él. Lo mira fijamente, sin turbación. Se agacha en cuclillas a su lado y se acerca lo suficiente para volver a espantar las moscas, y esta vez lo huele. Despide un tufo a muerte, un hedor que durante varios días lo invadirá todo y se notará varias hectáreas a la redonda, dependiendo del viento. Las moscas depositarán sus huevos en los orificios y en las heridas, y pronto el cadáver estará invadido de gusanos. Pero eso no le molestará, a él. Le gusta observar el proceso de la muerte.
Se aleja y comienza a andar en dirección a la casa en ruinas con la escopeta entre los brazos. Escucha a lo lejos el rumor del tráfico de la Sur 27, pero no hay motivo para que nadie se acerque hasta aquí. Con el tiempo sí que habrá motivo, pero ahora no.
Sube al porche podrido y un tablón abombado cede bajo sus botas. Abre la puerta de un empujón y entra en un espacio oscuro y enrarecido, cargado de polvo. Incluso en un día despejado reina dentro una oscuridad asfixiante; esta mañana es peor porque se avecina tormenta. Son las ocho y el interior de la casa está casi tan oscuro como si fuera de noche. Puerco se pone a sudar.
—¿Eres tú?
La voz procede de la oscuridad, del fondo de la casa, donde debe estar.
Contra la pared hay una mesa de madera contrachapada y varios ladrillos grises y, encima, una pecerita de cristal. Puerco apunta hacia la pecera con la escopeta, y activa la luz de xenón, que arranca inmediatamente un destello luminoso al cristal e ilumina la forma negra de la tarántula que hay al otro lado. El bicho se encuentra inmóvil sobre un lecho de arena y astillas de madera, sereno como una mano negra junto a su esponja de agua y su piedra favorita. En un rincón de la urna se agitan varios grillos de pequeño tamaño, molestos por la luz.
—Ven a hablar conmigo —exclama la voz, exigente pero más débil de lo que estaba hace apenas un día.
Puerco no está seguro de si se alegra de que la voz no se haya apagado, pero probablemente se alegra. Quita la tapa del acuario y le habla a la araña en voz baja y cariñosa. Tiene el abdomen calvo y con una costra de pegamento seco y sangre de color amarillo pálido.
El odio lo invade cuando piensa en el motivo de esa calva y en la causa de que el animal casi haya muerto desangrado. A la araña no le crecerá el pelo hasta el momento de la muda, y puede que se cure o puede que no.
—Sabes quién tiene la culpa, ¿verdad? —le dice a la araña—. Y ya me he ocupado, ¿verdad?
—Ven aquí —llama la voz—. ¿Me oyes?
La araña no se mueve. Es posible que se muera. Hay muchas posibilidades de que así sea.
—Siento haber estado fuera tanto tiempo. Ya sé que debes de sentirte sola —le dice a la araña—. No podía llevarte debido a tu estado. Ha sido un viaje muy largo. Y frío.
Mete una mano en la urna de cristal y acaricia suavemente la araña, que apenas se mueve.
—¿Eres tú? —La voz suena más débil y ronca, pero exigente.
Puerco intenta imaginar cómo será todo cuando desaparezca esa voz, y se acuerda del ser muerto, en el suelo, rígido e infestado de moscas.
—¿Eres tú?
Sigue con el dedo sobre el botón de presión y la luz apunta hacia donde apunta la escopeta, iluminando el suelo de madera sucio y lleno de vainas secas de huevos de insectos. Sus botas se mueven detrás de la luz móvil.
—¡Hola! ¿Quién hay ahí?