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La luna amarilla tiene un aspecto desdibujado. Como un mango demasiado maduro cuelga pesadamente sobre los árboles achaparrados, la vegetación y las densas sombras. Bajo la desigual luz de esa luna, Puerco alcanza a ver lo suficiente para distinguir de qué se trata.

Lo ve venir porque sabe hacia dónde mirar. Lleva varios minutos detectando su energía infrarroja con el detector de calor que mueve despacio en la oscuridad, en un barrido horizontal, como una varita, como una varita mágica. En el visor posterior del ligero tubo de PVC de color verde oliva aparece una línea intermitente de lucecitas de color rojo vivo cuando el aparato detecta las diferencias entre la temperatura de superficie del ser de sangre caliente y del suelo.

Es Puerco, y su cuerpo es un objeto que puede abandonar cuando le apetezca sin que nadie lo vea. Nadie lo ve en este momento, en la oscuridad de la noche vacía, sosteniendo el detector de infrarrojos como si fuera un nivel mientras éste capta el calor que irradia de la carne viva y lo avisa con sus lucecitas brillantes que desfilan en línea recta por el cristal oscuro.

Probablemente se trate de un mapache.

«Bicho idiota». Puerco le habla en silencio y se sienta con las piernas cruzadas sobre el suelo arenoso, sin dejar de mirar por el visor. Observa las brillantes lucecitas que cruzan la lente de un lado a otro por el extremo del tubo opuesto al que enfoca la cosa.

Explora el arcén en sombras y siente a sus espaldas la presencia de la vieja casa en ruinas, nota su atracción. Tiene la cabeza embotada por culpa de los tapones para los oídos y se oye a sí mismo respirar, igual que cuando uno respira por un tubo bajo el agua, sumergido y silencioso, sin que se oiga nada más que la propia respiración, rápida y superficial. No le gustan los tapones, pero es importante llevarlos.

«Ya sabes lo que va a suceder ahora —se dice—. Como si no lo supieras».

Contempla la forma gorda y oscura que avanza arrastrándose, casi pegada al suelo. Se mueve igual que un gato grueso y peludo, cosa que tal vez sea. Muy despacio, la forma se abre paso entre cañas, grama y juncos, entrando y saliendo de las densas sombras bajo las siluetas espinosas de los alargados pinos y los restos quebradizos de los árboles muertos. Observa la cosa, observa las luces rojas que serpentean en el interior de la lente. La cosa es poco inteligente, porque la brisa que sopla en contra le impide captar el olor de quien la vigila y no ser más que una idiota.

Puerco apaga el detector de infrarrojos y se lo pone sobre las rodillas. Luego toma su Mossberg 835 Ulti-Mag con acabado de camuflaje; nota la culata dura y fría contra la mejilla al alinear la mira de tritio con el ser.

«¿Adónde crees que vas?», se burla.

El ser no echa a correr. Qué idiota.

«Adelante. Corre. A ver».

El ser continúa avanzando torpemente, ajeno a todo, pegado al suelo.

Puerco siente que el corazón le late fuerte y pausadamente; percibe su propia respiración, rápida, mientras sigue al ser con el verde luminoso de la mira. Aprieta el gatillo y el estruendo de la escopeta taladra el silencio de la noche. El ser da una sacudida y se queda inmóvil en el suelo. Puerco se quita los tapones de los oídos y escucha con atención esperando un grito o un gemido, pero no oye nada, sólo el tráfico de la Sur 27 a lo lejos y el roce de sus propios pies al incorporarse y estirar las piernas para desentumecerse.

Con movimientos lentos, recoge el casquillo, se lo guarda en un bolsillo y echa a andar cruzando el arcén. Activa el percutor de la escopeta y al instante la luz de tiro ilumina la criatura.

Es un gato, peludo y rayado, con el vientre hinchado. Lo empuja para darle la vuelta. Se trata de una hembra preñada. Estudia la posibilidad de pegarle otro tiro. Escucha con atención. Nada, ni un movimiento, ni un ruido, ni un solo signo de vida. Probablemente el ser se dirigía sigilosamente hacia la casa en ruinas en busca de comida. Reflexiona sobre el detalle de que el ser haya olido la comida; si creía que había comida en la casa, seguramente es porque se puede detectar la ocupación reciente de la misma. Sopesando tal posibilidad, pone el seguro, se echa la escopeta al hombro y coloca el antebrazo sobre la culata, como un leñador con el hacha al hombro. Contempla el ser muerto y piensa en la figura del leñador de madera que había en La Tienda de Navidad, aquel grande situado junto a la puerta.

—Qué idiota —dice, pero no hay nadie que pueda oírlo, sólo el ser muerto.

—No, el idiota eres tú —resuena la voz de Dios detrás de él.

Se quita los tapones de los oídos y gira en redondo. Allí está ella, de negro, una figura negra y fluida a la luz de la luna.

—Te dije que no hicieras eso —dice ella.

—Aquí no lo oye nadie —protesta él, pasándose la escopeta al otro hombro y viendo al leñador de madera como si lo tuviera delante.

—No pienso repetírtelo.

—No sabía que estuvieras aquí.

—Sabes dónde estoy si a mí me apetece que lo sepas.

—Te he traído dos ejemplares de Campo y río. Y el papel, el papel láser brillante.

—Te dije que me trajeras seis en total incluidos los dos de La pesca con mosca y otros dos de Revista de pesca.

—Los he robado. Era muy difícil traer seis de una sola vez.

—Pues entonces vuelve. ¿Cómo puedes ser tan imbécil?

Ella es Dios. Tiene un coeficiente intelectual de ciento cincuenta.

—Harás lo que yo te diga.

Dios es una mujer; es ella, no hay otra. Se convirtió en Dios después de que él cometiera aquella maldad y fuera enviado lejos, muy lejos, a un lugar en el que hacía frío y nevaba constantemente. Cuando regresó ella ya se había transformado en Dios y le dijo que él era su mano. La mano de Dios.

Contempla cómo se va Dios, cómo se funde en la noche. Oye el ruido del motor y a ella que se va volando, volando por la autopista. Y se pregunta si alguna vez volverá a tener relaciones sexuales con él. Piensa todo el tiempo en ello. Cuando se transformó en Dios, no quiso tener relaciones sexuales con él. La de ellos es una unión sagrada, le explica. Ella tiene relaciones sexuales con otras personas pero no con él, porque él es su mano. Se ríe de él, dice que no le es posible tener relaciones sexuales con su propia mano. Sería como tener relaciones consigo misma. Y se echa a reír.

—Qué idiota has sido, ¿no? —le dice Puerco al ser preñado y muerto que yace en el suelo.

Tiene ganas de sexo. Lo desea ahora mismo, mientras contempla al ser muerto y lo empuja de nuevo con la bota pensando en Dios y en verla desnuda, recorriendo su cuerpo con las manos.

—Ya sé que lo deseas, Puerco.

—Sí —afirma él—. Lo deseo.

—Ya sé dónde quieres poner las manos. No me equivoco, ¿verdad?

—No.

—Quieres ponerlas donde yo permito que las pongan otras personas, ¿verdad?

—Ojalá no se lo permitieras a nadie. Sí, eso deseo.

Ella lo obliga a pintar las huellas de manos de color rojo en lugares que no quiere que toquen otras personas, lugares en los que puso las manos él cuando cometió aquella maldad y lo enviaron lejos, a aquel lugar frío en el que nieva, aquel lugar en el que lo metieron en la máquina y reordenaron sus moléculas.