La pizarra electrónica del aula 1A está ocupada por entero por una fotografía en color de un torso masculino. Lleva la camisa desabrochada y tiene un cuchillo enorme hundido en el velludo pecho.
—Suicidio —apunta uno de los alumnos voluntarios desde su pupitre.
—Tenemos otro dato. Aunque no se puede deducir a partir de la foto —explica Scarpetta a los dieciséis estudiantes de esta clase de la Academia—. Presenta múltiples heridas de arma blanca.
—Homicidio. —El alumno cambia rápidamente su respuesta y todo el mundo rompe a reír.
Scarpetta pone la diapositiva siguiente, en la que se ven múltiples heridas agrupadas cerca de la que resultó fatal.
—Parecen superficiales —aventura otro alumno.
—¿Y el ángulo? Si el tipo se hubiera suicidado, ¿no deberían ser oblicuas las heridas?
—No necesariamente, pero tengo una pregunta —replica Scarpetta desde la tarima que hay en la cabecera del aula—. ¿Qué nos dice esta camisa desabrochada?
Silencio.
—Si uno va a clavarse un cuchillo, ¿lo haría sin quitarse la ropa? —pregunta—. Y, a propósito, tiene razón. —Se dirige al alumno que ha hecho el comentario acerca de lo superficial de las heridas—. La mayoría de los cortes apenas han desgarrado la piel. —Los señala en la pantalla—. Son lo que llamamos «marcas de vacilación».
Los alumnos toman apuntes. Son un puñado de personas inteligentes y entusiastas, de diversa formación y procedentes de distintas partes del país, dos de ellos de Inglaterra. Varios son detectives que desean recibir una formación forense intensiva en criminología. Otros son investigadores forenses que desean lo mismo. Algunos son ex universitarios que estudian para sacarse un título superior en psicología, biología nuclear y microscópica. Uno es suplente de un fiscal de distrito que quiere más condenas en los tribunales.
Proyecta otra diapositiva en la pizarra electrónica, esta vez una particularmente horripilante de un hombre al que se le están saliendo los intestinos por una gran incisión en el abdomen. Varios de los alumnos dejan escapar un gemido. Uno exclama: «¡Ay!».
—¿Quién de ustedes conoce el seppuku? —pregunta Scarpetta.
—Es lo mismo que el haraquiri —dice una voz desde la puerta.
Se trata del doctor Joe Amos, miembro este año de la Junta de Gobierno de Patología Forense, que entra como si ésta fuera su clase. Es alto y desgarbado, con una mata revuelta de pelo negro, una barbilla larga y puntiaguda y unos ojos oscuros y brillantes. A Scarpetta le recuerda un pajarraco, un cuervo.
—No quisiera interrumpir —dice, pero lo hace de todos modos—. Este tipo —señala con un gesto de cabeza la imagen horrorosa que llena la pantalla— agarró un cuchillo de caza grande, se lo clavó en un lado del abdomen y se lo desgarró hasta el otro lado. Eso sí que es motivación.
—¿El caso era suyo, doctor Amos? —inquiere una alumna, y guapa.
El doctor Amos se acerca a ella dándose aires de hombre muy serio e importante.
—No. Sin embargo, lo que debe recordar es lo siguiente: la forma de distinguir entre un suicidio y un homicidio es que, si se trata de suicidio, la persona se corta el abdomen en sentido horizontal y luego hacia arriba, para formar la clásica L del haraquiri. Pero no es eso lo que estamos viendo en este caso.
Dirige la atención de los alumnos hacia la pantalla.
Scarpetta domina su cólera.
—En un homicidio resulta más bien difícil hacer eso —añade el doctor Amos.
—Esta herida no tiene forma de L.
—Exactamente —contesta Amos—. ¿Quién quiere votar a favor de un homicidio?
Unos cuantos alumnos levantan la mano.
—Yo también voto por eso —declara Amos con mucho aplomo.
—Doctor Amos, ¿cuánto se supone que tardó en morir?
—Puedes sobrevivir unos minutos, sin duda te desangras muy rápidamente. Doctora Scarpetta, quisiera hablar un minuto con usted. Lamento interrumpir —les dice a los alumnos.
Ambos salen al pasillo.
—¿De qué se trata? —pregunta Scarpetta.
—El horrible lugar del delito que hemos programado para esta tarde —contesta Amos—. Me gustaría aderezarlo un poco.
—¿No podría esperar a que termine la clase?
—Bueno, se me ha ocurrido que podría usted conseguir que se presente voluntario uno de los alumnos. Harán cualquier cosa que les pida.
Scarpetta hace caso omiso del halago.
—Pregunte si alguno de ellos está dispuesto a participar esta tarde en esa reconstrucción, pero no puede revelar los detalles delante de todos.
—¿Y cuáles son los detalles, exactamente?
—Estaba pensando en Jenny. Podría dejarle saltarse su clase de las tres para ayudarme. —Se refiere a la alumna guapa que le ha preguntado si el caso del eviscerado era suyo.
Scarpetta los ha visto juntos en más de una ocasión. Joe está comprometido, pero1 eso no parece ser un obstáculo para que se muestre bastante amistoso con las alumnas atractivas, por más que la Academia lo prohíba. Hasta el momento no lo han sorprendido cometiendo ninguna infracción imperdonable, y en cierto modo Scarpetta desearía que lo hubieran hecho. Le encantaría librarse de él.
—Haremos que represente el papel de criminal —explica Amos en voz baja, ilusionado—. Parece tan inocente, tan encantadora. Tomamos dos alumnos cada vez, hacemos que entren en el lugar donde se ha cometido un homicidio cuya víctima ha recibido múltiples disparos mientras estaba en el cuarto de baño. Esto ocurre en la habitación de un motel, por supuesto, y entonces entra Jenny haciendo de mujer destrozada, histérica. Es la hija del muerto. Veremos si los alumnos bajan la guardia.
Scarpetta guarda silencio.
—Naturalmente, en el lugar habrá unos cuantos policías. Digamos que andan por ahí mirando, creyendo que el autor de los disparos ha huido. De lo que se trata es de ver si alguien es lo bastante inteligente para cerciorarse de que esa chica tan mona no es la persona que acaba de matar a tiros a la víctima, su padre, mientras iba al baño. ¿Y sabes una cosa? Resulta que ha sido ella. Los demás bajan la guardia, ella saca una pistola, empieza a disparar, y se la llevan. Y voila. El clásico caso de suicidio por medio de la policía.
—Puedes pedírselo a Jenny tú mismo después de la clase —dice Scarpetta mientras intenta decidir por qué le resulta familiar esa situación.
Joe está obsesionado con las reconstrucciones de crímenes, una innovación de Marino, escenas extremas, parodias que se supone que deben ser un reflejo de los riesgos auténticos y los detalles desagradables de los casos reales de muerte. A veces piensa que Joe debería abandonar la patología forense y vender su alma a Hollywood. Si es que tiene alma. La situación hipotética que acaba de proponer le recuerda algo.
—Genial, ¿no crees? —dice Joe—. Podría ocurrir en la vida real.
Entonces se acuerda. De hecho, ocurrió en la vida real.
—Tuvimos un caso así en Virginia —recuerda—. Cuando yo estaba de jefa.
—¿De veras? —responde Joe, sorprendido—. Imagino que no hay nada nuevo bajo el sol.
—Y, a propósito, Joe —continúa Scarpetta—, en la mayor parte de los casos de seppuku, de haraquiri, la causa de la muerte es un paro cardíaco a consecuencia de un súbito colapso producido por una caída repentina de la presión intraabdominal debida a la evisceración. No el hecho de desangrarse.
—¿Era tuyo el caso? ¿Ése de ahí dentro? —Indica el aula.
—Mío y de Marino. Hace varios años. Y otra cosa —añade—: Es un suicidio, no un homicidio.