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El reloj de pared que hay encima de la estantería marca las doce y media y, al otro lado de la mesa de Kay Scarpetta, el abogado que representa a un niño que probablemente ha asesinado a su hermano, un bebé, no está dándose ninguna prisa en examinar los papeles.

Dave es joven, moreno, con buena facha, uno de esos hombres cuyas facciones irregulares por alguna razón encajan perfectamente con un resultado apabullante. Es famoso por su extravagancia en el terreno de la negligencia profesional y cada vez que viene a la Academia las secretarias y las alumnas de pronto encuentran motivos para pasar por delante del despacho de Scarpetta, excepto Rose, por supuesto. Rose lleva quince años siendo la secretaria de Scarpetta, ha rebasado con creces la edad de jubilación y no es precisamente vulnerable a los encantos masculinos a no ser que se trate de los de Marino. Éste es, probablemente, el único hombre cuyos coqueteos tolera Rose, y Scarpetta descuelga el teléfono para preguntarle a ella dónde está Marino; se supone que debía asistir a esta reunión.

—Anoche intenté localizarlo —le dice a Rose por teléfono—. Varias veces.

—Déjeme a ver si yo puedo dar con él —responde Rose—. Últimamente se ha comportado de un modo un tanto extraño.

—No sólo últimamente.

Dave está estudiando el informe de una autopsia con la cabeza inclinada hacia atrás y las gafas de montura de hueso apoyadas en la punta de la nariz.

—Estas últimas semanas ha sido peor. Tengo la sensación de que se trata de una mujer.

—A ver si logra localizarlo.

Cuelga y mira si al otro lado de su mesa Dave está preparado para continuar con sus perjudiciales preguntas acerca de otra muerte difícil que está convencido de poder resolver a cambio de unos honorarios sustanciales. A diferencia de la mayoría de los departamentos de policía, que solicitan la ayuda gratuita de los expertos científicos y médicos de la Academia, por lo general los abogados pagan y, por tanto, la mayoría de los clientes que pueden pagar representa a personas que son de lo más culpable.

—¿No viene Marino? —pregunta Dave.

—Estamos intentando localizarlo.

—Tengo una declaración dentro de menos de una hora. —Pasa una página del informe—. En mi opinión, a fin de cuentas, los resultados de la investigación apuntan a un impacto y nada más.

—No pienso testificar eso en el juicio —dice Scarpetta mirando el informe, los detalles de una autopsia que no ha realizado ella—. Lo que diré es que, si bien un hematoma subdural puede deberse a un impacto, en este caso a la presunta caída del sofá al suelo de baldosa, es sumamente improbable; lo más probable es que se deba a una violenta sacudida que genera fuerzas de ruptura en la cavidad craneal, hemorragia subdural y lesión de la columna vertebral.

—En cuanto a las hemorragias de la retina, ¿no estamos de acuerdo en que también pueden ser causadas por un trauma, como el choque de la cabeza contra el suelo de baldosa, que da como resultado una hemorragia subdural?

—En una caída desde poca altura como ésta, en absoluto. Una vez más, resulta más probable que la causa esté en que la cabeza se sacudió adelante y atrás. Tal como dice claramente el informe.

—Me parece que no me estás ayudando mucho, Kay.

—Si no quieres una opinión imparcial, deberías buscar a otro experto.

—No hay otro experto. Tú no tienes rival. —Sonríe—. ¿Y qué me dices de una deficiencia de vitamina K?

—Si tienes una muestra de sangre tomada antes de la muerte que revele una deficiencia de vitamina K… —replica Scarpetta—. Si andas buscando duendecillos.

—El problema es que no tenemos esa sangre ante mortem. El niño no sobrevivió lo bastante para llegar al hospital.

—Es un problema, sí.

—Bien, es imposible demostrar que el niño haya sufrido sacudidas. Decididamente no está claro y es improbable. Al menos eso sí que podrás decirlo.

—Lo que está claro es que una madre no encarga a su hijo de catorce años que cuide de su hermano recién nacido cuando ese chico ya ha pasado dos veces por el tribunal de menores por haber agredido a otros niños y posee un temperamento explosivo legendario.

—Y eso no lo vas a decir.

—No.

—Mira, lo único que te pido es que señales que no existen pruebas irrefutables de que este niño haya sufrido sacudidas.

—También señalaré que no hay pruebas irrefutables de lo contrario y que no encuentro fallo alguno en el informe de la autopsia en cuestión.

—La Academia es genial —dice Dave levantándose de su asiento—. Pero vosotros me estáis poniendo de los nervios. Marino no se ha presentado y ahora tú me dejas colgado.

—Lo siento por lo de Marino —dice Scarpetta.

—Tal vez deberías controlarlo mejor.

—Eso no es tan fácil que digamos, v Dave se remete su atrevida camisa de rayas, se endereza la audaz corbata de seda y se pone la americana de seda hecha a medida. Por último, ordena los papeles en el maletín de piel de cocodrilo.

—Corre el rumor de que estás investigando el caso de Johnny Swift —dice a continuación, haciendo chasquear los cierres de plata.

Scarpetta se queda perpleja. No tiene ni idea de cómo puede haberse enterado Dave de eso.

Lo que dice es:

—Tengo por costumbre prestar escasa atención a los rumores, Dave.

—Su hermano es el dueño de uno de mis restaurantes preferidos de South Beach. Irónicamente, se llama Rumores —agrega—. Verás, Laurel ha tenido algún que otro problema.

—Yo no sé nada sobre él.

—Una persona que trabaja en su restaurante está haciendo circular la historia de que Laurel mató a Johnny por dinero, por lo que fuera que Johnny le dejaba en su testamento. Afirma que Laurel tiene aficiones que no puede permitirse.

—Eso suena a bulo. O tal vez sea alguien que le guarda rencor.

Dave va hasta la puerta.

—No he hablado con esa persona. Siempre que lo intento no está. Personalmente, pienso que Laurel es un tipo de lo más agradable. Simplemente, me parece mucha coincidencia que yo empiece a oír rumores y vaya y se abra de nuevo el caso de Johnny.

—No me consta que estuviera cerrado —dice Scarpetta.

Los copos de nieve caen gélidos y afilados, las aceras y las calles están cubiertas de escarcha blanca. Se ve poca gente.

Lucy camina a paso vivo, tomándose a sorbitos un café con leche humeante, en dirección a la Anchor Inn, donde se hospedó hace unos días usando un nombre falso para poder ocultar su Hummer alquilado. No lo ha aparcado ni una sola vez junto a la casa porque no le interesa que los desconocidos sepan qué coche conduce. Vira para tomar por una estrecha avenida que describe una curva antes de llegar al aparcamiento situado sobre el agua, donde encuentra el Hummer cubierto de nieve. Desbloquea las puertas, enciende el motor y conecta el sistema de calefacción. El manto blanco que cubre las ventanillas le produce la fresca y sombreada sensación de encontrarse en el interior de un iglú.

Está llamando a uno de sus pilotos cuando de repente ve una mano enguantada que empieza a limpiar la nieve del cristal del lado del conductor y un rostro con una capucha negra que llena la ventanilla. Corta la llamada y deja el teléfono en el asiento.

Se queda mirando fijamente a Stevie y luego baja la ventanilla, mientras su mente evalúa a toda prisa un montón de posibilidades. No es nada bueno que Stevie la haya seguido hasta aquí. Es muy malo que ella no se haya dado cuenta de que la seguían.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta Lucy.

—Sólo quería decirte una cosa.

La cara de Stevie tiene una expresión que resulta difícil de descifrar. Puede que esté a punto de llorar y se sienta profundamente turbada y dolida, o puede que sea el viento frío y cortante que sopla desde la bahía lo que hace que le brillen tanto los ojos.

—Eres la persona más alucinante que he conocido nunca —dice Stevie—. Creo que eres mi heroína. Mi nueva heroína.

Lucy no está segura de si Stevie está burlándose de ella. Puede que no.

—Stevie, tengo que irme al aeropuerto.

—Aún no han empezado a cancelar vuelos. Pero se supone que el resto de la semana va a ser terrible.

—Gracias por darme el parte del tiempo —contesta Lucy, provocando una mirada feroz y desconcertante en los ojos de Stevie—. Oye, perdóname. No ha sido mi intención herir tus sentimientos.

—No lo has hecho —repuso Stevie, como si la oyera por primera vez—. En realidad, no creía que te gustase. Quería verte para decírtelo. Oculto en algún rincón de tu mente, lo recordarás en un día lluvioso. Sí, nunca he creído que te gustase de verdad.

—No dejas de decir eso.

—Tiene gracia. Te presentas tan segura de ti misma, arrogante en realidad. Dura y distante. Pero ya veo que no eres así por dentro. Es curioso que las cosas resulten ser tan diferentes de lo que uno espera.

Está colándose la nieve en el Hummer, humedeciendo el interior.

—¿Cómo me has encontrado? —pregunta Lucy.

—Volví a tu casa, pero ya te habías ido. He seguido tus pisadas en la nieve y me han conducido hasta aquí. ¿Qué número calzas? ¿Un treinta y ocho? No ha sido difícil.

—En fin, siento lo de…

—Por favor —la interrumpe Stevie con intensidad, con fuerza—. Ya sé que no soy simplemente otra muesca en tu cinturón, como dicen.

—No me interesan esas cosas —dice Lucy, pero no es cierto.

Lo sabe, aunque jamás se lo habría dicho de ese modo. Se siente mal por Stevie. Se siente mal por su tía, por Johnny, por todas las personas a las que les ha fallado.

—Hay quien dirá que tú sí que eres una muesca en mi cinturón —comenta Stevie en tono jocoso, seductor, y Lucy no desea experimentar la misma sensación de nuevo.

Stevie es otra vez la persona segura de sí misma, otra vez la mujer llena de secretos, otra vez increíblemente atractiva.

Lucy hace un esfuerzo para meter la marcha atrás mientras sigue colándose la nieve. Le duele la cara por el aguijoneo de la nieve y del viento que sopla desde el agua.

Stevie rebusca en el bolsillo de su abrigo, saca un papelito y se lo pasa por la ventanilla abierta.

—Es mi número de teléfono —dice.

El código de zona es el 617, el área de Boston. Stevie no le había dicho en ningún momento dónde vivía; Lucy tampoco se lo había preguntado.

—Eso es todo lo que quería decirte —dice Stevie—. Y feliz San Valentín.

Se miran la una a la otra a través de la ventanilla abierta, con el motor ronroneando, la nieve cayendo y adhiriéndose al abrigo negro de Stevie. Es preciosa, y Lucy siente lo mismo que sintió en Lorraine’s. Creía que la sensación había desaparecido. Pero vuelve a notarla.

—Yo no soy como las demás —le asegura Stevie mirándola a los ojos.

—Es cierto.

—Mi número de móvil —dice Stevie—. De hecho vivo en Florida. Cuando salí de Harvard no me tomé la molestia de cambiar mi número de móvil. No importa. Es por los minutos gratis, ya sabes.

—¿Has ido a Harvard?

—No suelo mencionarlo. Puede enfriar a la gente.

—¿En qué parte de Florida vives?

—En Gainesville —responde Stevie—. Feliz San Valentín —repite—. Espero que sea el más especial de toda tu vida.