Media hora después, Lucy se cierra la cremallera del anorak de esquí y se guarda la pistola y dos cargadores en un bolsillo.
Cierra la casa con llave y baja los peldaños de madera cubiertos de nieve para luego enfilar la calle, reflexionando acerca de Stevie y de su inexplicable comportamiento, de ese sentimiento de culpa. Piensa en Johnny y también ella se siente culpable cuando se acuerda de San Francisco, del día en que él la llevó a cenar y la tranquilizó diciéndole que todo iría bien.
—No te va a pasar nada malo —le prometió.
—No puedo vivir así —dijo ella.
Era la noche de las chicas en el restaurante Mecca de la calle Market y el local estaba abarrotado de mujeres, mujeres atractivas que parecían felices y seguras de sí mismas, satisfechas. Lucy se sentía observada y eso la molestaba de un modo inusual.
—Quiero hacer algo al respecto ya —dijo—. Mírame.
—Lucy, estás estupenda.
—No estaba tan gorda desde los diez años.
—Si dejas de tomar la medicación…
—Me marea y me deja agotada.
—No pienso permitir que cometas una imprudencia. Tienes que confiar en mí.
Johnny le sostuvo la mirada a la luz de las velas. Su rostro permanecerá para siempre en su recuerdo con la expresión de aquella noche. Johnny era guapo. Tenía unas facciones agradables y unos ojos poco corrientes, del mismo color que los tigres, y Lucy no era capaz de ocultarle nada. Johnny sabía todo lo que había que saber, de todas las formas que cabía imaginar.
La soledad y la culpabilidad la siguen mientras prosigue hacia el oeste por la nevada acera a lo largo de la bahía de cabo Cod. Huyó. Se acuerda de cuando se enteró de la muerte de Johnny. Se enteró como no debería enterarse nadie: por la radio.
«En un apartamento de Hollywood han hallado muerto de un disparo a un prestigioso médico, en lo que fuentes cercanas a la investigación afirman que se trata de un posible suicidio…».
No tenía a nadie a quien preguntar. Se suponía que ella no conocía a Johnny y que jamás había visto a su hermano Laurel ni a ninguno de los amigos de ambos, así que, ¿a quién podía preguntar?
En ese momento vibra su teléfono móvil. Se cala el auricular en el oído y contesta.
—¿Dónde estás? —pregunta Benton.
—Caminando en medio de una ventisca, en Ptown. Bueno, no es una ventisca literalmente; está empezando a amainar. —Está mareada, un poco resacosa.
—¿Algo interesante que contar?
Lucy piensa en la noche pasada y se siente desconcertada y avergonzada.
Pero lo que responde es:
—Sólo que la última vez que estuvo aquí, la semana antes de morir, tuvo compañía. Por lo visto, vino justo después de operarse y después se marchó a Florida.
—¿Lo acompañó Laurel?
—No.
—¿Cómo se las arregló solo?
—Como digo, por lo visto no estaba solo.
—¿Quién te lo ha contado?
—Un camarero. Al parecer conoció a una persona.
—¿Sabemos de quién se trata?
—De una mujer. Una chica mucho más joven.
—¿Sabes su nombre?
—Jan, no sé más. Johnny estaba molesto porque la intervención no había ido demasiado bien, como sabes. La gente hace muchas cosas cuando tiene miedo y no se siente bien consigo misma.
—¿Cómo te sientes tú?
—Bien —miente Lucy.
Era una cobarde. Era una egoísta.
—Por la voz no pareces estar muy bien —comenta Benton—. Lo que le sucedió a Johnny no es culpa tuya.
—Huí del problema. No hice nada en absoluto.
—¿Por qué no vienes a pasar una temporada con nosotros? Kay va a quedarse aquí una semana. Nos encantaría verte. Ya buscaremos un rato de intimidad para hablar tú y yo —promete Benton el psicólogo.
—No quiero verla. Házselo entender de algún modo.
—Lucy, no puedes seguir haciéndole esto.
—No es mi intención hacer daño a nadie —responde Lucy pensando de nuevo en Stevie.
—Entonces dile la verdad. Es así de sencillo.
—Me has llamado tú. —Cambia bruscamente de tema.
—Necesito que me hagas un favor lo antes posible —dice Benton—. Estoy hablando por una línea segura.
—A no ser que haya alguien por aquí con un sistema capaz de interceptar la señal, yo también. Adelante.
Benton le habla de un asesinato que por lo visto se cometió en una especie de tienda de artículos de Navidad, supuestamente en el área de Las Olas, hace más o menos dos años y medio. Le cuenta todo lo que le ha contado Basil Jenrette. Dice que Scarpetta no recuerda ningún caso parecido, pero que, por aquellas fechas, ella no trabajaba en el sur de Florida.
—La información proviene de un sociópata —le recuerda—, así que no me hago ilusiones de que nos sirva para algo.
—¿A la presunta víctima de la tienda de artículos de Navidad le sacaron los ojos?
—De eso no me ha dicho nada. No he querido hacerle demasiadas preguntas hasta haber podido comprobar la veracidad de esta historia. ¿Puedes pasarla por el HIT, a ver qué encuentras?
—Me pondré manos a la obra en el avión —responde Lucy.