A primera hora de la mañana siguiente la nieve cae oblicuamente sobre la bahía de cabo Cod y se derrite cuando toca el agua. Apenas cubre la cuña de playa de color tostado que se extiende frente a las ventanas de la casa de Lucy, pero se amontona en los tejados cercanos y en el balcón de su dormitorio. Lucy se sube el edredón hasta la barbilla y pasea la mirada por el agua y la nieve, molesta por tener que levantarse y enfrentarse a la mujer que está durmiendo a su lado, Stevie.
No tendría que haber ido anoche a Lorraine’s. Lamenta haber ido, no puede dejar de lamentarlo. Está asqueada de sí misma y deseosa de salir de esta casa diminuta, con su porche todo alrededor y su tejado de guijarros, los muebles sin lustre a causa del interminable desfile de inquilinos, la cocina, pequeña y con olor a humedad, llena de electrodomésticos anticuados. Contempla cómo la mañana juega con el horizonte tiñéndolo de diversos tonos de gris y cómo la nieve cae casi con la misma intensidad que anoche. Piensa en Johnny. Johnny vino aquí, a Provincetown, una semana antes de morir, y conoció a alguien. Debería haber averiguado ese dato hace mucho tiempo, pero es que no podía. No podía afrontarlo. Contempla la respiración regular de Stevie.
—¿Estás despierta? —pregunta Lucy—. Tienes que levantarte.
Contempla la nieve, los patos que nadan en la superficie agitada y plomiza de la bahía, asombrada de que no se congelen. A pesar de lo que sabe acerca de las propiedades aislantes del plumón, aun así le cuesta trabajo creer que una criatura de sangre caliente pueda flotar cómodamente en el agua gélida en medio de una ventisca. Tiene frío bajo el edredón, está helada, se siente rechazada e incómoda en bragas y sujetador y con la camisa abotonada.
—Stevie, despierta. Tengo que irme —dice levantando la voz.
Stevie no se mueve siquiera, su espalda sube y baja suavemente con cada lenta inspiración, y Lucy se siente enferma de remordimiento, molesta y asqueada porque al parecer no es capaz de dejar de hacer esto, esto que tanto odia.
Lleva casi un año diciéndose que nunca más, y luego se presentan noches como la pasada. No es inteligente ni lógico y siempre termina lamentándolo, siempre, porque resulta degradante, y luego tiene que salir como puede de la situación y contar más mentiras. No le queda otro remedio. Su vida ya no le permite escoger; está demasiado metida para escoger algo distinto y hay decisiones que ya han tomado otros por ella. Sigue sin poder creérselo. Se toca los senos sensibles y el vientre hinchado para cerciorarse de que es verdad, y sigue sin asimilarlo. ¿Cómo puede haberle sucedido esto a ella?
¿Cómo puede estar muerto Johnny?
Nunca llegó a investigar lo que le ocurrió a Johnny. Se marchó y se llevó consigo sus secretos.
«Lo siento», piensa, con la esperanza de que, dondequiera que él se encuentra, sepa lo que está pensando, tal como hacía, sólo que de un modo distinto. A lo mejor ahora es capaz de leer sus pensamientos. A lo mejor entiende por qué ella se mantuvo alejada y simplemente aceptó que él se lo había hecho a sí mismo. A lo mejor estaba deprimido. A lo mejor se sentía destrozado. Lucy nunca creyó que lo hubiera matado su hermano; no aceptaba la posibilidad de que lo hubiera hecho otra persona. Y entonces Marino recibió esa llamada, esa llamada amenazadora del tal Puerco.
—Tienes que levantarte —le dice a Stevie.
Lucy alarga el brazo para coger la pistola Cok Mustang 380 que descansa sobre la mesilla de noche.
—Vamos, despierta.
En la celda de Basil Jenrette, el preso está tumbado en su cama de acero con una delgada manta por encima, de las que no desprenden gases venenosos como el cianuro si se declara un incendio. El colchón es delgado y duro, y si se declara un incendio no produce emanaciones de gases letales. La inyección habría sido desagradable; la silla eléctrica, peor; pero la cámara de gas, no. La asfixia, el no poder respirar, la sensación de ahogo. «Dios, no».
Al mirar el colchón mientras se hace la cama piensa en los incendios y en la imposibilidad de respirar. Ahora no está tan mal; por lo menos él nunca le ha hecho a nadie eso que hacía su profesor de piano hasta que Basil dejó de asistir a sus clases. Le daba igual lo mucho que lo azotara su madre con el cinturón. Dejó las clases y no quiso volver a pasar ni una sola vez más por el trance de llegar a sentir arcadas, de ahogarse, de casi asfixiarse. No pensaba mucho en ello hasta que surgió el tema de la cámara de gas. A pesar de que él sabía cómo ejecutan a la gente aquí, en Gainesville, con la inyección, los guardias le amenazaban con la cámara de gas, silbaban y soltaban risotadas cuando él se acurrucaba en la cama y se poma a temblar.
Ahora ya no tiene que preocuparse por la cámara de gas ni por ninguna otra forma de ejecución. Ahora forma parte de un proyecto científico.
Escucha por si oye abrirse el cajón que hay en la parte inferior de la puerta de acero, por si oye deslizarse la bandeja del desayuno.
No ve que fuera hay luz porque no tiene ventana, pero sabe que es el amanecer por los sonidos de los guardias que hacen la ronda y los cajones que se abren y se cierran de golpe para otros reclusos que reciben huevos, a veces fritos, otras revueltos, con tocino y galletas. Le llega el olor de la comida mientras está tendido en la cama bajo su manta inocua y sobre su inocuo colchón, y piensa en su correo. Tienen que dárselo. Está furioso y ansioso como nunca. Oye unas pisadas y aparece de pronto el rostro negro y gordinflón de Tío Remus detrás de la abertura con malla que hay en la parte superior de la puerta.
Así es como lo llama Basil: Tío Remus. Por llamarlo así han dejado de entregarle el correo. Lleva un mes sin recibirlo.
—Quiero mi correo —le dice a la cara a Tío Remus, que sigue detrás de la malla—. Me asiste el derecho constitucional de que me sea entregado.
—¿Qué te hace pensar que alguien quiera escribir a un tipejo como tú? —replica la cara de detrás de la malla.
Basil no acierta a distinguir gran cosa, tan sólo la forma oscura del rostro y la humedad de unos ojos vueltos hacia él. Sabe qué hacer con los ojos, cómo sacarlos para que no lo miren con ese brillo, para que no vean lugares que no deben ver antes de oscurecerse y enloquecer, antes de que él casi llegue a asfixiarse. Aquí dentro, en su celda de suicida, no puede hacer gran cosa, y la rabia y el desasosiego le retuercen el estómago como si fuera un trapo de cocina.
—Sé que tengo correo —dice Basil—. Quiero que me lo entreguen.
El rostro desaparece y acto seguido se abre el cajón. Basil se levanta de la cama, recoge su bandeja y el cajón vuelve a cerrarse con un golpe metálico al pie de la gruesa puerta de acero gris.
—Espero que nadie haya escupido en la comida —dice Tío Remus a través de la malla—. Disfruta del desayuno.
El suelo de anchas tablas está frío al contacto con los pies descalzos de Lucy cuando ésta regresa al dormitorio. Stevie sigue dormida bajo las mantas y Lucy deja dos cafés sobre la mesilla de noche y mete una mano bajo el colchón para palpar los cargadores de la pistola. Es posible que anoche fuese un poco temeraria, pero no tanto como para dejar la pistola cargada habiendo una desconocida en casa.
—Stevie —repite—. Vamos. Despierta. ¡Eh!
Stevie abre los ojos y mira fijamente a Lucy, que está de pie junto a la cama insertando un cargador en la pistola.
—Menudo susto da ver eso —dice Stevie bostezando.
—Tengo que irme. —Lucy le da un café.
Stevie se queda mirando el arma.
—Debes de fiarte de mí para haber dejado eso ahí, sobre la mesilla, toda la noche.
—¿Y por qué no habría de fiarme de ti?
—Supongo que los abogados estáis muy preocupados por todas esas personas a las que destrozáis la vida —contesta Stevie—. En los tiempos que corren, nunca se conoce suficientemente a la gente.
Lucy le ha dicho que es una abogada de Boston. Probablemente Stevie piensa un montón de cosas que no son ciertas.
—¿Cómo has sabido que me gusta el café solo?
—No lo sabía —responde Lucy—. No tengo en casa leche ni crema. De verdad, tengo que irme.
—Pues yo creo que deberías quedarte. Apuesto a que consigo que merezca la pena. No hemos terminado, ¿no crees? Me emborrachaste y me colocaste de tal manera que no llegué a quitarte la ropa. Es la primera vez que me ocurre.
—Por lo visto, para ti ha sido la primera vez en muchas cosas.
—Tú no te quitaste la ropa —le recuerda Stevie tomándose el café a sorbos—. Eso sí que es nuevo.
—Tú no estabas exactamente por la labor.
—Estaba lo bastante por la labor como para intentarlo. No es demasiado tarde para volver a hacerlo.
Se incorpora y se acomoda contra las almohadas. El edredón se desliza hasta caer por debajo de sus pechos, los pezones duros de frío. Sabe exactamente con qué cuenta y lo que tiene que hacer con ello, y Lucy no cree que lo de anoche haya sucedido por primera vez, ni mucho menos.
—Dios, qué dolor de cabeza —se queja Stevie observando cómo la mira Lucy—. Y eso que me dijiste que el tequila del bueno no daba jaqueca.
—Lo mezclaste con vodka.
Stevie ahueca las almohadas a su espalda, con lo que el edredón se le resbala hasta las caderas. Se aparta la melena de los ojos. Es un cuadro muy agradable a la luz matinal, pero Lucy ya no quiere nada con ella y, además, se enfría de nuevo al ver las huellas de manos de color rojo.
—¿Te acuerdas de que anoche te pregunté por esos tatuajes? —le pregunta, sin apartar los ojos de ellos.
—Anoche me preguntaste muchas cosas.
—Te pregunté dónde te los habías hecho.
—Por qué no vuelves a la cama. —Stevie acaricia el edredón y sus ojos le queman la piel.
—Debió de dolerte hacértelos. A no ser que sean falsos, cosa que me parece que son.
—Puedo quitármelos con quitaesmalte o con aceite para bebé. Estoy segura de que tú no tienes ni quitaesmalte ni aceite para bebé.
—¿Para qué te los has hecho? —Lucy mira fijamente los dibujos.
—No fue idea mía.
—Entonces, ¿de quién?
—De una persona muy irritante. Ella me los hace y yo tengo que quitármelos.
Lucy frunce el entrecejo sin dejar de mirarla.
—De modo que dejas que alguien te pinte el cuerpo. Bueno, resulta un tanto excéntrico. —Experimenta una punzada de celos al imaginarse a alguien pintando el cuerpo desnudo de Stevie—. No es necesario que me digas quién —añade, como si no tuviera importancia.
—Es mucho mejor ser la persona que se lo hace a otra —dice Stevie, y Lucy vuelve a sentirse celosa—. Ven aquí —la invita Stevie con su voz tranquilizadora, acariciando de nuevo la cama.
—Tenemos que irnos pitando. Tengo cosas que hacer —contesta Lucy al tiempo que lleva unos pantalones anchos de color negro, un holgado jersey, también negro, y la pistola al minúsculo cuarto de baño anexo al dormitorio.
Cierra la puerta y echa la llave. Se desviste sin mirarse en el espejo, deseando que lo que le ha ocurrido a su cuerpo sea imaginario o una pesadilla. En la ducha, se toca para ver si ha cambiado algo y evita el espejo cuando se seca con la toalla.
—Mírate —le dice Stevie cuando sale del cuarto de baño vestida y un tanto alterada, de un humor mucho peor que momentos antes—. Pareces un agente secreto. Eres todo un personaje. Quiero ser como tú.
—Tú no me conoces.
—Después de lo de anoche, ya te conozco lo suficiente. —Mira a Lucy de arriba abajo—. ¿Quién no querría parecerse a ti? No parece que te dé miedo nada. ¿Hay algo que te asuste?
Lucy se inclina hacia delante y arropa a Stevie con el edredón, subiéndoselo hasta la barbilla, y el semblante de Stevie cambia. Se pone rígida y fija la vista en la cama.
—Perdona, no ha sido mi intención ofenderte —dice Stevie sumisa, ruborizada.
—Aquí dentro hace frío. Sólo te arropo porque…
—Está bien. Ya me ha pasado antes. —Levanta la vista. Sus ojos son dos pozos sin fondo llenos de miedo y tristeza—. Me consideras fea, ¿verdad? Fea y gorda. No te gusto. A la luz del día no te gusto nada.
—Tú eres todo menos fea y gorda —contesta Lucy—. Y sí que me gustas. Es que… Mierda, perdona, no era mi intención…
—No me sorprende. ¿Por qué a una persona como tú iba a gustarle alguien como yo? —dice Stevie envolviéndose en la manta y apartándola de la cama para cubrirse completamente y levantarse—. Puedes tener a quien quieras. Te lo agradezco. Gracias. No se lo contaré a nadie.
Lucy, sin habla, observa a Stevie traer su ropa del cuarto de estar y vestirse, temblando, haciendo muecas peculiares con la boca.
—Dios, por favor, no llores, Stevie.
—¡Por lo menos llámame como es debido!
—¿A qué te refieres?
Con los ojos muy abiertos y expresión asustada, Stevie contesta:
—Ahora quisiera irme, por favor. No se lo contaré a nadie. Gracias, te estoy muy agradecida.
—¿Por qué hablas así? —le pregunta Lucy.
Stevie recoge su largo abrigo negro con capucha y se lo pone. Lucy mira por la ventana cómo se aleja levantando un remolino de nieve, cómo su largo abrigo negro ondea alrededor de sus botas altas, también negras.