La Oficina Estatal del Forense está donde todas suelen estar, en el límite de un barrio de la ciudad más agradable, normalmente en los alrededores de la Facultad de Medicina. El complejo de ladrillo rojo y hormigón da la espalda a la Massachusetts Turnpike y a su otro lado se encuentra el correccional del condado de Suffolk. No tiene vistas y el ruido del tráfico no cesa nunca.
Benton estaciona junto a la puerta trasera y se fija en que en el aparcamiento sólo hay otros dos coches. El Crown Victoria azul oscuro es del detective Thrush. El Honda SUV probablemente sea de un patólogo forense al que no pagan lo suficiente y que sin duda no se alegró en absoluto cuando Thrush lo convenció para que entrase a trabajar a esta hora. Benton llama al timbre y recorre con la mirada el desierto aparcamiento, porque nunca presupone que esté seguro ni solo. En ese momento se abre la puerta y aparece Thrush haciéndole señas de que entre.
—Dios, odio este lugar por la noche —comenta Thrush.
—No tiene nada de agradable a ninguna hora del día —comenta Benton.
—Me alegro de que hayas venido. Me cuesta creer que hayas salido a la calle en eso —dice mirando el Porsche negro mientras cierra la puerta—. ¿Con este tiempo? ¿Estás loco?
—Lleva tracción a las cuatro ruedas. Cuando he ido a trabajar esta mañana no nevaba.
—Los otros psicólogos con los que he tenido ocasión de trabajar jamás salen de casa, llueva, nieve o haga sol —dice Thrush—. Ni tampoco los que elaboran perfiles. La mayoría de los agentes del FBI, que he conocido jamás ha visto un cadáver.
—Salvo los de la Oficina Central.
—Y una mierda. También muchos de la Jefatura Central de Policía. Toma.
Le entrega a Benton un sobre mientras ambos caminan por un pasillo.
—Te lo he grabado todo en un disco. Todas las fotografías de los distintos lugares del delito y de las autopsias, además de lo escrito hasta la fecha. Está todo ahí. Dicen que va a nevar de lo lindo.
Benton vuelve a pensar en Scarpetta. San Valentín es mañana y se supone que van a pasar la velada juntos, a disfrutar de una cena romántica en el puerto. Está previsto que ella se quede hasta el fin de semana del Día de los Presidentes. Llevan casi un mes sin verse. Es posible que no pueda llegar.
—El pronóstico, tengo entendido, es que nevará un poco —contesta Benton.
—Se acerca una tormenta proveniente del cabo. Espero que tengas algún otro vehículo que no sea ese deportivo de un millón de dólares.
Thrush es un hombre mayor que ha pasado toda su vida en Massachusetts y habla con el acento de la zona. En su vocabulario no hay ni una sola erre. Ya cincuentón, lleva el cabello gris cortado a lo militar y va vestido con un traje marrón arrugado. Probablemente lleva todo el día trabajando sin parar. Benton y él avanzan por el bien iluminado pasillo. Está inmaculado, perfumado con ambientador en aerosol y jalonado de salas de archivo y almacenamiento de pruebas, para todas las cuales se requiere un pase electrónico. Incluso hay un carrito con equipo de reanimación —a Benton no se le ocurre para qué fin— y un microscopio electrónico. Es el más espacioso y mejor equipado de todos los depósitos de cadáveres que ha visto en su vida. La dotación de personal es otra historia.
El departamento lleva años con graves problemas de personal a causa de los salarios, tan bajos que no atraen a los buenos patólogos forenses ni a profesionales competentes de ningún otro tipo. A eso hay que sumar los presuntos errores y meteduras de pata que traen como consecuencia las polémicas y los problemas de imagen que complican la vida y la muerte de todos los implicados. El departamento no está abierto a los medios de comunicación ni a los intrusos y la hostilidad y la desconfianza lo envenenan todo. Benton prefiere venir aquí de noche; visitar este lugar de día equivale a sentirse indeseado y mal tolerado.
Thrush y él se detienen frente a la puerta cerrada de una sala de autopsias que se usa para los casos muy importantes, extraños o que entrañan riesgo para la vida. En ese momento vibra su teléfono móvil. Observa la pantalla; cuando no aparece la identificación del número suele ser ella.
—Hola —dice Scarpetta—. Espero que estés pasando mejor noche que yo.
—Estoy en el depósito. —Luego agrega, dirigiéndose a Thrush—: Será un minuto.
—Eso no puede ser nada bueno —dice Scarpetta.
—Ya te lo contaré después. Tengo una pregunta que hacerte: ¿alguna vez has tenido noticia de un hecho que tuvo lugar en una tienda de artículos de Navidad de Las Olas hace aproximadamente dos años y medio?
—Cuando dices «un hecho». supongo que te refieres a un homicidio.
—Exacto.
—Así, que ahora me acuerde, no. Quizá pueda averiguar algo Lucy. Tengo entendido que ahí está nevando.
—Te haré venir aunque tenga que contratar los renos de Papá Noel.
—Te quiero.
—Yo también.
Benton finaliza la llamada y pregunta a Thrush:
—¿Con quién nos las vemos?
—Bueno, el doctor Lonsdale ha tenido la amabilidad de ayudarme. Te caerá bien. Pero la autopsia no la ha practicado él, sino ella.
«Ella» es la jefa. Ha llegado hasta donde ha llegado porque es mujer.
—Si quieres mi opinión —dice Thrush—, a las mujeres esto no les va. ¿Qué clase de mujer iba a querer hacer este trabajo?
—Las hay buenas —responde Benton—. Muy buenas. No todas llegan hasta donde llegan gracias al hecho de ser mujer. Lo más probable es que hayan llegado a pesar de serlo.
Thrush no conoce a Scarpetta. Benton nunca la menciona, ni siquiera a quienes conoce más o menos bien.
—Las mujeres no deberían ver esta mierda —insiste Thrush.
El aire de la noche es punzante y de un color blanco lechoso en la calle Commercial. La nieve se arremolina a la luz de las farolas e ilumina la noche hasta que el mundo comienza a resplandecer y adquiere un aspecto surrealista, mientras las dos caminan por el centro de la calle desierta y silenciosa, junto al agua, en dirección a la casa que Lucy alquiló unos días después de que Marino recibiera la extraña llamada telefónica de aquel individuo llamado Puerco.
Lucy enciende el fuego y, acto seguido, ella y Stevie se sientan delante sobre unas mantas y se lían un porro de hierba de muy buena calidad, de Columbia Británica, para fumárselo a medias. Dan caladas, charlan y ríen, pero Stevie quiere más.
—Sólo uno más —suplica mientras Lucy comienza a desvestirla.
—Eso sí que es original —comenta Lucy contemplando el esbelto cuerpo desnudo de Stevie y las huellas de manos de color rojo de su piel, tatuajes tal vez.
Lleva cuatro. Dos en los pechos, como si alguien los estuviera agarrando, y otros dos en la cara interior de los muslos, como si alguien estuviera obligándola a separar las piernas. No lleva ninguno en la espalda, ninguno que Stevie no haya podido aplicarse ella misma, suponiendo que sean falsos. Lucy la mira fijamente. Toca una de las huellas, pone una mano encima acariciando el pecho de Stevie.
—Es sólo para comprobar que es del tamaño adecuado —dice—. ¿Es falso?
—Por qué no te quitas la ropa.
Lucy hace lo que quiere, pero no tiene intención de quitarse la ropa. Hace lo que quiere durante horas, al resplandor del fuego, sobre las mantas, y Stevie le deja hacerlo. Está más viva que nadie a quien Lucy haya tocado. Su cuerpo es liso y de contornos suaves, delgado como ya nunca volverá a ser el suyo. Cuando Stevie intenta desnudarla, casi por la fuerza, no se lo permite, y por fin la otra se cansa y claudica y Lucy la lleva a la cama. Cuando Stevie se queda dormida, Lucy permanece despierta, escuchando el sobrecogedor gemido del viento, intentando describir cómo suena exactamente, llegando a la conclusión de que, después de todo, no suena como las medias de seda sino que parece algo angustiado y doliente.