Lucy se sienta donde pueda ver la puerta principal, donde pueda ver quién entra o sale. Observa a la gente disimuladamente. Observa y calcula incluso cuando se supone que está relajándose.
Estas últimas noches se ha dejado caer por Lorraine’s y ha charlado con los camareros de la barra, Buddy y Tonia. Ninguno de los dos conoce el verdadero nombre de Lucy, pero ambos se acuerdan de Johnny Swift, lo recuerdan como aquel médico hetero de aspecto cachondo. Un «médico de la cabeza» al que le gustaba Provincetown y que por desgracia era hetero, comenta Buddy. Qué lástima, añade. Siempre venía solo, además, menos la última vez que estuvo aquí, dice Tonia. Esa noche le tocaba trabajar y recuerda que Johnny llevaba entablilladas las muñecas. Cuando le preguntó a qué se debía, él le contestó que acababan de operarlo y la intervención no había salido muy bien.
Johnny y una mujer se sentaron a la barra e hicieron muy buenas migas, conversaron como si no hubiera nadie más en el bar. Ella se llamaba Jan y parecía muy inteligente; era guapa y educada, muy tímida, nada creída, joven. Iba vestida de manera desenfadada, con vaqueros y una camiseta, recuerda Tonia. Era obvio que Johnny la conocía desde hacía poco, a lo mejor acababa de conocerla, y que la encontraba interesante, que le gustaba, asegura Tonia.
—¿Le atraía sexualmente? —pregunta Lucy a Tonia.
—No me dio esa impresión. Su actitud era más de… en fin, como si ella tuviera un problema y él la estuviera ayudando. Ya sabes, era médico.
Eso no sorprende a Lucy. Johnny no era egoísta, en absoluto, era extraordinariamente bueno.
Se sienta a la barra de Lorraine’s y se imagina a Johnny entrando en el local del mismo modo que ha entrado ella y sentándose en la misma barra, tal vez en el mismo taburete. Se lo imagina en compañía de Jan, una mujer a la que quizás acaba de conocer. No era su estilo ligar, tener encuentros casuales. No le gustaban los rollos de una noche y es muy posible que estuviera ayudando a la chica, aconsejándola. Pero ¿sobre qué? ¿Acerca de algún problema médico, de algún problema psicológico? El relato acerca de esa mujer joven y tímida llamada Jan le resulta enigmático y desconcertante. Lucy no está segura de por qué.
Tal vez Johnny no se sintiera bien consigo mismo. Tal vez estuviera asustado porque la intervención del túnel carpiano no había tenido todo el éxito que él esperaba. Tal vez el hecho de aconsejar y trabar amistad con una joven tímida y bonita le hizo olvidarse de sus miedos y sentirse importante y poderoso. Lucy bebe tequila y piensa en lo que Johnny le dijo en San Francisco cuando estuvo con él en septiembre, la última vez que lo vio.
—Qué cruel es la biología —dijo Johnny—. Las incapacidades físicas son implacables. Nadie le quiere a uno si tiene cicatrices o es un tullido, un inútil lisiado.
—Por Dios, Johnny. No es más que una operación del túnel carpiano, no una amputación.
—Perdona —dijo él—. No estamos aquí para hablar de mí.
Lucy piensa en Johnny en la barra de Lorraine’s, observando cómo la clientela, hombres en su mayoría, entra y sale del restaurante y se cuelan las rachas de nieve.
Ha empezado a nevar en Boston. Benton, al volante de su Porsche Turbo S, pasa por delante de los edificios Victorianos de ladrillo del campus médico de la universidad y recuerda los tiempos en que Scarpetta lo citaba en el depósito de cadáveres a medianoche. Siempre sabía que se trataba de un caso desagradable.
La mayoría de los psicólogos forenses no ha estado nunca en un depósito de cadáveres. Jamás han visto una autopsia y ni siquiera desean ver las fotografías. Su interés se centra más en los detalles del criminal que lo que éste le ha hecho a su víctima, porque el criminal es el paciente y la víctima no es más que el medio que utiliza para expresar su violencia. Ésta es la excusa que dan muchos psicólogos y psiquiatras forenses. Otra explicación, más plausible, es que les falta valor para entrevistar a las víctimas o no les interesa hacerlo o, peor todavía, dedicar tiempo a sus maltrechos cadáveres.
Benton es diferente. Después de más de una década con Scarpetta no podría ser de otra manera.
—No tiene usted derecho a trabajar en un caso si no está dispuesto a escuchar lo que tienen que decir los muertos —le dijo ella hará unos quince años, cuando estaban trabajando en su primer homicidio juntos—. Si no es capaz de molestarse por ellos, entonces, francamente, yo no voy a molestarme por usted, agente especial Wesley.
—Me parece justo, doctora Scarpetta. Dejaré que usted haga las presentaciones.
—De acuerdo, pues —contestó ella—. Venga conmigo.
Aquélla fue la primera vez que Benton estuvo en la cámara frigorífica de un depósito de cadáveres. Todavía se acuerda del fuerte chasquido de la manecilla cuando se abrió la puerta y de la bocanada de aire frío y viciado que salió por ella. Sería capaz de reconocer ese olor en cualquier parte, ese hedor siniestro, a muerto. Flota en el aire y siempre le ha parecido que si pudiera verlo sería como una niebla sucia a ras de suelo que emana del muerto.
Reconstruye su conversación con Basil, analiza cada palabra, cada gesto imperceptible, cada expresión facial. Los delincuentes violentos prometen toda clase de cosas. Manipulan hábilmente a todo el mundo para conseguir lo que quieren; prometen revelar el lugar donde se encuentran los cadáveres; reconocen haber cometido crímenes que jamás han sido resueltos; confiesan los detalles de lo que hicieron; ofrecen su propia opinión acerca de sus motivaciones y su estado psicológico. En la mayoría de los casos mienten. En éste en concreto Benton está preocupado; hay al menos una parte de lo que ha confesado Basil que suena a verdad.
Intenta localizar a Scarpetta por el teléfono móvil; no contesta. Unos minutos más tarde vuelve a intentarlo, pero sigue sin dar con ella.
Le deja un mensaje: «Por favor, llámame cuando leas esto».
Se abre la puerta de nuevo y con la nieve entra una mujer, como si la hubiera traído la ventisca en volandas.
Lleva un abrigo negro largo que sacude al tiempo que se echa hacia atrás la capucha. Tiene un cutis claro, sonrosado a causa del frío, y unos ojos bastante luminosos. Es guapa, bastante, con esa melena de un rubio oscuro, los ojos castaños y un cuerpo del que hace alarde. Lucy observa cómo se desliza hacia el fondo del restaurante pasando entre las mesas como una peregrina o una bruja sensual con su largo abrigo negro que ondea alrededor de sus botas negras cuando vuelve a la barra, donde hay bastantes asientos vacíos. Elige uno cercano al de Lucy, dobla el abrigo y se sienta encima sin una palabra ni una mirada.
Lucy bebe un poco de tequila y fija la vista en el televisor que hay sobre la barra, fingiendo interés en el último romance de un famoso. Buddy le prepara una bebida a la recién llegada, como si supiera lo que le gusta.
—Póngame otro —se apresura a pedirle Lucy.
—Marchando.
La mujer del abrigo negro con capucha se fija en la vistosa botella de tequila que Buddy toma de una estantería. Observa atentamente cómo el licor ámbar se vierte en un delicado chorro y va llenando el fondo de la copita de coñac. Lucy agita el tequila y siente cómo su aroma le inunda las fosas nasales y asciende hasta el cerebro.
—Eso le va a dar un dolor de cabeza «endiablado» —le advierte la mujer del abrigo negro con una voz ronca seductora y repleta de secretos.
—Es mucho más puro que otros licores —responde Lucy—. Llevaba mucho tiempo sin oír la expresión «endiablado». La mayoría de la gente que conozco dice infernal.
—Los peores dolores de cabeza me los han causado los margaritas —comenta la mujer, que toma un sorbo de Cosmopolitan, un líquido rosa de aspecto letal en copa de champán—. Además, yo no creo en el infierno.
—Creerá si sigue bebiendo esa mierda —replica Lucy. Por el espejo que hay detrás de la barra ve cómo se abre de nuevo la puerta y entra más nieve en el local.
Las ráfagas de viento que soplan desde la bahía producen el mismo sonido que la seda al agitarse con fuerza. Le recuerda las medias de seda agitándose en un tendedero, aunque nunca haya visto medias de seda en un tendedero ni haya oído cómo suenan cuando las azota el viento. Sabe que la mujer lleva medias negras porque los taburetes altos y las faldas cortas y con raja no son lo más adecuado para que una mujer se sienta a salvo a no ser que esté en un bar en el que los hombres se interesan sólo por sí mismos, y en Provincetown ése suele ser el caso.
—¿Otro Cosmo, Stevie? —pregunta Buddy. Así se entera Lucy de cómo se llama la chica.
—No —responde Lucy por ella—. Deja que Stevie pruebe lo que estoy tomando yo.
—Soy capaz de probar lo que sea —asegura Stevie—. Me parece que te he visto en el Pied y en el Vixen, bailando con personas distintas.
—Yo no bailo.
—Pues te he visto. Cuesta no fijarse en ti.
—¿Vienes mucho por aquí? —pregunta Lucy, que no ha visto a Stevie en la vida, ni en el Pied ni en el Vixen ni en ningún otro club ni restaurante de Ptown.
Stevie observa cómo Buddy sirve más tequila y a continuación deja la botella en la barra, se aparta y acude a atender a otro cliente.
—Ésta es la primera vez —contesta Stevie—. Un regalo del Día de San Valentín que me hago a mí misma, una semana en Ptown.
—¿En lo más crudo del invierno?
—Que yo sepa, San Valentín cae siempre en pleno invierno. Da la casualidad de que es mi fiesta favorita.
—No es fiesta. Esta semana he venido aquí todas las noches y no te he visto.
—¿Quién eres? ¿La policía del bar? —Stevie sonríe y mira a Lucy a los ojos con tanta intensidad que consigue un cierto efecto.
Lucy siente algo. «No —se dice—. Otra vez, no».
—A lo mejor es que no vengo aquí sólo por las noches, como haces tú —dice Stevie tendiendo la mano para alcanzar la botella de tequila y rozando el brazo de Lucy.
La sensación se acentúa. Stevie estudia la vistosa etiqueta y vuelve a dejar la botella sobre la barra, sin prisas, tocando con el cuerpo a Lucy. La sensación se incrementa.
—¿Cuervo? ¿Qué tiene de especial Cuervo? —pregunta Stevie.
—¿Cómo sabes a qué me dedico? —dice Lucy.
Intenta que se disipe la sensación.
—Lo he supuesto. Tienes pinta de ser una persona de la noche —contesta Stevie—. Eres pelirroja natural, ¿a que sí? Quizá de un tono caoba mezclado con rojo intenso. El pelo teñido no es así. Y no siempre lo has llevado largo, tan largo como ahora.
—¿Eres una especie de vidente?
La sensación es terrible. No quiere desaparecer.
—No son más que suposiciones —responde la seductora voz de Stevie—. Venga, no me has contestado. ¿Qué tiene de especial Cuervo?
—Cuervo Reserva de la Familia. Eso es bastante especial.
—En fin, algo es algo. Por lo visto, ésta es mi noche de estreno en muchas cosas —dice Stevie tocando el brazo de Lucy y dejando allí la mano por espacio de unos segundos—. Es la primera vez que vengo a Ptown. La primera vez que pruebo un tequila ciento por ciento de pita que cuesta treinta dólares la copa.
A Lucy le sorprende que Stevie sepa que el tequila cuesta treinta dólares la copa. Para ser una persona poco acostumbrada a tomarlo, sabe mucho al respecto.
—Creo que voy a tomarme otro —le dice Stevie a Buddy—. Y, la verdad, que podrías echar un poco más en el vaso. Sé bueno conmigo.
Buddy sonríe mientras le sirve de nuevo. Dos copas más tarde, Stevie se apoya en Lucy y le susurra al oído:
—¿Tienes algo?
—¿Como qué? —pregunta Lucy, rindiéndose por completo.
La sensación, avivada por el tequila, no tiene intención de desvanecerse en toda la noche.
—Ya sabes qué —responde suavemente la voz de Stevie rozando con su aliento la oreja de Lucy, apoyando el pecho en su brazo—. Algo para fumar. Algo que merezca la pena.
—¿Qué te hace pensar que tengo algo?
—Es una suposición.
—Se te da notablemente bien suponer.
—Aquí se consigue en cualquier parte. Te he visto.
Lucy hizo una transacción anoche. Sabe exactamente dónde hacerla, en el Vixen, el lugar en el que no baila. No recuerda haber visto a Stevie. No había tanta gente, nunca la hay en esta época del año. Se habría fijado en Stevie, se habría fijado en ella en medio de una multitud enorme, en una calle atestada de gente, en cualquier parte.
—A lo mejor la policía del bar eres tú —comenta Lucy.
—No tienes ni idea de lo divertido que es eso —responde la voz seductora de Stevie—. ¿Dónde vives?
—No lejos de aquí.