Basil Jenrette no va a hacerle daño.
Está sentado, desesposado, al otro lado de la mesa, frente a Benton, en la pequeña sala de exploración, con la puerta cerrada. Permanece callado y en actitud cortés. Su arrebato dentro del imán ha durado quizás unos dos minutos y, cuando se ha calmado, la doctora Lane ya se había ido. No la ha visto cuando lo han acompañado afuera y Benton se asegurará de que nunca la vea.
—¿Seguro que no se siente aturdido o mareado? —le pregunta Benton a su manera tranquila y comprensiva.
—Estoy estupendamente. Las pruebas han sido geniales. Siempre me han gustado los exámenes. Sabía que iba a acertar en todo. ¿Dónde están las fotos? Me las prometió.
—En ningún momento hemos hablado de nada parecido, Basil.
—He acertado en todo, he sacado un sobresaliente.
—Así que ha disfrutado de la experiencia.
—La próxima vez enséñeme las fotos, tal como me prometió.
—Yo no le he prometido eso, Basil. ¿Le ha resultado emocionante la experiencia?
—Supongo que aquí no se puede fumar.
—Me temo que no.
—¿Qué aspecto tiene mi cerebro? ¿Tenía buena pinta? ¿Ha visto algo? ¿Es capaz de decidir lo inteligente que es una persona mirándole el cerebro? Si me enseñara las fotos, vería que coinciden con las que tengo dentro del cerebro.
Ahora habla deprisa y en voz baja, con los ojos brillantes, casi vidriosos, refiriéndose continuamente a lo que los científicos podrían encontrar en su cerebro suponiendo que fueran capaces de descifrar lo que hay en él, y lo hay, sin duda alguna, repite una y otra vez.
—¿Lo hay? —inquiere Benton—. ¿Puede explicarme a qué se refiere, Basil?
—A mi memoria. A si usted puede ver ahí dentro, ver lo que hay, ver mis recuerdos.
—Me temo que no.
—No me diga. Seguro que cuando estaban haciendo todos esos ruiditos y golpecitos aparecieron toda clase de imágenes. Seguro que las ha visto pero no quiere decírmelo. Eran diez y usted las ha visto. Ha visto esas imágenes, diez, no cuatro. Yo siempre digo diez-cuatro en broma, para reírme un poco. Usted cree que son cuatro y yo sé que son diez, y lo sabría si me enseñara las fotos, porque entonces vería que coinciden con las imágenes que tengo en el cerebro. Vería mis imágenes al meterse en mi cerebro. Diez-cuatro.
—Dígame a qué fotos se refiere, Basil.
—Sólo estoy metiéndome con usted —replica él con un guiño—. Quiero mi correo.
—¿Qué fotos podríamos ver en su cerebro?
—Las de esas mujeres idiotas. No quieren darme mi correo.
—¿Está diciendo que ha matado a diez mujeres? —Benton formula esta pregunta sin dar muestras de sorpresa ni hacer juicios de valor. Basil sonríe como si se le hubiera ocurrido algo.
—Oh. Ahora sí que puedo mover la cabeza, ¿eh? Ya no tengo una cinta en la barbilla. ¿Me sujetarán la barbilla con una cinta cuando me pongan la inyección?
—No van a ponerle ninguna inyección, Basil. Eso forma parte del trato. Su sentencia ha sido conmutada por cadena perpetua. ¿No se acuerda de que ya hemos hablado de eso?
—Porque estoy loco —comenta él con una sonrisa—. Por eso estoy aquí.
—No. Vamos a hablar otra vez de esto, porque es importante que lo entienda. Está aquí porque ha accedido a participar en nuestro estudio, Basil. El gobernador de Florida dio permiso para que usted fuera trasladado a nuestro hospital estatal, Butler, pero Massachusetts no quería dar su consentimiento a menos que le fuera conmutada la sentencia por cadena perpetua. En Massachusetts no tenemos pena de muerte.
—Sé que usted desea ver a las diez mujeres. Desea verlas tal como yo las recuerdo. Están dentro de mi cerebro.
Sabe que no es posible ver los pensamientos y los recuerdos de una persona con un escaneo. Jenrette está comportándose como el tipo inteligente que es. Quiere ver las fotografías de las autopsias para alimentar sus fantasías violentas y, tal como ocurre con los sociópatas narcisistas, opina que es un tipo bastante divertido.
—¿Es ésa la sorpresa, Basil? —le pregunta Benton—. ¿Que ha cometido diez asesinatos en vez de los cuatro de los que le han acusado?
Jenrette sacude la cabeza y responde:
—Hay una acerca de la que usted desea tener información. Ésa es la sorpresa. Especial para usted porque ha sido muy amable conmigo. Pero quiero mi correo. Ése es el trato.
—Me interesa mucho esa sorpresa.
—La mujer de la tienda de artículos de Navidad —contesta Jenrette—. ¿Se acuerda de ella?
—¿Por qué no me lo cuenta? —pregunta a su vez Benton, sin saber a qué se refiere Basil. No le suena en absoluto un asesinato cometido en una tienda de artículos de Navidad.
—¿Qué me dice de mi correo?
—Veré qué puedo hacer.
—¿Lo jura por lo más sagrado?
—Estudiaré el asunto.
—No recuerdo la fecha exacta. Vamos a ver. —Se queda mirando el techo con las manos sobre las rodillas, sin esposas—. Hará como unos tres años, en Las Olas, creo que fue más o menos por julio. Así que puede que sucediera hace dos años y medio. ¿A quién se le ocurre comprar mierdas de Navidad en el mes de julio en el sur de Florida? Vendía muñequitos de Papá Noel, con sus renos, y también cascanueces y figuritas del niño Jesús. Entré en aquella tienda una mañana después de haber pasado la noche en vela.
—¿Se acuerda de cómo se llamaba?
—Jamás lo supe. Bueno, a lo mejor sí, pero se me ha olvidado. Si me enseñara las fotos, puede que me refrescaran la memoria, tal vez pudiera usted verla dentro de mi cerebro. A ver si soy capaz de describirla. Veamos. Ah, sí. Era una mujer blanca, de pelo largo y teñido del color de I Love Lucy. Un tanto rellenita. Tendría unos treinta y cinco o cuarenta años. Entré, cerré la puerta con llave y la amenacé con un cuchillo. La violé en la trastienda, en la zona del almacén, y le rebané el cuello desde aquí hasta aquí de un solo tajo. —Hace el gesto de rebanarse el cuello—. Fue gracioso. Había uno de esos ventiladores que oscilan y lo encendí, porque allí dentro hacía un calor bochornoso, y la sangre salió volando por todas partes. Vaya trabajo para limpiarla después. Luego, vamos a ver… —Mira otra vez al techo, como hace con frecuencia cuando miente—. Aquel día no iba en mi coche patrulla. Había ido en mi dos ruedas, que había dejado en un aparcamiento de pago que hay detrás del hotel Riverside.
—¿Se refiere a una moto o a una bicicleta?
—A mi Honda Shadow. Como si fuera a ir en bicicleta a matar a alguien.
—¿Así que tenía pensado matar a alguien esa mañana?
—Me pareció una buena idea.
—¿Tenía pensado matarla a ella o simplemente se le ocurrió matar a alguien?
—Recuerdo que en el aparcamiento había muchos patos alrededor de los charcos porque llevaba varios días lloviendo. Mamas pato con sus patitos por todas partes. Eso siempre me ha molestado. Pobres patitos, muchos terminan atropellados. Se ven patitos aplastados en el asfalto y a su mamá dando vueltas y vueltas alrededor de su pequeño muerto, con una expresión muy triste.
—¿Alguna vez ha atropellado usted a los patos, Basil?
—Yo jamás le haría daño a un animal, doctor Wesley.
—Ha dicho que cuando era pequeño mataba pájaros y conejos.
—Eso fue hace mucho tiempo. Ya sabe, los críos y sus carabinas de aire comprimido. Sea como sea, para seguir con la historia, lo único que conseguí fueron veintiséis dólares y noventa y un centavos. Tiene que hacer algo con lo de mi correo.
—No deja de decir eso, Basil. Ya le he dicho que haré todo lo que pueda.
—Después de aquello me quedé un poco decepcionado. Veintiséis dólares y noventa y un centavos.
—Sacados de la caja.
—Diez-cuatro.
—Debió de mancharse mucho de sangre, Basil.
—Aquella mujer tenía un cuarto de aseo en la trastienda. —Vuelve a levantar la vista hacia el techo—. La rocié con Clorox, ahora acabo de acordarme. Para destruir mi ADN. Ahora está usted en deuda conmigo. Quiero mi puto correo. Sáqueme de la celda de los suicidas. Quiero una celda normal, en la que no me espíen.
—Nos aseguramos de que se encuentre a salvo.
—Quiero otra celda, las fotos y mi correo, démelo y le contaré más cosas sobre la tienda de Navidad. —Ahora Jenrette tiene los ojos muy vidriosos y se revuelve inquieto en la silla, con los puños apretados, dando golpecitos con el pie—. Me merezco una recompensa.