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—Ahora vamos a leer palabras —le dice la doctora Lane a Basil por el intercomunicador—. No tiene más que leer las palabras de izquierda a derecha, ¿de acuerdo? Y recuerde que no debe moverse. Lo está haciendo muy bien.

—Diez-cuatro.

—Eh, ¿quieren saber cómo es en realidad? —les pregunta el técnico a los guardias.

Se llama Josh. Se graduó en Física en el MIT, trabaja como técnico mientras prepara otra carrera, es listo pero excéntrico y tiene un sentido del humor algo retorcido.

—Ya sé cómo es. Resulta que esta mañana lo he acompañado a las duchas —contesta uno de los guardias.

—¿Y luego qué? —pregunta la doctora Lane a Benton—. ¿Qué les hacía a las víctimas después de meterlas en el coche?

—Rojo, azul, azul, rojo…

Los guardias se acercan un poco más a la pantalla de vídeo de Josh.

—Llevarlas a algún lugar, acuchillarlas en los ojos, mantenerlas vivas un par de días más, violarlas repetidamente, degollarlas, arrojar por ahí sus cadáveres, colocarlos de manera que impresionaran a la gente —le dice Benton a la doctora Lane en tono práctico, con su estilo clínico—. Así son los casos que conocemos. Sospecho que ha matado a más. En la misma época desaparecieron en Florida varias mujeres. Se las da por muertas, aunque no han encontrado sus cadáveres.

—¿Dónde las llevaba? ¿A un motel, a su casa?

—Esperen un segundo —les dice Josh a los guardias al tiempo que selecciona la opción de menú 3D y a continuación SSD, o sea, Visualización con Sombreado de Superficie—. Esto es verdaderamente genial. Nunca se lo enseñamos a los pacientes.

—¿Y eso?

—Les da pánico.

—No sabemos dónde —está diciendo Benton a la doctora Lane sin quitar ojo a Josh, preparado para intervenir si el otro se pasa de la raya—. Pero es interesante. Los cadáveres que dejó abandonados, todos, contenían partículas microscópicas de cobre.

—¿De qué me estás hablando?

—Mezclado con la tierra y todo lo demás que se les quedó adherido, en la sangre, la piel, el pelo.

—Azul, verde, azul, rojo…

—Eso es muy extraño.

Oprime el botón para hablar.

—Señor Jenrette, ¿qué tal vamos? ¿Se encuentra bien?

—Diez-cuatro.

—A continuación va a ver palabras impresas en un color distinto del que significan. Quiero que nombre el color de la tinta. Diga solamente el color.

—Diez-cuatro.

—¿A que es pasmoso? —exclama Josh mientras su pantalla se llena con una especie de máscara mortuoria, una composición de numerosas rebanadas de alta resolución de un milímetro de grosor que forman la imagen escaneada de la cabeza de Basil Jenrette, pálida, sin pelo y sin ojos, que termina bruscamente por debajo de la mandíbula, como si el sujeto hubiera sido decapitado.

Josh hace rotar la imagen para que los guardias puedan verla desde diferentes ángulos.

—¿Por qué parece que le han cortado la cabeza? —inquiere uno de ellos.

—Ahí es donde se ha interrumpido la señal de la bobina.

—La piel no parece de verdad.

—Rojo, er… verde, azul, quiero decir rojo, verde… —La voz de Basil llega a la sala.

—No es piel auténtica. Cómo se lo explico… Verán, lo que hace el ordenador es reconstruir el volumen, describir la superficie.

—Rojo, azul, er… verde, azul, quiero decir verde…

—Sólo lo usamos con PowerPoint, casi siempre para superponer lo estructural a lo funcional. No es más que un paquete de análisis de imágenes obtenidas por resonancia magnética con el que se puede juntar datos y examinarlos como uno desee, divertirse con ellos.

—Dios, sí que es feo.

Benton ya no puede más. El sujeto ha dejado de nombrar colores. Lanza una mirada fulminante a Josh.

—Josh, ¿estás listo?

—Cuatro, tres, dos, uno, listo —contesta Josh y, acto seguido, la doctora Lane da comienzo al test de interferencia.

—Azul, rojo… quiero decir… Mierda, esto… rojo, quiero decir azul, verde, rojo… —La voz de Basil irrumpe con violencia en la sala al equivocarse en todos los colores.

—¿Alguna vez le ha dicho por qué? —pregunta la doctora Lane a Benton.

—Perdona —responde él, distraído—. Por qué, ¿qué?

—Rojo, azul, ¡mierda! Esto… rojo, azul-verde…

—Por qué les sacaba los ojos.

—Dice que no quería que vieran lo pequeño que tiene el pene.

—Azul, azul-rojo, rojo, verde…

—Esta vez no lo ha hecho tan bien —comenta ella—. De hecho, ha fallado en casi todos. ¿En qué departamento de policía ha trabajado, para que me acuerde de no provocarles y evitar que me pongan una multa por exceso de velocidad en esa parte del mundo? —Pulsa el botón del intercomunicador—. ¿Todo bien ahí dentro?

—Diez-cuatro.

—En el del condado de Dade.

—Lástima. Siempre me ha gustado Miami. De modo que así es como te las has arreglado para sacarte a éste de la chistera. Gracias a tus contactos en el sur de Florida —responde la doctora volviendo a pulsar el botón para hablar.

—No exactamente.

Benton observa a través del cristal la cabeza de Basil, situada en el extremo más alejado del imán, y se imagina el resto de su cuerpo vestido como el de una persona normal, con vaqueros y una camisa blanca.

A los reclusos no se les permite llevar mono de presidiario dentro del recinto del hospital; da mala imagen.

—Cuando empezamos a solicitar a las penitenciarías estatales que nos facilitaran sujetos para nuestro estudio, Florida pensó que éste era justo el tipo adecuado. Estaba aburrido. Se alegraron de librarse de él —dice Benton.

—Muy bien, señor Jenrette —anuncia la doctora Lane por el intercomunicador—. Ahora va a entrar el doctor Wesley para darle el ratón. A continuación verá unas caras.

—Diez-cuatro.

En cualquier otro caso la doctora Lane sería quien entrara en la sala de la resonancia magnética y tratara con el paciente. Pero en el caso del estudio PREDATOR no se permite a las doctoras ni a las científicas que tengan contacto físico con el sujeto. Los médicos y científicos varones también deben tomar precauciones mientras se encuentran dentro de la sala. Fuera de ella, corresponde al internista decidir si debe poner restricciones a los sujetos de estudio durante las entrevistas. Benton entra acompañado de los dos guardias de prisiones, enciende las luces de la sala y cierra la puerta. Los guardias se quedan cerca del imán y prestan atención mientras Benton enchufa el ratón y lo coloca en las manos esposadas de Basil.

Físicamente, Basil no es gran cosa: un individuo bajo y menudo de cabello rubio que empieza a ralear y unos ojos pequeños y grises, un poco juntos. En el reino animal, los leones, los tigres y los osos —los depredadores— tienen los ojos muy juntos. Las jirafas, los conejos, las palomas —las presas— tienen los ojos más espaciados y orientados hacia los lados de la cabeza, porque necesitan la visión periférica para sobrevivir. Benton siempre se ha preguntado si ese mismo fenómeno evolutivo es aplicable a los humanos; una investigación que nadie va a financiar.

—¿Se encuentra bien, Basil? —le pregunta Benton.

—¿Qué clase de caras? —La cabeza de Basil habla desde el extremo del imán, lo que hace pensar en un pulmón de acero.

—Ya se lo explicará la doctora Lane.

—Tengo una sorpresa —dice Basil—. Ya se la contaré cuando hayamos terminado.

Tiene una mirada extraña, como si a través de sus ojos estuviera observando una criatura maligna.

—Genial. Me encantan las sorpresas. Sólo unos minutos más y ya está —responde Benton con una sonrisa—. Luego tendremos una charla para comentar la sesión.

Los guardias acompañan de nuevo a Benton fuera de la sala y regresan a sus puestos mientras la doctora Lane empieza a explicar por el intercomunicador que lo único que quiere que haga Basil es pulsar el botón izquierdo del ratón si la cara que ve es de un varón y el derecho si es de una mujer.

—No tiene que decir ni hacer nada, sólo pulsar el botón —insiste.

Son tres tests, cuya finalidad no es averiguar la capacidad del paciente para distinguir entre los dos géneros. Lo que miden en realidad estos escaneos funcionales es el procesamiento afectivo. Las caras de hombre y de mujer aparecen en la pantalla detrás de otras caras que se muestran demasiado rápido para que las detecte el ojo, pero el cerebro lo ve todo. El cerebro de Jenrette ve las caras enmascaradas, caras de alegría, enfado o miedo, caras que provocan una reacción.

Después de cada tanda, la doctora Lane le pregunta qué ha visto y, si tuviera que asociar una emoción a las caras, cuál sería. Las caras masculinas son más serias que las femeninas, responde Jenrette. Dice básicamente lo mismo de cada tanda. Aún no significa nada; nada de lo que ha sucedido en estas salas lo significará hasta que se analicen los miles de imágenes neuronales. Entonces los científicos podrán visualizar qué áreas de su cerebro han estado más activas durante las pruebas. Se trata de saber si el cerebro de Jenrette funciona de modo distinto del de una persona a la que se supone normal y de descubrir algo más aparte del hecho de que tiene un quiste que no guarda absolutamente ninguna relación con sus tendencias depredadoras.

—¿Hay algo que te haya llamado la atención? —pregunta Benton a la doctora Lane—. Y a propósito, gracias, como siempre, Susan. Eres una buena persona.

Procuran programar otras exploraciones de internos para última hora del día o para el fin de semana, cuando haya poca gente.

—Basándonos sólo en los localizadores, parece estar todo bien. No veo anormalidades de importancia, aparte de que no para de hablar, de su locuacidad. ¿Alguna vez se le ha diagnosticado un trastorno bipolar?

—Sus evaluaciones y su historial me han hecho preguntarme eso también. Pero no; nunca se le ha diagnosticado. No ha recibido medicación por desórdenes psiquiátricos, sólo estuvo un año en prisión. Es el sujeto perfecto.

—Bueno, pues tu sujeto perfecto no ha hecho muy bien lo de suprimir los estímulos de interferencia, ha cometido un montón de errores en la prueba. Yo diría que no se centra en nada, lo cual, en efecto, concuerda con el trastorno bipolar. Más adelante sabremos algo más.

Pulsa otra vez el botón para hablar y dice:

—Señor Jenrette, ya hemos terminado. Lo ha hecho usted estupendamente. Enseguida volverá a entrar el doctor Wesley para sacarlo de ahí. Quiero que se incorpore muy despacio, ¿de acuerdo? Muy despacio, para que no se maree. ¿De acuerdo?

—¿Eso es todo? ¿Simplemente estas pruebas estúpidas? Enséñeme las fotos.

La doctora Lane mira a Benton y suelta el botón.

—Usted dijo que estaría viendo mi cerebro cuando yo estuviera viendo las fotos.

—Se refiere a fotografías de las autopsias de sus víctimas —explica Benton a la doctora Lane.

—¡Me prometió las fotos! ¡Me prometió que recibiría mi correo!

—Está bien —le dice la doctora a Benton—. Es todo tuyo.

La escopeta es pesada y resulta engorroso tenderse en el sofá y apuntar el cañón hacia su pecho mientras intenta apretar el gatillo con el dedo del pie izquierdo.

Scarpetta baja la escopeta y se imagina intentándolo después de haberse sometido a una intervención quirúrgica en las muñecas. Su escopeta pesa aproximadamente tres kilos y medio y empieza a temblarle en las manos cuando la sostiene por el cañón, que mide cuarenta y cinco centímetros. Baja los pies al suelo y se quita la zapatilla deportiva y el calcetín del pie derecho. Su pie izquierdo es el dominante, pero tendrá que intentarlo con el derecho, y se pregunta cuál sería el pie dominante de Johnny Swift, si el derecho o el izquierdo. Habría diferencia, pero no necesariamente significativa, sobre todo si estaba deprimido y decidido. Sin embargo, no está segura de que se sintiera de un modo ni de otro, no está demasiado segura de nada.

Piensa en Marino, y cuanto más vuelve a él su pensamiento, más se altera. Marino no tiene derecho a tratarla así, no tiene derecho a faltarle al respeto igual que hacía cuando se conocieron, y eso fue hace muchos años, tantos que le sorprende que Marino incluso se acuerde a estas alturas de tratarla como la trataba antes. El aroma de la pizza casera llega hasta el cuarto de estar. Llena la casa y el resentimiento le acelera el corazón y le causa una opresión en el pecho. Se tumba sobre el costado izquierdo, apoya la culata de la escopeta contra el respaldo del sofá, sitúa el cañón en el centro de su pecho y acciona el gatillo con el dedo del pie derecho.