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En la sala de resonancias magnéticas, Benton Wesley examina a su paciente a través de un tabique de plexiglás. La iluminación es tenue, hay varias pantallas de vídeo encendidas a lo largo del mostrador que recorre toda la pared. Ha colocado el reloj de muñeca encima del maletín. Tiene frío. Al cabo de varias horas dentro del Laboratorio de Imágenes Neuronales Cognitivas se ha quedado helado hasta los huesos, o al menos ésa es la sensación que tiene.

El paciente de esta tarde lleva un número de identificación, pero tiene nombre. Basil Jenrette. Es un asesino compulsivo de treinta y tres años, inteligente y con una ligera ansiedad. Benton evita el término «asesino en serie», tan manido que ya no significa nada y que nunca ha servido para otra cosa que para insinuar vagamente que un criminal ha asesinado a tres personas o más dentro de un determinado período de tiempo. El calificativo «en serie» sugiere que algo ocurre de manera sucesiva. No indica nada acerca de los motivos ni el estado mental de un agresor violento, y cuando Basil Jenrette estaba ocupado en matar, actuaba de manera compulsiva. No podía parar.

La razón por la que se está explorando su cerebro mediante un aparato de obtención de imágenes por resonancia magnética de 3 teslas cuyo campo magnético es sesenta mil veces más potente que el de la Tierra es ver si hay algo entre su materia blanca y su materia gris y si sus funciones pueden explicar su comportamiento. Durante las entrevistas clínicas Benton le ha preguntado numerosas veces por qué lo hizo.

—La veía y ya está. Tenía que hacerlo.

—¿Tenía que hacerlo precisamente en aquel instante?

—Allí mismo, en la calle, no. A lo mejor tenía que seguirla hasta que se me ocurría un plan. A decir verdad, cuanto más lo calculaba más lo disfrutaba.

—¿Y cuánto tiempo le llevaba eso? Seguirla, calcular la situación. ¿Puede darme un plazo aproximado? ¿Días, horas, minutos?

—Minutos. Quizás horas. A veces días. Depende. Eran todas unas idiotas. Me refiero a que, si usted se diera cuenta de que iban a secuestrarlo, ¿se quedaría sentado en el coche sin intentar huir siquiera?

—¿Era eso lo que hacían ellas, Basil? ¿Se quedaban sentadas en el coche y no intentaban escapar?

—Las dos últimas no. Ya sabe usted quiénes son, porque ésa es la razón por la que estoy aquí. No se hubieran resistido, pero es que se me averió el coche. Qué tontas. ¿Usted preferiría que lo mataran ahí mismo, dentro del coche, o esperar a ver qué iba a hacerle cuando lo llevara a mi rincón especial?

—¿Dónde estaba ese rincón especial suyo? ¿Era siempre el mismo?

—Y todo porque se me averió el maldito coche.

De momento, la estructura cerebral de Basil Jenrette no revela nada de particular salvo el hallazgo accidental de una anomalía en la zona posterior del cerebelo, un quiste de aproximadamente seis milímetros que puede haber afectado un poco su sentido del equilibrio, pero nada más. Lo que no es del todo normal es el modo en que funciona su cerebro. No puede serlo. Si lo fuera, no sería un sujeto candidato para la investigación PREDATOR, y probablemente no habría dado su consentimiento. Para Basil todo es un juego y, además, es más inteligente que Einstein, se cree la persona más superdotada del mundo. Jamás ha sentido el más leve remordimiento por lo que ha hecho y es lo bastante ingenuo para asegurar que, si tuviera ocasión, mataría a más mujeres. Por desgracia, Basil cae bien a la gente.

Los dos guardias de prisiones presentes en la sala de resonancias magnéticas se debaten entre la confusión y la curiosidad mientras observan fijamente el tubo de más de dos metros de largo, el hueco del imán, situado al otro lado del cristal. Van vestidos de uniforme pero no llevan pistola. Allí dentro no puede haber armas, nada que contenga hierro, ni siquiera las esposas o los grilletes, de modo que Basil lleva los tobillos y las muñecas sujetos por abrazaderas de plástico mientras permanece tumbado en la camilla dentro del aparato, escuchando el desagradable golpeteo y los chirridos de los impulsos de radiofrecuencia que suenan como si alguien emitiera una música infernal por cables de alto voltaje… o por lo menos así le parece a Benton.

—Acuérdese, lo siguiente son los bloques de colores. Lo único que quiero que haga es nombrar el color —dice por el intercomunicador la doctora Susan Lane, la neuropsicóloga—. No, señor Jenrette, le ruego que no afirme con la cabeza. Recuerde que tiene la cinta encima de la barbilla para acordarse de que no debe moverse.

—Diez-cuatro —suena la voz de Basil a través del intercomunicador.

Son las ocho y media de la tarde y Benton está inquieto. Lleva meses inquieto, no tanto por la preocupación de que los Basil Jenrette del mundo vayan a tener un arrebato de violencia entre las elegantes paredes de ladrillo antiguo del hospital McLean y asesinen a todo el que encuentren a su paso, sino más bien por la posibilidad de que el estudio de investigación esté condenado al fracaso, que sea un despilfarro del dinero de las subvenciones y una insensata pérdida de valioso tiempo. El McLean está asociado a la Facultad de Medicina de Harvard y ni el hospital ni la universidad se toman con elegancia los fracasos.

—No se preocupe por acertarlos todos —está diciendo la doctora Lane por el intercomunicador—. No esperamos que los acierte todos.

—Verde, rojo, azul, rojo, azul, verde. —La voz segura de Basil llena la habitación.

Un investigador marca los resultados en una hoja de datos mientras el técnico que maneja el aparato comprueba las imágenes en su pantalla de vídeo.

La doctora Lane pulsa de nuevo el botón para hablar.

—Señor Jenrette, lo está haciendo de maravilla. ¿Lo ve todo bien?

—Diez-cuatro.

—Muy bien. Cada vez que vea esa pantalla negra, quédese tranquilo y sin moverse. No hable, sólo concéntrese en el punto blanco de la pantalla.

—Diez-cuatro.

La doctora suelta el botón de comunicación y le pregunta a Benton:

—¿Por qué habla con la jerga de los policías?

—Porque ha sido policía. Seguramente por eso conseguía meter a las víctimas en su coche.

—Doctor Wesley —dice el investigador girándose en su silla—. Es para usted. El detective Thrush.

Benton toma el teléfono.

—Qué hay —le pregunta a Thrush, un detective de homicidios que trabaja para la policía estatal de Massachusetts.

—Espero que no tuviera pensado irse temprano a la cama —dice Thrush—. ¿Se ha enterado de lo del cadáver que han encontrado esta mañana junto a la laguna de Walden?

—No. Llevo todo el día encerrado aquí.

—Mujer blanca, sin identificar, de edad difícil de calcular. Tendrá unos treinta o cuarenta años. Presenta un disparo en la cabeza y le han metido la escopeta por el culo.

—No lo sabía.

—Ya le han practicado la autopsia, pero se me ha ocurrido que tal vez usted quisiera echarle un vistazo. Esta víctima no es del montón.

—Dentro de menos de una hora habré terminado —dice Benton.

—Nos veremos en el depósito.

La casa está en silencio y Kay Scarpetta pasea de una habitación a otra encendiendo todas las luces, nerviosa, atenta por si oye el motor de un coche o de una motocicleta, por si llega Marino; se está retrasando y no le ha devuelto las llamadas.

Se acerca ansiosa a comprobar que la alarma contra intrusos esté activada y que los focos estén encendidos. Se detiene junto a la pantalla de vídeo del teléfono de la cocina para cerciorarse de que las cámaras que vigilan la parte delantera, lateral y trasera de la casa funcionan correctamente. En la pantalla de vídeo la casa aparece en sombras y se aprecian las formas oscuras de los naranjos, las palmeras y los hibiscos meciéndose al viento. El embarcadero que hay detrás de la piscina y, más allá, la superficie del agua son una mancha negra salpicada de luces difusas procedentes de las farolas del espigón. En unas cazuelas de cobre que tiene al fuego remueve una salsa de tomate y champiñones. Vigila cómo va subiendo la masa y cómo se embebe la mozzarella fresca que ha puesto en unos cuencos tapados en el fregadero.

Son casi las nueve; y se supone que Marino tendría que haber llegado hace ya dos horas. Mañana estará liada con casos y clases y no tiene tiempo para aguantar su mala educación. Se siente engañada, está hasta la coronilla de él. Ha estado tres horas trabajando sin parar en el caso del presunto suicidio de Johnny Swift y Marino ni siquiera se toma la molestia de aparecer. Se siente dolida y, después, furiosa. Es más fácil estar furiosa.

Cada vez más enfadada, va hasta su habitación sin dejar de escuchar, por si oye un coche o una moto, por si lo oye a él. Recoge del sofá una Remington Marine Magnum del calibre doce y se sienta. Sintiendo el peso de la escopeta niquelada en el regazo, introduce una llave en el seguro, la gira hacia la derecha, tira del seguro y lo libera. A continuación desliza el cañón hacia atrás para cerciorarse de que no hay ningún cartucho en la recámara.