Querida Victoria, hermana mía:
Ayer vencí por fin la pereza y visité la fábrica de porcelanas, como prometí. Desde que nuestro padre la mandó trasladar a la próxima villa de Sèvres, no había hecho más que postergar el momento. A pesar de mis reticencias debo decir que fue una visita muy agradable. Fui recibida con todos los honores por su director, un hombre demasiado parlanchín, empeñado en enseñarme hasta el último rincón del edificio. Desde la cancela de hierro forjado que lo rodea a los talleres ocultos bajo el tejado en el tercer piso. Admito que quedé muy impresionada. Todos los artesanos que allí trabajan —escultores, torneros, reparadores, grabadores, pintores, doradores…— realizan una magnífica labor, que temo no haber alabado lo bastante durante mi visita por las razones que vos y yo conocemos. Al fin y al cabo, ellos son súbditos de nuestro padre y no merecen el desprecio de nadie. No quiero que crean que desapruebo su presencia tan cerca de palacio. De hecho, la apruebo. Me complace tener una industria tan sofisticada al lado de casa. Me gusta que Francia la tenga. Soy, como vos, hermana mía, admiradora del arte sutil de la porcelana, celebro que por fin los europeos hayamos sabido entender su misterio y no necesitemos comprarlo en Oriente, como ocurría antes. Considero un avance que existan platos y jarrones y lámparas fabricadas con delicadas arcillas francesas. Nadie podrá acusarme jamás de no amar nuestro país.
Mientras duraba la visita, que fue larga y agotó los pies de mis damas, pero no los míos, me obligué a sonreír de vez en cuando. No era fácil, puesto que en todo momento tuve en la mente el fantasma de quien vos sabéis. ¡Ay, qué rabia tan inmensa! Deseaba no acordarme de ella, me lo había jurado a mí misma con ahínco, me lo repetí justo antes de entrar, y a pesar de todo… No, no pienso escribir su nombre en este papel. Escribir algo es hacerlo presente, palpable, devolverlo a la vida. Su nombre no debe perdurar en ninguna parte, aunque sé muy bien que lo hará, puede que más que el nuestro, hermana. Si ayer me hubierais preguntado cuáles son los méritos de esa mujer, yo os habría contestado al momento: «Ninguno». O tal vez peor aún, os habría dicho con una bajeza envenenada de ironía: «Ah, pero ¿tiene méritos que puedan demostrarse fuera de la cama de nuestro padre y cubierta con alguna ropa?».
Ayer, en cambio, después de la visita a la fábrica de porcelanas, pedí que me dejaran un momento sola dentro del carruaje. Necesitaba pensar. Allí, ante mí misma, reconocí que algún mérito alberga quien quiso que existiera un lugar como este. Por lo menos, el mérito de un gusto exquisito. ¿Sabéis que un alquimista de la factoría ha inventado un color solo para ella? Es un rosa pálido nada feo. Los pintores lo aplican sobre todos los objetos que ella encarga. Y por lo visto encarga muchos. Me pareció que los artesanos se enorgullecían de estar a sus órdenes, y eso me pareció el indicio de que es una dueña generosa. Nunca hubiera creído que diría algo así, pero creo que madame de Pompadour ha hecho un bien a nuestra nación. He aquí como he terminado por escribir su nombre. Ya se sabe: basta con no querer pensar en algo para no poder dejar de hacerlo. Ya os he dicho que la llevé todo el tiempo en las mientes, mientras caminaba por aquel lugar. Y ahora que no lo hago, igualmente pienso en ella. No creáis, sin embargo, que apruebo las voluptuosidades que ha mantenido y mantiene con el rey. Eso no lo haré jamás. Soy de la opinión de que, para favorecer las artes, no es necesario fornicar con nadie, aunque debo reconocer que hay muchas mujeres que fornican sin hacer luego nada de provecho. Y mejor me callo, que aún acabaré por perdonarla.
La visita finalizó en la primera planta, donde se almacenan las tierras y el resto de materias primas. Con tal de agasajarme, el director de la fábrica tomó el plato de un descascarillado aguamanil y lo puso ante mis ojos, mientras me invitaba:
—¿Acaso a madame le gustaría escoger las arcillas que den forma a algún objeto de su predilección? Si nos decís de qué se trata, lo coceremos siguiendo vuestra voluntad.
No tuve que pensar:
—Me gustaría mucho una chocolatera —dije.
—Ah, por supuesto —dijo el director—, es sabida de toda Francia la sofisticación con que las mesdames toman chocolate en Versalles.
—Nos gusta mucho, sí. Es cosa de familia —repuse.
—Naturalmente. ¿No fueron antepasadas vuestras quienes lo pusieron de moda en la corte?
—Acertáis. Ana de Austria, la madre de mi bisabuela, mandó traer el chocolate desde España cuando aquí todos ignoraban su sabor. Era hija del rey español Felipe II, y en aquel momento, nuestro país vecino era el único que conocía las virtudes de tan extraño manjar. Más tarde mi bisabuela María Teresa lo hizo popular en palacio. No era una mujer muy brillante, aunque fue la esposa del Rey Sol. Más bien fue la dama más triste que jamás ha pisado los salones versallescos. Nunca le gustó la vida de la corte, y eso que fue la primera en vivir allí. Antes de que su marido tuviera una brillante idea de remodelación, aquel lugar tan solo era un pabellón donde se guardaban aperos de caza. Creo que los únicos instantes de felicidad que tuvo mi bisabuela a lo largo de su vida fueron, precisamente, los que el chocolate le proporcionó. Lo tomaba en su saloncito, escondida del protocolo y la ampulosidad de las costumbres que tanto la hacían languidecer. Dicen que la primera vez que miró a los jardines desde el balcón de la Sala de los Espejos le entraron unas enormes ganas de saltar y matarse. Por desgracia, no tardó mucho en morir, carcomida por una enfermedad misteriosa. Yo digo que era tristeza. La tristeza de Versalles es mortal si no se le pone remedio.
—Estoy sorprendido, señora. Sois un pozo de sabiduría —dijo el director.
—Procuro estar informada, es todo.
—Será un placer fabricar para vos una chocolatera que honre el gran linaje femenino que acabáis de enumerar. Y que también sirva para vuestra felicidad, si es posible. ¿De qué color os agradaría?
—Blanca. El blanco me serena.
—Muy acertado. ¿Deseáis que la decoremos?
—La prefiero lisa. Con el asa grande, por mayor comodidad.
—Veo que tenéis las ideas muy claras. ¿Algo más? ¿Con respecto al tamaño?
—Ni muy grande ni muy pequeña. Que quepan tres jícaras. Son las que tomo cada tarde a la hora de la merienda.
—Será un placer serviros.
—Una cosa más. Sin marcas. Sé que es costumbre imprimir las iniciales del rey en las vasijas.
—Sí, señora. Así lo quiso madame de Pompad…
—Pues yo preferiría no verlas. ¿Creéis que es posible?
—Por supuesto, señora, así se hará. Pondremos en su lugar una inscripción que os reconozca como su propietaria. Si os parece bien, claro.
—Me lo parece.
—¿Acierto al pensar que para las letras preferís el azul al rosa?
—Acertáis. Azul.
—Es una buena elección. El azul es muy vistoso.
—Pienso igual que vos.
—Entonces, madame, ya solo falta que escojáis las materias primas. ¿Me haríais el honor?
El director me señaló algunas cajas llenas de arcillas y areniscas y me indicó la proporción exacta de cada una: cuatro puñados de caolín, un puñado y medio de polvo de cuarzo, un puñado más de cierta piedra molida que recibe en latín el nombre de albus.
En el plato se había formado un montículo de tierra.
—Aquí tenéis vuestra chocolatera, madame. Ojalá os acompañe durante muchos años —dijo mi amable guía mostrando la tierra amontonada—. En solo unas horas ya podréis estrenarla.
Y ahora os dejo. Acaba de llegar la chocolatera y ardo en deseos de probar su contenido. Ya sabéis lo que dicen: el deseo de chocolate no debe postergarse ni reprimirse. Hay que saber cuándo conviene caer en la tentación.
Os beso con amor verdadero. Vuestra,
ADÉLAÏDE