Si me preguntarais de qué color fueron las horas que siguieron a aquella conversión mía en embutido humano, os diría que negras y bien negras. Los hombres del Sapo Inglés me acarrearon a pie durante un buen rato y después me dejaron sobre un carro y proseguimos camino. No podía adivinar adónde me llevaban, aunque supe que habíamos cruzado la muralla cuando escuché la voz del vigilante, que los dejó pasar sin revisar ninguna mercancía —creo que lo sobornaron—, y porque sobre el puente levadizo de madera las ruedas dejaron un momento de traquetear. Luego vinieron varios giros en todas direcciones, y varias órdenes en diferentes idiomas y dialectos, emitidas por voces distintas.
Mi triste situación, sumada a los boquetes del camino, me hizo llegar más que molido. Y cuando creía que me librarían de todas aquellas cuerdas que me constreñían por todas partes, descubrí que no pensaban quitarme ni la sábana. Uno de los dos hombres me cargó como a un saco sobre sus hombros y me bajó por una estrecha escalerilla hasta algún lugar que apestaba a humedad y donde los pasos sonaban con eco. ¿Tal vez se trataba de un escondite secreto? ¿Un sótano? Los hombres hablaban un inglés de suburbio que me costaba entender. Me dejaron allí, en compañía de un vigilante que no era ninguno de los dos. En todas las horas que permanecí allí no me dieron ni agua. Me moví un poco, arrastrándome por el suelo como un gusano, pedí algo de beber para llamar su atención, aunque la mordaza no me permitía vocalizar. En lugar de agua, me dieron una patada en las costillas que terminó con mis ganas de pedir nada más. Después los oí marcharse y comenzaron para mí las horas más negras del aburrimiento.
Al principio sentí curiosidad por descifrar los sonidos. Tenía necesidad de saber dónde me encontraba. Por desgracia, resultó demasiado fácil. Solo necesité dos minutos, en soledad, para tenerlo claro. Percibía un movimiento lento, como si alguien meciera la habitación. Y un «glub glub» de botella o de pecera. Me habían dejado en la bodega de un barco del puerto. Todo concordaba: la distancia que habíamos recorrido, la escala estrecha, las voces de los hombres portuarios… Y por si aún albergaba dudas, de pronto escuché un chillido diminuto y sentí algún animalito pasear sobre mis pies. Me lo quité de encima de un golpe seco como un latigazo, seguro de que era una rata, y os puedo confirmar que no fue mi último encuentro de la noche con bestia tan nauseabunda.
No sé cómo logré entretener las horas de mi cautiverio. Agoté mi repertorio completo de versos italianos, intenté dormir un poco —pero la postura no era muy cómoda y la compañía, poco deseable—, pensé mucho en Mariana, recité declinaciones latinas, di vueltas al secreto de Beaumarchais, su amante y el comandante de la Orden de San Luis, por si conseguía atar cabos y comprender algo, recordé a mis compañeros de viaje y me entristecí mucho al pensar que podían echarme de menos. Hice planes por si aquel bajel zarpaba conmigo en la panza y nuestro destino era América. Después llegó un silencio impenetrable, que solo unos ronquidos atronadores rasgaban. Los ronquidos me hicieron pensar en Beaumarchais y por poco me ahogo cuando derramé una lágrima y se me llenó la nariz de indeseables mucosidades.
Si alguna vez os amordazan, señora —¡los astros no lo permitan!—, no se os ocurra llorar. Es muy poco práctico. Los mocos se amontonan entre la nariz y el cogote y forman una bola que no va hacia ninguna parte. Yo me vi en serios apuros para encontrar la manera de respirar, como tengo por costumbre desde la tierna infancia. Mientras tanto, mi guardián dormía y las ratas estaban muy despiertas. Fue la noche más horrible que me ha tocado vivir. Y espero sinceramente poder decir lo mismo el día que esté muriéndome de viejo.
La mañana que siguió se presentó igual. No se avistaban cambios: nadie me hacía el menor caso, el barco seguía allí, las ratas salían de paseo y del muelle llegaban voces lejanas. Me pregunté cuánto tiempo más debería permanecer en aquel agujero, con todo el cuerpo entumecido, padeciendo una sed atroz y con el corazón lleno de incertidumbre. ¿Qué sería de mí si nadie pagaba mi rescate? ¿Me arrojarían al mar sin siquiera librarme de la sábana que me amortajaba en vida? ¿Sería un muerto misterioso en las aguas nauseabundas del puerto? ¿No es una lástima morir así con solo dieciocho años? Me acordé de mi madre, pobrecilla, si ella hubiera podido saber este final, no se habría tomado tantas molestias para alimentarme cuando yo no era más que un canijo y un mimado.
Pero mis horas oscuras estaban contadas, señora. Calculé que debía de ser ya media tarde cuando me pareció oír unos gritos estridentes que venían de fuera y todo el barco se estremeció en un temblor muy intenso. Hubo golpes, gemidos, carreras, y de pronto la voz desafinada de una dama se impuso para decir:
—Llevadme hasta el prisionero si no queréis que os decapite aquí mismo.
No me pareció un comportamiento muy femenino, pero la extrañeza no fue nada comparada con la alegría de escuchar una voz conocida. Había más gente por allí, los podía oír caminar por cubierta, pero no decían media palabra. Tal vez la dama había acudido con un ejército de soldados armados, como la heroína de una de esas comedias donde todo es mentira y siempre se alcanza un final feliz.
Sentí unas manos que me zarandeaban para aflojar los nudos de las sábanas y di gracias al cielo (a pesar de que soy un descreído). Al principio no pude ver el rostro de mi salvadora. Tantas horas de oscuridad me habían dejado los ojos inútiles. Después, cuando poco a poco me acostumbré a la nueva situación, mientras aquellas manos hábiles me libraban de las cuerdas, me volví a ver quién me estaba salvando.
¡Caramba! ¡Qué sorpresa!
Allí estaba, como me había parecido cuando oía sin ver, la dama de Beaumarchais. Llevaba sus impecables tirabuzones y aquel vestido de seda amarilla que vi en el suelo de su cuarto, conjuntado con unos guantes de terciopelo del mismo color. Sobre las faldas del vestido, bien sujeta al talle estrecho, se ceñía una espada. Vista de cerca, admiré sus ojos claros, de un azul casi transparente, sus labios finos, sus mejillas sonrosadas. Se movía con delicadeza, pero sus manos eran fuertes y sus brazos robustos.
—¿Os encontráis bien? ¿Podéis caminar? —me preguntó con su voz desafinada.
—Eso creo —respondí.
—Poneos en pie, entonces. Yo os ayudo. Apoyaos en mí.
Antes de salir de allí reparé con gran satisfacción en que no me había equivocado en nada. Estábamos, como supuse, en la bodega sucia y húmeda de un barco. Al salir —por la escalera estrecha que también había presentido— vi que se trataba de una fragata de bandera inglesa y que en cubierta estaban los dos soldados del Sapo amordazados y atados de pies y manos. No negaré que me produjo una honda satisfacción encontrarlos en la misma incómoda postura en que ellos me tuvieron a mí durante tanto rato. Había también un tercer hombre, tan rudo que parecía aún por civilizar, que vestía solo una camisa y unos pantalones de marinero y que igualmente había sido atado y amordazado. Sospeché que podía ser mi vigilante nocturno, el que roncaba mientras yo me batía con las ratas. Guardando los prisioneros estaban media docena de soldados, no sé si franceses o catalanes, y en el muelle esperaban más.
—Me gustaría conocer el nombre de mi salvadora —me atreví a decir, ya más envalentonado, cuando pisé tierra firme.
—Para vos soy mademoiselle d’Eon —repuso con una sonrisa enigmática y encantadora.
No se podía decir que fuera, desde luego, una mujer hermosa, pero vista de cerca tenía un magnetismo que atraía como un canto de sirena.
Aún le quedaba al día alguna luz. Adiviné que no serían más de las cuatro, tal vez las cuatro y media. Con un poco de suerte, aún me sería posible acompañar a los señores chocolateros a la tienda de Mariana, como estaba previsto. Solo debía darme prisa.
Los soldados cargaron con los prisioneros hasta el muelle y se detuvieron frente a mademoiselle d’Eon, a la espera de instrucciones. Ella dijo:
—Llevadlos a la bodega del Libertas y preguntad allí al señor de Beaumarchais dónde debéis dejarlos.
Di un respingo. ¿Beaumarchais también estaba allí? Recordé la conversación clandestina del hostal, antes de que comenzaran mis desgracias. Se habían dado cita a las siete menos cuarto de la tarde, la hora en que el buque americano debía zarpar. El azar quería hacerme testigo del secreto más íntimo de uno de los hombres a quien más admiro del mundo.
Lo vi de lejos. Beaumarchais estaba en el muelle ante un bergantín de bandera española. Tenía una postura de hombre satisfecho a quien la vida acaba de concederle el último de sus deseos. Miró a los prisioneros y dijo:
—Llevadlos a la bodega de popa. En la otra está su oficial, y no quiero que se vean las caras ni que puedan hablar hasta que el barco llegue a Boston. De todos modos, cuando sepan adónde van, se les pasarán las ganas de decir nada.
Así supe que el Sapo Inglés había sido capturado también y que Beaumarchais tenía para él algún propósito que no alcanzaba a comprender. ¿Pensaba tal vez venderlo como esclavo? ¿Solicitar también un rescate? ¿Torturarlo para conseguir información secreta del enemigo?
Mientras yo me entretenía con estos pensamientos, ante mis ojos atónitos se desarrollaba un espectáculo difícil de digerir. Mademoiselle d’Eon se había levantado la falda y enfundaba sus torneadas piernas en unas calzas masculinas de gamuza de color beis. Se libraba de los delicados zapatos y se calzaba unas botas militares de piel negra. Se quitaba la blusa y el corsé y completaba el conjunto con una casaca de color granate toda ribeteada con hilo de plata. La ropa la iba sacando de un hatillo escondido en el pescante del tílburi. También llevaba una peluca masculina, que sustituyó los tirabuzones de su cabeza. Los guantes de terciopelo amarillo, a cambio de unos de cabritilla oscura. Las joyas, por una banda que le cruzaba el pecho y de la cual colgaba una condecoración militar en forma de cruz. Las pestañas postizas, por un bigotito también falso que se pegó sobre el labio superior con mucha práctica. Para rematar la transformación, el sombrero tricornio con galón de plata y escarapela de lazo blanco. Al acabar, lo único que quedaba en su lugar era la espada.
—¿Por qué ponéis esa cara, Guillot? ¿Os asusta más ver cómo se desnuda una mujer o cómo se viste un oficial? —preguntó mademoiselle mientras con la yema de un dedo se aseguraba el bigote.
En un abrir y cerrar de ojos, con la pericia de quien lo ha hecho mil veces, se había transformado en aquel commandeur de la Orden Real y Militar de San Luis que otros habían visto en compañía de Beaumarchais. El mismo que yo descubrí saliendo de la habitación del hostal de Manresa. Y resultaba ahora que él y la dama misteriosa eran una misma persona. Me habría gustado tener tiempo de aclarar algunos aspectos, pero estaba mudo de la más rendida admiración. Además, por alguna parte comenzaba a vislumbrar un sentido a todo aquello. Aunque aún estaba lejos de comprender de verdad lo que estaba ocurriendo.
—Parecíais una mujer de verdad —dije.
—Claro. Porque eso es lo que soy.
—Pero ahora sois un hombre.
—También, también. Permitid que me presente: soy Charles de Beaumont, más conocido como Chevalier d’Eon, leal servidor de nuestro rey y amigo vuestro, si no os desagrada. —Acompañó estas palabras con un golpe de sus talones, muy militar.
—Pensaba que no se puede ser hombre y mujer al mismo tiempo. Está claro que me equivocaba.
—Vos lo habéis dicho. A mí me viene de nacimiento. Al verme, mis padres quedaron tan desconcertados que me bautizaron con tres nombres de hombre y tres de mujer, para no verse obligados a escoger. El caso es que tampoco yo sé por cuál decidirme, de modo que soy un rato esto y un rato lo otro.
—Y en realidad, ¿cómo os sentís, mademoiselle o chevalier? —pregunté.
—Depende del día. Y de las necesidades.
—De acuerdo —insistí insatisfecho—. Pero ¿quién sois?
—Alguien que pone muy nervioso a los que creen que el mundo es simple.
—Vaya, estoy muy desconcertado —admití.
—Sí, señor, lo comprendo. El desconcierto es el más leve de los efectos que provoco. Se os pasará.
—¿Es verdad que sedujisteis al Sapo?
—¿El Sapo? ¡Ya caigo! ¡Es bueno el mote! —Rio, mostrando unos dientes blancos y perfectamente femeninos—. Sois agudo, Guillot, me gustáis. Y sí, le seduje. En ocasiones, por Francia conviene hacer grandes sacrificios.
—¿Y también le robasteis?
—Por descontado. Algo tan asqueroso no puede hacerse gratis. Fue tan fácil…
—Y naturalmente, también ayudáis al capitán general González a encontrar a los contrabandistas de armas.
—¿Ayudarle? Yo no diría tanto. Más bien lo distraigo… Hago que mire hacia la dirección adecuada.
—Porque… —Venía ahora la más arriesgada de mis deducciones—. Porque el contrabandista de armas también sois vos, claro.
Sonrió con picardía.
—Preguntáis demasiado, Guillot. Llegaréis lejos. Si antes no os rebanan el pescuezo, claro. —Se ajustó la espada al cinto con un gesto decidido, muy masculino, y dio media vuelta, dejándome allí plantado con la última pregunta sin responder y un palmo de narices.
Las maniobras de carga del bergantín proseguían. Después de los prisioneros, los estibadores acarreaban ahora cajas de madera, grandes, oscuras, de apariencia muy pesada. Cada una requería cuatro hombres para ser trasladada hasta la panza del velero. Era una maniobra lenta y delicada, que Beaumarchais vigilaba con ojo avizor. De vez en cuando pedía a los cargadores que se dieran prisa. Daba instrucciones a un capataz que no dejaba de entrar y salir. Cuando todo quedó ordenado, los hombres se despidieron ruidosamente y se alejaron de la embarcación. Para vigilar la carga bastaban dos marineros muy bien armados que ya estaban en sus puestos. Solo entonces se permitió Beaumarchais relajarse un poco. Se acercó a mí y me preguntó con mirada penetrante:
—¿Vos sospecháis qué puede haber en la barriga de ese bergantín?
—¿Los rehenes ingleses? —respondí.
—¿Nada más?
—Yo no he visto nada, señor.
—¿Conocéis el destino del barco?
—He oído decir que se dirigía a Venezuela, pero hace poco he creído escuchar que nombrabais otro puerto. No me sonaba en absoluto y lo he olvidado enseguida.
—¿Qué le contaréis a madame Adélaïde en estas crónicas que tan a menudo le escribís?
—Me limitaré a describir lo que he visto y oído, señor. Es lo que siempre hago.
—Añadid también que si alguien desea saber más detalles de este navío, su cargamento o su destino, puede preguntar al rey, a cuyos intereses servimos cuantos estamos aquí.
—Lo haré si vos me lo exigís, señor.
Quedé disperso en mi propia insignificancia, mientras los dos hombres terminaban sus negocios desde sus respectivas atalayas de grandeza:
—Diría que eso es todo, Beaumarchais.
—Yo lo creo también, Beaumont.
—¿Esperaréis vos en el muelle la hora de zarpar?
—No me moveré de aquí hasta que pierda de vista al bergantín más allá de la línea del horizonte.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—Es difícil saberlo. ¿Tenéis planes para el futuro?
—Quiero escribir dos o tres comedias que llevo en el magín. El rey desea que las estrene para celebrar su cumpleaños. ¿Y los vuestros?
—Tal vez visite la corte. Hace tanto que estuve allí por última vez… Añoro las hileras perfectas de los árboles en los jardines. Fuera de Versalles parece todo tan desordenado… O puede que me quede una temporada en Londres, de incógnito, saboreando las delicias de la sociedad inglesa, que es, como sabéis, la mejor del mundo.
—No entiendo cómo podéis soportar el hedor de Londres, amigo mío.
—A narices acostumbradas no ofenden los hedores. En París tampoco huele a rosas, precisamente.
—Si me lleva el viento a Inglaterra, prometo visitaros.
—Ojalá sople con fuerza.
—Siempre es un placer trabajar a vuestro lado, Beaumont.
—Iba a deciros lo mismo, Beaumarchais.
La conversación me tenía embrujado solo de pensar en las cosas que aquel par de veteranos habría compartido. Qué habrían visto. Mi imaginación ya volaba como una gaviota cuando la voz de Beaumarchais me devolvió a la tierra:
—Vamos, Guillot, despojaos de esa cara de idiota y haced el favor de subir al tílburi. Tenemos una cita con unos chocolateros y no quiero llegar tarde.