Podéis pensar que el episodio de la escalera del hotel acaba donde lo dejé. Os equivocaréis. Por desgracia, aún os he de contar la parte más importante, que es lo que ocurrió después. Me sujetaba al pasamanos, preparándome para bajar, aún muy confundido por culpa de aquella madeja de pensamientos que no lograba desenredar, cuando escuché como si todo un ejército subiera los escalones de madera. Corrí a esconderme de nuevo en el recodo del pasillo y hasta allí me llegó la voz del Sapo Inglés que ordenaba:
—¡Deprisa! ¡Ahora es el momento! ¡Echad la puerta abajo!
Los soldados que siempre acompañaban a aquella seta sebosa se lanzaron como vándalos contra la puerta de la habitación y lograron derribarla al segundo intento. El método recordaba a una tropa de conquistadores llegando a algún territorio estratégico. Me revolví solo de pensar en la mujer que aún permanecía dentro. Sola y sin defensa alguna frente a aquel pelotón de salvajes.
¿No es obligación de cualquier caballero que por tal se tenga acudir en defensa de una dama que es atacada de un modo tan brutal? Por una vez, no dudé ni un segundo. Salí de mi escondrijo y también yo me lancé, muy decidido, hacia la habitación, con la intención de evitar a toda costa el ultraje de la dama del señor de Beaumarchais. No llevaba armas de ningún tipo, pero la razón que me amparaba me pareció suficiente cuando grité:
—¡Deteneos ahora mismo! ¡No consentiré que os comportéis de este modo!
Los tres hombres se detuvieron en seco y se giraron para mirarme. Antes de que me reconocieran, creí ver rabia en sus ojos. Como el cazador que se relaja ante la presa inofensiva, una vez se fijaron en mí, se echaron a reír. El Sapo dijo:
—Ah, sois vos, Fernández. ¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí?
Eché un somero vistazo a mi alrededor. La habitación estaba vacía. La cama, perfectamente arreglada y sin rastro de la dama (ni de nadie más). La ventana, cerrada. Los baúles, abiertos. Su contenido, esparcido por el suelo. Reconocí casacas de diferentes colores —beis, granate—, una falda de seda amarilla muy vistosa, medias blancas que me parecieron de hombre y dos pelucas: una masculina y otra femenina. Creo que ni con tiempo para pensar habría logrado saber el significado de todo aquello. Pero con dos soldados armados frente a las narices mis pensamientos no logran fluir como es debido.
—¿Para quién trabajáis? —preguntó el Sapo en un tono algo menos amistoso que el de la noche anterior, cuando nos encontramos en la plaza de Palacio.
—¿Yo? Para nadie, señor. Salvo para mí mismo.
—Entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Qué buscáis?
—Soy amigo de la señora que ocupa esta habitación —solté lo primero que se me vino a la cabeza, sin medir las consecuencias.
—¿En serio? —Sir Sapo Inglés adoptó una expresión maliciosa, sin duda porque otorgó un significado muy concreto a la palabra amigo—. Pues me temo que tenéis mucha competencia, joven.
Con la nariz señaló los uniformes del suelo. No había ninguna duda de que viajaban en los mismos baúles que la falda de seda. También estaba claro que no eran de Beaumarchais. No entendía nada.
—Y decidme… —prosiguió el señor Sapo—. Vuestra amistad con la señora que vive en esta habitación, ¿es por casualidad muy estrecha?
—Un caballero jamás responde a una pregunta semejante —repuse levantando mucho la barbilla para hacerme el ofendido.
En ese instante, entre la barbilla y la nuez sentí la punzada fría y metálica de una punta de lanza.
—¿Os parece que podríais hacer una excepción? —preguntó el Sapo, que con la mano indicaba al soldado que no hincara el acero. Todavía.
—Lo dudo. Se trata de una amistad muy estrecha —mentí otra vez, pensando que la mentira iba a salvarme.
Me di cuenta enseguida de que había escogido la peor opción.
—Bien, bien, bien… Eso conviene mucho a nuestros intereses. —El inglés se frotaba las manos, como para ayudarse a mejor pensar algo muy complejo—. Debéis saber que vos y yo tenemos algo en común, en ese caso…
Comprendí lo que significaban estas palabras y comencé a sudar de pánico. ¿Entonces el Sapo Inglés era también amante de la amante de Beaumarchais? Pero ¿cuántos amantes puede llegar a tener una misma mujer en una misma ciudad? Sé que aún soy joven y un poco atontado, señora, pero aquello no me entraba en la cabeza. Al mismo tiempo, para tratar de sosegar un poco el humor de aquel inglés cornudo, suavicé un poco mi propia mentira:
—Ni siquiera la he tocado, señor. Ella no lo ha querido. Solo piensa en vos, ¿sabéis? ¡Todo el tiempo!
Fue demasiado tarde, o tal vez la mentira me salió demasiado exagerada. El Sapo me dirigió una mirada de resignación que no hacía presagiar nada bueno y dijo:
—No digáis más estupideces, Fernández. Aquella furcia me robó hasta mi último real. Se metió en mi cama, me drogó para que durmiera y sacó un molde de cera de las llaves de mi equipaje. Después, aprovechando aquella noche de licor en que vos y yo nos encontramos en la plaza, me dejó sin nada. Cuando llegué al hostal, mis baúles estaban vacíos de joyas, sedas, tinteros y cuanto objeto de valor encontró. ¡Incluido el dinero, por supuesto! Ya estaba resignado a pensar que nada podría hacer para recuperar lo que es mío, pero ahora la fortuna me sirve con vos una oportunidad de oro. Vos seréis el remedio para mi mal. No podríais haber llegado en momento más oportuno. —Hizo una pausa, carraspeó y ordenó a sus hombres con voz tonante—: ¡Atadle bien fuerte, que no escape! El señor Fernández será nuestro rehén. Veremos si la dama os quiere tanto como para pagar por vos el rescate que pienso pedir.
—¿Rehén? ¿De quién? ¿Por qué? ¿Yo? No, no podéis pedir un rescate por mí. Ella nunca… —Se me ocurrieron muchas cosas que decir y también un montón de preguntas, pero mis secuestradores no parecían muy dispuestos a escucharme.
Todo lo contrario, allí todo el mundo cumplía las órdenes con la mayor diligencia y a mí nadie me hacía el menor caso. El Sapo escribía, mientras en sus labios se dibujaba una gran sonrisa de placer, una nota informando de mi secuestro con muy pocas palabras y exigiendo como rescate todo lo que le había sido robado dos noches antes.
Mientras tanto, los dos soldados me ataron con gran pericia. Las manos, los pies, toda mi magra estructura. Me dejaron convertido en un embutido humano. En vano intenté convencerlos de que todo lo dicho era mentira, que solo pretendía salvar el pellejo, que no conocía a la dama de la habitación, que ni siquiera era Fernández…, pero ellos no querían escuchar. Hicieron su trabajo. Uno de ellos se acercó con un pañuelo grasiento en las manos, sin dejar de mirarme la boca.
A un solo gesto de la mano del Sapo, el pañuelo se detuvo.
—Antes de que os amordacen, Fernández, aclaradme una duda —dijo el Sapo—. Con la mujer tan preciosa que tenéis, ¿por qué sois tan imbécil de acostaros con esta vaca vieja?
Me encogí de hombros mientras el soldado me ponía al fin la mordaza, tan apretada que noté cómo mis mandíbulas se desencajaban. Suspiré de resignación, mientras aquellos dos hombres tan rudos me envolvían en una sábana de pies a cabeza y me transportaban escaleras abajo como si fuera una alfombra. Al pasar ante el hostalero, oí cómo le deseaban que tuviera una buena tarde. Él les devolvió el saludo, contento de servirlos.
Pienso que esta ciudad sería aún mejor si con dinero no pudiera comprarse todo y a todo el mundo.