Doce

No sé cómo, corrí tras la pareja escaleras arriba sin ser visto, encogiéndome en cada uno de los rellanos y observando entre los balaustres de la baranda. Al alcanzar el segundo piso, la dama sacó una llave de su escote y la hizo girar dentro de la cerradura. La puerta se abrió con suavidad y ella entró. Tras mirar hacia todos lados, Beaumarchais la siguió y cerró la puerta a sus espaldas.

Me acerqué con precaución y observé por el ojo de la cerradura. No se veía nada. Beaumarchais es un gato viejo, seguro que tomó la precaución de taparlo con algo. Procurando mantener todos los instintos alerta, hice lo único que podía hacer en aquellas circunstancias: fiarme de mi oído. Estaba preparado para escuchar el tipo de estrépito que suele acompañar a la cita clandestina de una pareja como aquella en un hostal cuando reparé en que nada sonaba allí como había de sonar. No había chirridos de patas de muebles, ni gemidos acalorados, ni golpes (impropios, a todas luces, de Beaumarchais), ni ronquidos fieros, ni siquiera maullidos, nada de nada. Lo único que escuché fue una conversación que transcribo de memoria aunque con gran fidelidad:

—¿Lo tenéis ya todo preparado? —dijo la voz de Beaumarchais.

—Sin olvidar un solo detalle.

—¿La embarcación se llama…?

—Libertas. Nombre latino. ¿No lo apuntáis?

—Prefiero retenerlo en la memoria. Entraña menos riesgos.

—Hacéis bien. Sois todo un experto.

—¿El buque es un bergantín?

—De bandera española. Comercia con cacao de Venezuela.

—El escondrijo perfecto.

—Eso deseo, señor.

—Entonces…, ¿nos encontramos mañana a las cinco menos cuarto?

—Estaré esperándoos en el muelle.

—Llevaré todo lo que hemos dicho.

—Creo que esta noche el anhelo no me dejará dormir.

—Diría que a mí tampoco.

—No lleguéis tarde. El Libertas zarpará a las siete en punto.

—No os preocupéis. Soy hombre de fiar. Mi palabra es de ley.

—Me lo habéis demostrado con creces.

—Hasta mañana, entonces.

—Hasta mañana.

Cuando la puerta se abrió de nuevo, yo estaba escondido en un recodo del pasillo y solo sacaba un poco la nariz para olfatear las novedades. Vi salir al señor de Beaumarchais muy tranquilo y bajar la escalera sin prisa. Sus movimientos me parecieron los de un hombre que acaba de tomar una decisión trascendental. Después, todo quedó en silencio.

Aproveché tanta quietud para dejar que mi corazón se serenase. Con tantos sobresaltos, no había podido parar desde hacía rato. Mientras tanto, le daba vueltas a aquello que acababa de averiguar: Beaumarchais nos abandonaba para huir a las Indias con aquella dama de rizada cabeza y destemplada garganta. ¡He aquí cuáles eran sus intenciones al unirse a nuestra comitiva! Hicisteis muy bien en no fiaros de él, señora. ¿Quién podía sospechar algo así en un hombre tan talludo?

Me pregunté también cuántas personas lamentarán la marcha de nuestro Beaumarchais. Cuántos en la corte llorarán su ausencia. Recordé a aquella infortunada dama, Marie Therése de Willer, creo que se llamaba. ¡Estaba tan prendada de él! Salvo ella y los cuatro lameculos que siempre gravitan a su alrededor con la intención de robarle las ideas para sus comedias, no se me ocurrió nadie más. No ha cultivado mucho las amistades versallescas el señor de Beaumarchais, me pregunto por qué razón. ¿Tal vez alguien de su inaudito talento lo tiene más difícil a la hora de forjar estimas verdaderas? A veces sospecho, Dios me perdone, que ni siquiera vuestro sobrino le aprecia demasiado y que si le envía a todas estas misiones al extranjero es para perderlo de vista. Tal vez sea cierto aquello que se rumorea en palacio de que ha hecho cosas abominables, como falsificar documentos o malversar dinero del rey. A mí, señora, se me llena el corazón de tristeza solo de pensar en no verle más. Incluso si tomo por verdaderas las habladurías que lo injurian.

Por otra parte, está la dama. Me pregunto quién es. En sus maneras se adivina la posición y en su envoltorio, la riqueza. No es joven, sino más bien lo contrario. Entre sus virtudes, la belleza no ocupa un lugar principal. Habla de un modo delicado, como una mujer ilustrada, aunque con esa voz desagradable, discordante, tal como percibí la noche pasada desde lo alto de la muralla. Es una voz que confunde a quien la escucha, incluso de cerca. No hay modo de saber si la emite una garganta masculina o una femenina, por extraño que pueda resultar. Está claro, pienso, que ella y Beaumarchais se conocen desde antiguo. Nadie planifica una huida a un continente remoto con alguien a quien no conoce, ¿no creéis? ¿Y cuánto hace que…? ¿En qué ocasión pretérita han forjado su…?

Le prometo, señora, que tenía la cabeza como una sopa hirviendo de tanto rumiar las respuestas a aquellas preguntas tan indiscretas. Ahora que por fin había dado tregua a mi corazón, era la razón la que me martirizaba.

No había alcanzado ninguna conclusión cuando se abrió de nuevo la puerta del cuarto y alguien salió al pasillo. Por fortuna, no me había movido de mi recodo y logré asomarme un poco para investigar. Esperaba encontrar a la dama misteriosa girando la llave en la cerradura. Me llevé una tremenda sorpresa cuando vi en su lugar a un comandante de la Orden de San Luis con su uniforme completo, incluida una espada de hoja larga y estrecha, de apariencia muy ligera, ideal para escaramuzas de ciudad. No pude contemplarlo mucho rato, pero me pareció ver en él a un hombre ni joven ni viejo, bien parecido, atlético, de ojos claros, mandíbulas cuadradas, mejillas de buen color y labios finos. Llevaba un bigotito negro y mínimo, que se acariciaba con el dedo, como si temiera que se le fuera a caer. Todo en él denotaba buena salud y, al mismo tiempo, tenía algo de familiar que me dejó dudando si lo había visto alguna vez, en alguna otra parte. También me pregunté, con razón, por qué no había oído su voz durante la conversación de Beaumarchais con su dama, si al fin y al cabo estaba en la misma habitación. ¿Acaso también él estaba oculto? ¿Emboscado? ¿Y si era un criminal, un ladrón, un asesino, un espía? ¡Misterios y más misterios!

Cuando hubo cerrado la puerta, el comandante se guardó la llave dentro de la casaca, se recolocó el sombrero tricornio, se ciñó bien la espada y bajó las escaleras a toda prisa.