Once

—Mariana, esto es para vos. Tomad. El regalo de madame Adélaïde que aún no había podido poner en vuestras manos —le dije sacando de mi zurrón el envoltorio de terciopelo color turquesa.

—Lo habéis recuperado.

—Por fortuna.

Mariana sonrió con timidez.

—¿Y qué es? —preguntó comenzando a desenvolverlo.

Mientras lo hacía, se le escapaban risitas de nervios. No debía de estar muy acostumbrada a recibir obsequios. Apartó la tela con cuidado —había dos capas— hasta que la pieza de porcelana quedó a la vista. Parecía nueva, como recién cocida.

—¡Una chocolatera! ¡Es preciosa! —dijo mirando el regalo por todos los lados. Al observar las letras azules de su base me interrogó con la mirada.

—Aquí dice «Soy propiedad de la señora Adelaida de Francia» —traduje—. ¿Podré decirle que os ha gustado?

Le brillaban los ojos.

—¡Claro que sí! ¿Queréis estrenarla? Puedo servir aquí vuestro chocolate.

—Encontraría más oportuno que la estrenarais vos.

—Entonces la estrenaremos juntos.

Las palabras, qué enigma. Aquella que Mariana acababa de pronunciar, juntos, sobresaltó mi corazón.

Tal vez os avergonzaréis de mí, señora, pero perdí el hilo. No de la conversación, sino más bien de la existencia. Me quedé petrificado, mirando a Mariana. Aquellos ojos, aquellos labios, aquellos pechos de estatua griega. Y como si mi corazón y mi cuerpo decidieran por sí mismos, noté que mi cintura se combaba hacia ella muy despacio, como un junco vencido por el peso de algún animal, y que le miraba los labios con una insistencia inédita, como si quisiera fundirlos con los míos. No sé qué habría hecho si su voz dulce no me hubiera devuelto a la realidad con una pregunta:

—¿Estáis bien? ¿Respiráis?

El susto me hizo salir del encantamiento con un respingo. La tomé de la mano y deposité sobre ella un beso diminuto, insuficiente, que de ningún modo abarcaba lo que siento cuando ella está cerca (incluso cuando está lejos). Entonces, como si el mundo pronunciara mi nombre a gritos, escuché en la calle el sonido inequívoco del paso de un vehículo: el chirrido de un eje, el trote de un animal… Miré un momento hacia el exterior y llegué a tiempo de distinguir a Beaumarchais encaramado al pescante de un tílburi —acaso el mismo de la noche anterior— en compañía de la dama de los tirabuzones.

Os aseguro que jamás ha tenido más mérito obedecer vuestras órdenes. Dejé a Mariana —con pesar, pero también con sentido del deber—, salí de la tienda tras una despedida urgente, miré hacia todos lados y me dispuse a seguir el rastro de aquel chirrido, porque del coche no quedaba ningún rastro. No es fácil seguir a un coche yendo a pie, pero ya ha quedado dicho que tengo rápidos los pies y despiertos los sentidos.

Llegué justo a tiempo de ver a Beaumarchais en compañía de su dama atravesar el portal del hostal de Manresa.