Beaumarchais llegó al hostal cuando ya clareaba, se quitó los zapatos, las medias y las calzas y se tumbó en la cama cuan largo era.
—Admirado señor —le dije—. He pensado que mañana a las cinco de la tarde es un buen momento para dirigirnos con toda la comitiva a la tienda del chocolatero Fernández con el objeto de visitar la máquina que es motivo de nuestro viaje. De este modo vos habréis podido descansar y los…
Pero Beaumarchais debía de estar agotado —y acaso también satisfecho— y por respuesta emitió tan solo un ronquido.
Me levanté, nervioso, llené el aguamanil y me lavé la cara. El espejo me devolvió mi expresión boba de siempre, pero muy empeorada por la presencia de unas bolsas azules debajo de los ojos. No había dormido apenas. A pesar de ello, necesitaba ver a Mariana enseguida. Mi corazón no soportaba más horas de separación.
Mi ropa, a diferencia de la del secretario del rey, estaba doblada con mucho cuidado sobre una de las sillas. Me vestí urgido por las prisas y cuando me disponía a calzarme, me llevé una buena sorpresa.
Un paño de terciopelo de color turquesa, muy familiar a mis ojos, había aparecido como por arte de magia sobre la mesa. Lo comprobé con cuidado: era el envoltorio de nuestra chocolatera, la que me entregasteis junto con la carta. Retiré la tela y topé con la delicadeza de la porcelana blanca, el asa elegante, la tapa, el pico, la inscripción azul de la base: «Je suis à madame Adélaïde de France». No había duda, era vuestra chocolatera. La misma que me fue sustraída la primera noche por aquel hombre sin escrúpulos de Mimó disfrazado de capitán general. Mas ¿cómo podía estar allí, mezclada con las demás cosas de Beaumarchais?
Zarandeé sin ningún escrúpulo a mi compañero de cuarto. Necesitaba con urgencia una explicación.
—¿Por qué tenéis la chocolatera de madame? ¿De dónde la habéis sacado?
Pero no había nada que hacer contra el sueño del secretario del rey. Tan solo logré extraerle unas palabras:
—La chocolatera… Ah… Sí… Tomadla… Os la traje…
Y se dio la vuelta en la cama, después de emitir un ronquido como un trueno.
Me quedó claro que no era momento para explicaciones. No me importaba demasiado, la chocolatera acababa de facilitarme una excusa perfecta para ir a visitar a mi Mariana y cumplir —por fin— vuestro encargo.
Metí la jarra en mi zurrón y bajé la escalera como un poseído, tan deprisa como me permitieron mis huesudas aunque ágiles piernas. La última cosa que deseaba era haber de encararme con alguno de los tres chocolateros franceses. Pero como suele ocurrir con los pensamientos inoportunos, la providencia me castigó a verlo cumplido al instante. En la puerta del hostal tropecé fatalmente con Maleshèrbes, muy enfadado.
—¿Me estáis evitando, señor Guillot? ¿Jugáis al gato y al ratón?
—No, señor, de ningún modo.
—¿Y pues? ¿Adónde vais a estas horas y sin desayunar?
—Tengo unos asuntos capitales que resolver.
—¿Vos también? Eso mismo me dijo Beaumarchais cuando ayer le vi salir con las mismas prisas. ¿Qué asuntos capitales podéis tener en una ciudad que no es la vuestra y con los bolsillos vacantes? Mis colegas y yo empezamos a cansarnos de tanto misterio.
—No hay misterio alguno. Vuestra cita ya se ha fijado.
—Ah, ¿sí? ¿Y para cuándo?
—Mañana por la tarde, a las cinco en punto. Nos encontraremos todos en la tienda del señor Fernández.
Aquel hombre era como una montaña, tapaba toda la salida. A pesar de que ya le había dicho cuanto quería saber, no me dejaba pasar.
—¿Y ahora qué más os ocurre? —pregunté.
—¿Por qué tendría que creer a alguien como vos?
—Porque no hay nadie más, señor.
Empezaba a cansarme. Lo único que se me ocurrió para terminar con aquella entrevista absurda fue ponerme a cuatro patas y pasar por el hueco de sus piernas regordetas mientras le decía:
—Haced el favor de darles a los demás la noticia, monsieur. ¡Incluido Beaumarchais!
Caminé deprisa por las calles, que se hacían más seguras a medida que la nieve se iba fundiendo. Aún estaba lejos de la bonanza que esperaba hallar en una ciudad mediterránea, pero por lo menos ya me notaba la capa.
Llegué a la calle de las Tres Voltes en cuatro zancadas y me sorprendió encontrar la puerta custodiada por dos escoltas armados. Mi Mariana atendía al señor capitán general, el de verdad, aquel González de Bassecourt que aún no había resuelto nuestro mayor problema. Enseguida me di cuenta de que no había acudido a la tienda para comprar chocolate.
La dulce Mariana estaba sentada en una silla frente al mostrador y él daba vueltas sobre sí mismo haciendo mucho ruido con los zapatos y sin dejar de hacer preguntas en tono inquisitorial.
—Os ruego que no me hagáis perder el tiempo, señora mía. Tengo asuntos mucho más importantes y enojosos que resolver hoy. ¡Contrabando de armas, ni más ni menos! No puedo permitirme perder el tiempo con vos hablando de chocolate. Pero ocurre que últimamente se han recibido muchas denuncias contra vuestro establecimiento, y esto tampoco puedo tolerarlo. El rey es cliente vuestro. Si le estáis envenenando y yo no hago nada por evitarlo, me colgarán sin dejar ni que me defienda. Así que responded de una vez. ¡Y decidme la verdad!
—Ya os lo he dicho, señor. Las denuncias son infundadas. Comprobadlo vos mismo.
—¿Y cómo puede ser que haya tantas? ¿Y tan de repente?
—Porque son muchos los que me quieren mal, señor.
—Así, pues, ¿juráis que nunca habéis adulterado el chocolate con el que comerciáis con el fin de abaratar su coste?
—Jamás, señor.
—¿Ni habéis añadido ningún producto horrible con la finalidad de vengaros de alguien o hacer un maleficio?
—Claro que no, señor. Soy chocolatera, no alquimista. Ni bruja, como quieren que creáis.
—¿Sabéis qué clase de porquerías se cuenta que añadís a vuestro chocolate?
—Lo sé, señor. Por desgracia.
—¿Jurarías ante un juez que son acusaciones falsas si fuera necesario?
—Lo juraría ante Dios. Y lo podría demostrar, además.
—Decís que os quieren mal. ¿Habláis de alguien en particular?
—Del Gremio de Chocolateros al completo. Y también del de boticarios, el de azucareros y el de molineros.
—¡Caramba, señora mía! ¡Eso es mucha gente! ¿Y vos qué les habéis hecho a todos esos señores?
El capitán general, visto así de cerca, parecía una persona bastante pusilánime. Miraba a Mariana como habría escrutado una bola de cristal, esperando algún resultado mágico. Por dentro tenía un dilema de los grandes: ¿hacía caso a las denuncias, se curaba en salud —por aquello del rey, gran bebedor de chocolate— y se arriesgaba a cometer alguna injusticia o bien hacía caso a lo que le dictaba el corazón y dejaba en libertad a aquella criatura tan hermosa? El señor González se perdía entre las brumas de su propia duda.
—Señor, si me permitís la osadía —intervine. De otro modo, creo que habría reventado—. Yo os confesaré en nombre de la señora, que es en extremo modesta para deciros la verdad, el motivo por el cual todos esos hombres sin entrañas desean la ruina de su negocio. No puede ser más simple: Mariana es la mejor chocolatera que hay en Barcelona. ¿Qué digo Barcelona? ¡De Cataluña! ¡De España! ¡De Europa! ¡Del mundo civilizado! —Hice una pausa para respirar—. ¿A vos os agrada el chocolate, señor?
—Mucho —dijo con cara de travieso.
—¿Y habéis probado alguna vez el de esta casa?
—No. Nunca. Por desgracia.
—Levántate, Mariana, deja sentarse al señor capitán general, que hoy tiene un día muy difícil y necesita tomar fuerzas. ¡Traficantes de armas, ha dicho usted! ¡Qué responsabilidad tan indeseable! Poneos cómodo, señor. —Le conduje hasta el asiento sujetándolo por los hombros, que la tensión había endurecido hasta hacer parecer de piedra. Le ayudé a sentarse, ante la mirada de reojo de los dos escoltas que esperaban a la puerta—. Dejadme que os ofrezca una pequeña degustación para que sepáis de primera mano qué es lo que tanto aprecia su majestad el rey Carlos, aunque sus gustos no acaben de coincidir con los de su pariente, Luis XVI de Francia. Es sabido que en las familias siempre ha desavenencias. Después de probarlo, podréis decidir de qué bando estáis.
—No sé, señor… No sé si… Acaso no… Por cierto, y vos ¿quién sois?
—Victor Philibert Guillot, señor, para serviros, el más grande admirador del chocolate del señor Fernández y su esposa, llegado desde Versalles para cantar sus excelencias. —Creo que esta presentación le impresionó, aunque no tanto como lo que dije a continuación—: Creo que hace solo un par de días tuvisteis la oportunidad de conocer al director de nuestra embajada, el célebre autor de comedias Caron de Beaumarchais, que os visitó con relación a un suceso muy desagradable del cual fuimos víctimas inocentes. ¿Lo recordáis?
El capitán general puso los ojos en blanco solo de pensar en Beaumarchais.
—Ah, ¡cuánto admiro a ese hombre! —dijo—. ¡Si supierais cuánto me reí viendo Las bodas de Fígaro! Creo que nunca se ha escrito nada mejor. —Se quedó en silencio como para permitir que el recuerdo de Fígaro llegara y se diluyera en el ambiente. Menos nostálgico, prosiguió—: Por eso mismo lamento tanto no haber sido capaz aún de resolver lo del robo. Hemos tenido muy mala suerte, todo ha ocurrido al mismo tiempo.
—¡No os preocupéis! ¡Con la ciudad llena de contrabandistas de armas, no es de extrañar que no tengáis tiempo para nada! —le disculpé para ganarme su favor.
Él exhaló un largo suspiro de alivio y diría que se sintió comprendido.
—Y no solo son mercaderes ilegales de armas, señor. ¡Lidio con cosas aún peores!
—¿Qué tipo de cosas?
—Por desgracia, no puedo decíroslo.
—Ah, qué lástima. Reconozco que habéis despertado mi curiosidad. Pero ahora no penséis en esos asuntos tan malignos. Bebed este poco de la pócima más reconfortante que existe, elaborada por esas manos de nieve y servida en una mancerina, como aún tienen por costumbre en las Américas. La mancerina es de mayólica ligur, la más delicada que existe en nuestros días, traída ex profeso a Barcelona para satisfacer a los más exigentes, que en la ciudad son legión. ¿Observáis cuánta espuma? ¿Percibís el sabor de los granos de pimienta? Así es como lo quiere el rey Carlos todas las tardes. Y así también gusta bastante al papa de Roma. Sin duda sabréis que el chocolate comenzó siendo un placer aristocrático, monárquico y vaticano, por mucho que ahora haya llegado a las manos grasientas y peludas del pueblo. Y ahora, hacedme el favor de limpiaros los bigotes si no queréis que todos sepan dónde habéis estado.
El capitán general olisqueó el contenido de la taza antes de beber el primer sorbo aún con desconfianza. Luego, ya no pudo parar. Mariana desapareció en la trastienda en busca de algo.
—¿Lo veis? —proseguí con mi parlamento, que parecía dar buenos resultados—. Este chocolate mismo, mezclado con rebanadas de pan o con fruta fresca recién cogida, es el que toma dos veces al día el barón de Maldà, uno de los muchos clientes notables de esta casa. ¿Lo conocéis, verdad? ¡Claro que sí! ¡Qué pregunta más obtusa! Está claro que entre gente de calidad todos son viejos amigos. Ahora probad esta delicia que acaba de traeros la señora de la casa y veréis cómo enseguida nos pedís otra ración.
—¿Qué es, exactamente?
—Un chocolate sólido como no habéis probado jamás.
—¿Sólido? No sabía que lo hubiera.
—Ahora ya lo sabéis. Existe porque el marido de la señora es un genio. Le puedo asegurar que si el señor Fernández estuviera aquí en este instante, encontraría sumo placer en explicarle las teorías filosóficas, económicas, gastronómicas e incluso astrológicas que tuvo en cuenta para diseñar la máquina que da lugar a esta maravilla. Es una lástima que se encuentre de viaje y que aún no tenga previsto regresar. Seguro que quienes desean el fracaso de la señora Mariana le han contado alguna mentira sobre él…
—Ciertamente. Me han dicho que no volverá.
—¡Mentiras y más mentiras! Está en Versalles. ¿A vos os parece que Versalles es un lugar del que no se regresa? Miradme a mí, entro y salgo cuando quiero. El señor Fernández regresará una vez haya terminado el trabajo secreto que le fue encargado por su majestad el rey Luis.
—¿Trabajo secreto?
—Por Dios, guardadme el secreto. —Bajé la voz—. El señor Fernández ha recibido un encargo de las hijas del rey. Desean tener para ellas solas un aparato como el que aquí puede verse. Los del Gremio de Chocolateros revientan de la envidia. El talento de los demás no se perdona.
—¡Ah, cuánta razón tenéis, Guillot! Yo sufro el mismo problema todos los días —rebufaba con la boca llena el capitán general.
—Le creo, señor, le creo. ¿El chocolate es de vuestro gusto?
—¡Delicioso!
—¿Os sentís menos atribulado?
Todas aquellas confesiones habían enternecido al visitante, que correspondió al fin con sus propios secretos.
—¡Ay, señor mío, me resulta imposible desatribularme! Estoy rodeado de inútiles y de iletrados que no saben ¡ni dónde está América!
—¿Lo decís de verdad? —pregunté fingiendo extrañeza.
—¿Recordáis los mercaderes ilegales de armas de quienes os he hablado? —Calló hasta que asentí con la cabeza—. Pues son partidarios de la independencia americana.
—¿La independencia? ¿Y para qué quieren ser independientes aquel hatajo de salvajes?
—Yo no lo sé, señor, no me lo explico. Son unos ingenuos. En ninguna parte estarán mejor que bajo el amparo de la civilización. ¿Gobernarse ellos mismos? ¡Qué estupidez! ¿Y para qué? ¿Y cómo? ¡Si ni siquiera tienen un rey! Cuando hayan fracasado volverán con el rabo entre las piernas a pedir que algún gobierno de verdad los ampare. Y entonces ya veremos quién manda en el mundo, y cuál es el precio de tanta ambición y tanta petulancia.
—¡Estoy de acuerdo de principio a fin!
—Bien, pues estos delincuentes a quienes persigo pretenden enviar dinero y armas a los rebeldes de América para que luchen contra el Imperio británico. Y pretenden hacerlo, para mi desgracia, desde el puerto de Barcelona. ¡Qué contrariedad!
—Ya veo. ¿Habéis registrado los barcos?
—Todos, del primero al último. Pero no hemos hallado nada.
—¿Son muchos los indeseables?
—Imposible saberlo. A ratos parecen docenas y a ratos un solo hombre.
—¡Qué caso! Comed, comed, fortaleceos. Mariana, por favor, servid otro plato al capitán general.
—¡Estoy desesperado, señor Guillot!
—Os comprendo, amigo mío. Tal vez os sería de utilidad alguna ayuda.
—No creáis. Dispongo de alguna y muy valiosa. Un commandeur de la Orden Real y Militar de San Luis, ni más ni menos, que estos días tiene su residencia en Barcelona. Él es quien se ha encargado de registrar los buques uno a uno. Es un hombre muy riguroso.
—¿De la Orden de San Luis? —me sobresalté.
—De nombre Charles. ¿Acaso le conocéis?
—¿Charles? —Tuve que pensarlo—. No, no sé quién decís.
Aquella conversación me estaba proporcionando más información de la que esperaba. Para relajarnos un poco, regresé al chocolate. Es bueno dejar que el ambiente se distienda. Sobre todo, mientras no se te ocurre nada mejor que hacer.
—Probad esta, señor. Está hecha con el mismo cacao que Hernán Cortés trajo de México a Europa en su tercer viaje. Aquí no sabían qué hacer con él y lo enviaron a un convento de monjas, junto al río Piedra. Fue a ellas a quienes se les ocurrió mezclarlo con azúcar. Para que después digan que las órdenes religiosas no sirven para nada.
—Desde luego.
—¡No seáis tímido! Tomad. Este alimento os dará ánimo para resolver este trabajoso asunto, estoy seguro. Es un dulce muy energético, lo dicen todos los médicos. Tiene efectos milagrosos. ¿Por fortuna conocéis el caso de la señora Rosa Catalina Font?
—Rosa Catalina… No. ¿Quién es?
—Esta señora es vecina de la calle de la Vidrieria, muy cerca de la plaza de las Olles, y aunque no se lo crea, está a punto de cumplir ciento dos años con la salud de un caballo.
—¿Es cierto? ¿Y cómo?
—A los ochenta y cinco entró a servir en una casa de la que se ocupó sola hasta los noventa y tres. ¿Y todo por qué? Porque cada día comía unas cuantas verduras del huerto y dos tacitas de chocolate de casa Fernández. Le puedo asegurar que nunca ha sufrido un desmayo, por ligero que sea. Cuando cumplió cien años padeció un ataque de erisipela en la cabeza, la sangraron un par de veces y se rehízo al poco tiempo. Ni siquiera las sangrías la debilitaron. Hoy en día, a su edad, aún hila y cose y se viste sola y hace las tareas de la casa. ¿No le parece un portento? Pues eso es lo que se vende tras este mostrador.
—Me parece todo muy interesante. No sabéis cuánto os agradezco que me hayáis alimentado. Pero ahora debo irme. Los contrabandistas…
—¡Por descontado, señor González de Bassecourt, los contrabandistas son lo primero! Pero hacedme el favor de llevaros para el camino este pedacito que habéis dejado en el plato. Y volved siempre que lo creáis necesario, que para este mal nada hay mejor que el chocolate.
En cuanto salió el capitán general con sus ánimos al punto, tomé asiento y traté de resolver aquel rompecabezas que cada vez me parecía más complicado.
Le pedí a Mariana si podía haber también para mí una tacita de chocolate y en ese momento recordé que todavía llevaba vuestra…
Mas esperad un instante, señora. Antes de proseguir será mejor que nos detengamos un poco, por si alguien tiene algo importante o urgente que atender antes de disponerse a tragar palabras y más palabras.