Nueve

Alcancé el Portal del Mar en el momento en que los grandes portones de la muralla se cerraban con mucho escándalo. Por más que pedí a los centinelas que me permitieran salir en nombre del rey francés y del castellano y de su honor y de mi palabra y de las madres que nos depositaron en el mundo a todos, no hubo modo de convencerlos. Creo que no utilicé argumentos lo bastante convincentes. Me miraron igual que hubieran hecho con un perro sarnoso y continuaron como si tal cosa.

No me quedó otro remedio que encaramarme al paseo de la muralla por aquella pendiente que queda cerca del convento de San Sebastián y desde allí tratar de ver algo. El puerto comenzaba al pie del muro, pero se extendía hasta muy lejos, y todo estaba inmerso en una oscuridad dramática. Para no ser visto, apagué el farol y dejé que mi sombra se confundiera con el resto de sombras de la noche. El frío hacía gemir a las cosas. No podéis imaginar, señora, qué vendaval gélido soplaba allá arriba en aquellas intempestivas horas. A la primera ráfaga ya tenía la nariz para tirar. Me sujetaba todo el rato el sombrero y la peluca, obstinados en dejarme la cabeza desamparada. Y por si no fueran suficientes desgracias, la noche era negra y sin luna.

Necesitaba un poco de paciencia, me dije. La paciencia es un árbol de raíz amarga, pero de frutos muy dulces, sentenció el poeta clásico. ¿Quién fue? No conseguía recordarlo. ¿Quizás Ovidio? ¿Horacio? ¿El gran Petrarca? De súbito recordé la biblioteca de vuestro padre, aquellas tardes deliciosas —y cálidas junto a la chimenea— de ordenar libros, separar los que debían enviarse al encuadernador, dejarme llevar por el sonido crujiente de las páginas y por la sabia palabra de los poetas italianos, que siempre me han gustado tanto. Qué feliz sería de poder vivir eternamente en la biblioteca de palacio, señora mía. Si esta misión terminase como vos deseáis, tal vez me atreveré a pediros que me recomendéis para el puesto de bibliotecario. Estoy convencido de que lo haría bien, ya que allí no hay que tomar decisiones difíciles, más allá de clasificar La divina comedia por la D de Dante o por la A de Aliguieri, y porque mi carácter casa bien con la quietud de las cosas inertes. Los libros son la mejor compañía, ¿no creéis? Las palabras sabias y hermosas que recolectamos en ellos nos convierten en mejores personas. He aquí la diferencia entre alguien que ha leído y otro que no tocó un libro en su vida. El primero puede decir que ha hurgado en una gran variedad de almas, mientras que el segundo jamás ha salido de sí mismo, pobre miserable. Si hubiera de reconocer maestros, sin duda para mí los primeros serían los poetas italianos. ¿No es un milagro que un completo desconocido nacido hace trescientos años te diga al oído cosas de ti mismo que ignorabas? Aquella noche, mientras me iba convirtiendo en témpano humano encaramado al muro, los versos vinieron en mi auxilio. Primero fue el gran Petrarca, claro, que tan bien iba al caso:

Solo y pensativo los más yermos prados

midiendo voy a paso tardo y lento,

y para huir acecho, muy atento,

la arena que algún hombre haya pisado.

Pero después me acordé de algunos poemas de amor que no había comprendido del todo y que de pronto se llenaron de un nuevo sentido, intenso, conmovedor. Mariana, su rostro, su voz, estaban por todas partes. Solo verte, pues era el primer día, dispúseme a adorarte lealmente. Doquier con las pupilas y la mente, mujer, te busco… ¡Oh, mi primer amor! Y como atraídos por el anzuelo del recuerdo, comparecieron más versos, todos embrollados y en desorden, pero tan auténticos como el sentimiento que me crecía dentro del pecho. Un instante le basta al corazón para volverse amante. Todos mis pensamientos hablan de amor…, tengo en el corazón solo un temblor… Ahora comprendía todas aquellas angustias y temores de los poetas antiguos. ¿No os ocurre que cuanto más cantáis más ganas de cantar tenéis? Pues así me ocurrió a mí durante aquella velada. Una vez que había empezado a alabar a mi amor con palabras de otros ya no sabía parar. Y susurraba, mientras me castañeteaban los dientes: «deseo hablar y me ata el desconcierto… Pero si voluntad ha sido del destino ¿qué puedo hacer sino apenar el alma? El amor es mi guía… Y sé que antes me tocará morir que endulzarse este mal que llevo dentro».

Para mi desgracia, la vida transcurre en prosa y los arrebatos del amor no calientan nada. De repente, entre temblores me pareció atisbar una luz muy débil que se movía por el muelle y hube de interrumpir contra mi voluntad aquel recital poético que me estaba ofreciendo a mí mismo. Entrecerré los ojos y procuré no perder de vista la pequeña claridad.

Era como seguir con la mirada una luciérnaga que no tiene prisa. Por los muelles, alguien caminaba despacio. Era una persona, o eran dos, iban a alguna parte o tal vez venían… Poco a poco desvelé el misterio. La luz avanzaba hacia mí, pero estaba lejos. El farol acompañaba una conversación. Las personas eran dos. ¿Quizás dos amigos? ¿O dos amantes? Las sombras siempre nos engañan. Solo cuando se acercaron un poco más me permitió el viento —que soplaba a mi favor— distinguir sus dos voces. Había una más bien fina y de nariz, no sabría decir si de hombre o de mujer, pues era bastante destemplada. Con respecto a la otra, a la perfección podría describir su consistencia y tonalidad, pero no será necesario: basta con que os diga que se trataba de la voz de nuestro querido señor de Beaumarchais.

«Aquí tenemos al secretario del rey en compañía de su amigo el comandante de la Orden de San Luis», me dije, antes de darme cuenta de que Beaumarchais sostenía con delicadeza la mano de su acompañante. Pensé que, como es sabido, Beaumarchais es un excéntrico, pero acaso no tanto para ir por ahí besando la mano de un oficial del ejército. Entonces reparé en que la sombra de voz destemplada llevaba faldas y tenía la cabeza llena de unos tirabuzones muy bien compuestos. La cara no se la vi, aunque me pareció que tenía la quijada prominente y una barbilla muy cuadrada y falta de toda delicadeza. Emitió una risotada —muy malsonante, como todo lo que salía de su garganta— y desapareció en dirección a una sombra quieta que esperaba más allá: uno de estos carruajes pequeños, de dos ruedas y un solo asiento, destinados al transporte de una sola persona o excepcionalmente dos, que denominan tílburis. Se encaramó a él sujetándose con mucha gracia las faldas y se despidió de su compañía agitando la mano como en una danza. Luego se alejó, con un trote ligero de su caballo. Beaumarchais esperó unos minutos antes de seguir la misma senda. Subió a otro coche —de alquiler, deduje— y también desapareció de mi vista.

Así que eso era todo, pensé. Una cita galante.

Reí por debajo de la nariz solo de pensar que las saetas del amor también habían osado arañar el corazón de Beaumarchais, el hombre frío, el negociador, el imperturbable, el estratega. Éramos dos insensatos hermanados por el mismo mal. Me asaltaron ganas de abrazarlo como a un colega, diciéndole: «Señor, estoy dispuesto a compartir con vos y vuestra amiga a mis poetas italianos». Pero toda una muralla se erguía entre nosotros.

Pensé que sería mejor regresar al hostal y tratar de dormir un poco. Mientras caminaba por las calles desiertas en mi cabeza solo había una pregunta: ¿Qué tiene esta ciudad de Barcelona que incluso los espíritus más sublimes encuentran aquí lo que no creían buscar?